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– De cristal termorresistente endurecido -contestó Thompson-, como el que se utiliza para esos recipientes. La idea era añadir tintes al agua del depósito de expansión para verlos fluir a través del sistema.

– La señora Goode dijo que podría haber revolucionado el diseño interior.

El santo Daniel suspiró.

– Ésa fue la terrible ironía de todo este asunto. Creo que quizá ella tuviera razón. Opté por la idea porque mientras era factible hacer las cosas, también era lo bastante absurda para hacer de la quiebra una posibilidad. Imagínese mi sorpresa cuando, sin publicidad alguna, el negocio empezó a funcionar. Para entonces, naturalmente, era demasiado tarde. Convertir el negocio en un éxito habría representado enormes dificultades. Y además, Maisie, mi mujer -explicó amablemente-, había puesto su corazón en la Costa del Sol. Triste, en verdad -razonó con la mirada perdida-. De todos modos, podrían haber significado mi fortuna y nos podríamos haber jubilado y retirado al sol.

– ¿Por qué se molestaron en representar el acto de la desaparición? ¿Por qué no se limitaron a preparar las maletas, los dos, y marcharse?

El señor Thompson sonrió.

– Irse a la chita callando preocupa a la gente -dijo-, les hace sospechar, y no queríamos que los españoles se pusieran en contra nuestra. No son tan tolerantes como solían ser. Mientras Maisie permaneció aquí, la gente sintió lástima de ella por haberse casado con un hombre tan débil e inepto.

– ¿Y dónde ha estado los dos últimos meses?

– En East Deller -dijo, como sorprendido por la pregunta-, hasta hace dos noches cuando fui a una pensión para que Maisie pudiera preparar las maletas. Sus visitas se estaban convirtiendo en algo demasiado frecuente para nuestra seguridad.

– ¿Se escondía en su propia casa?

El señor Thompson asintió.

– Era bastante seguro. Maisie me telefoneó a Londres, a mi hotel, después de que la policía registrara la casa y el jardín la primera vez. Vine a casa la noche del día 26 y permanecí escondido en el desván. Creímos que era más seguro que estar en libertad con mi descripción circulando por ahí.

– Wally lo vio en el cobertizo -señaló McLoughlin.

– Aquello fue un error -admitió-. Pensamos que el cobertizo sería el mejor escondite porque sería más fácil escapar si la policía aparecía inesperadamente. Desde luego, también era el lugar donde cualquiera podía entrar más fácilmente. No es que hubiera importado que entrase cualquier persona normal -dijo sin rencor-. Maisie me había escondido detrás de un montón de cajas viejas, de ningún modo me habría visto un visitante casual -golpeó juntos sus gorditos dedos índices-. Pero el estúpido viejo también estaba buscando un lugar para esconderse. No sé quién se llevó la peor sorpresa cuando apartó las cajas, si él o yo.

– La policía hizo dos registros -dijo McLoughlin-. ¿Cómo es que no lo encontraron la segunda vez?

– Porque los estábamos esperando. Calculamos que si la policía hacía un registro sorpresa y no encontraba nada, concluirían que realmente había huido a causa de los problemas del negocio y dejarían que Maisie se las arreglase sola. Así pues, Maisie hizo una llamada telefónica anónima para estimular otro registro. Pasamos dos días exasperantes esperándoles, pero estábamos preparados cuando vinieron. Simplemente salté la valla que hay al final del jardín y me agaché debajo de un arbusto en el huerto de nuestros vecinos hasta que Maisie me dio luz verde -sonrió afablemente. Era, como Diana lo había descrito, robusto como un tanque. La sonrisa dividió su cara mofletuda en dos medias lunas, cuyas mitades inferiores oscilaban con las papadas-. Después, no tuvimos más problemas hasta que aparecieron ustedes con esos zapatos. Hasta entonces, mi desaparición había ido como una seda durante nueve días.

McLoughlin reconoció que tenía razón.

– Era una jugada arriesgada, no obstante. Los vecinos podían haberles visitado todo el tiempo.

– No después de que Maisie desarrollara su peculiar y escandalosa manía sexual -dijo Thompson-. Las mujeres vinieron durante unos días por amabilidad, pero es asombroso lo rápidamente que la vergüenza aparta a la gente. Maisie debería haber subido a un escenario, siempre lo he dicho. La idea del desván la sacamos del diario de Anne Frank -dijo espontáneamente sin que se lo preguntaran.

– ¿Y de veras ella no sabía nada del cadáver encontrado en la casa del hielo? Encuentro eso extraordinario.

– Fue una maldita lata -dijo Thompson, mostrando contrariedad por primera vez-. No podía dejar que la gente viera que cambiaba sus costumbres. Si hubiera alquilado una tele o empezado a comprar periódicos, la gente habría pensado que estaba recuperando el interés otra vez. Mala imagen, ¿entiende?

McLoughlin asintió.

– Y nadie se lo dijo porque temían que el cadáver fuese el suyo.

Daniel suspiró.

– Nos salió el tiro por la culata.

– ¿Por qué retrasaron tanto el vuelo? Podían haberse marchado hace semanas.

– Éramos codiciosos -confesó Thompson-. Queríamos el dinero de la venta de la casa. Estamos hablando de un millón de libras por una propiedad como ésa. Era la guinda que coronaba la tarta. El plan era que Maisie se deprimiera cada vez más hasta que la solución obvia fuese vender la casa y trasladarse a algún otro lugar más pequeño que no guardase recuerdos para ella. Nadie habría desconfiado. A decir verdad, se habrían aliviado al verla marchar. Entonces, con el dinero a buen recaudo bajo nuestros cinturones, hubiéramos ido en transbordador a Francia y de allí a la soleada España.

– ¿Y pensaban utilizar sus propios pasaportes?

El otro hombre indicó que así era.

– Se había informado de su desaparición, señor Thompson. Le habrían detenido.

– Oh, no lo creo, sargento -dijo cómodamente-. Al cabo de seis meses, amainada la tormenta, cientos de personas viajando a diario, una pareja de mediana edad con un nombre común… ¿Qué tendrían en mi contra? Mi esposa podría declarar que ya había aparecido. Y no es que haya una orden para detenerme, ¿verdad? -ladeó la cabeza y observó al sargento con diversión.

– No -admitió McLoughlin.

– Era un incompetente -dijo Thompson-. Lo admito abiertamente. Pero nadie perdió demasiado dinero a causa de mi fracaso -se puso las manos encima del abultado estómago-. Todos mis empleados han encontrado otros trabajos y Hacienda ha aceptado pagar sus contribuciones a la Seguridad Social que yo, sin reflexionar, cómo lo diría, «tomé prestadas» para mantener el negocio a flote -pestañeó de manera exagerada-. Mi socio sí puede hacerlo. Ha llevado a cabo todas las negociaciones en su nombre o eso es lo que me ha dicho Maisie. Un tipo magnífico, con un gran talento organizativo, muy íntegro. Ha solucionado el lío y ha liquidado el negocio. En realidad, le dijo unas palabras duras a Maisie por teléfono, me llamó chapucero, pero no le guardo rencor -se sacudió una mota de polvo de su jersey-. Mis inversores apostaron por una jugada arriesgada tristemente equivocada, pero ya han abandonado este ruinoso negocio alegremente y han optado por empresas más lucrativas. Estoy encantado. Me entristeció haberles fallado.

– Espere un momento -dijo bruscamente McLoughlin-. No les falló, señor Thompson. Desfalcó su dinero.

– ¿Quién dice eso?

– Usted mismo lo admitió.

– ¿Cuándo?

McLoughlin se volvió hacia la policía Brownlow que había estado tomando notas taquigráficas.

– Encuentre esa parte en que dijo que sacó la idea de los malversadores británicos que viven en España.

La policía pasó hacia atrás las páginas de su cuaderno.

– De hecho, no dijo que precisamente él fuera un malversador -reconoció la policía un par de minutos más tarde-, sólo que su negocio estaba en crisis.

– Sáltese unas páginas -señaló McLoughlin-. Dijo que fue ridículamente fácil conseguir que la gente invirtiera en la idea de los radiadores.