El caso de Blanca era diferente, porque su padre no intervenía en su educación. Consideraba que su destino era casarse y brillar en sociedad, donde la facultad de comunicarse con los muertos, si se mantenía en un tono frívolo, podría ser una atracción. Sostenía que la magia, como la religión y la cocina, era un asunto propiamente femenino y tal vez por eso era capaz de sentir simpatía por las tres hermanas Mora, en cambio detestaba a los espirituados de sexo masculino casi tanto como a los curas. Por su parte, Clara andaba para todos lados con su hija pegada a sus faldas, la incitaba a las sesiones de los viernes y la crió en estrecha familiaridad con las ánimas, con los miembros de las sociedades secretas y con los artistas misérrimos a quienes hacía de mecenas. Igual corno ella lo había hecho con su madre en tiempos de la mudez, llevaba ahora a Blanca a ver a los pobres, cargada de regalos y consuelos.
— Esto sirve para tranquilizarnos la conciencia, hija–explicaba a Blanca-. Pero no ayuda a los pobres. No necesitan caridad, sino justicia.
Era en ese punto donde tenía las peores discusiones con Esteban, que tenía otra opinión al respecto.
— ¡Justicia! ¿Es justo que todos tengan lo mismo? ¿Los flojos lo mismo que los trabajadores? ¿Los tontos lo mismo que los inteligentes? ¡Eso no pasa ni con los animales! No es cuestión de ricos y pobres, sino de fuertes y débiles. Estoy de acuerdo en que todos debemos tener las mismas oportunidades, pero esa gente no hace ningún esfuerzo. ¡Es muy fácil estirar la mano y pedir limosna! Yo creo en el esfuerzo y en la recompensa. Gracias a esa filosofía he llegado a tener lo que tengo. Nunca he pedido un favor a nadie y no he cometido ninguna deshonestidad, lo que prueba que cualquiera puede hacerlo. Yo estaba destinado a ser un pobre infeliz escribiente de notaría. Por eso no aceptaré ideas bolcheviques en mi casa. ¡Vayan a hacer caridad en los conventillos, si quieren! Eso está muy bien: es bueno para la formación de las señoritas. ¡Pero no me vengan con las mismas estupideces de Pedro Tercero García, porque no lo voy a aguantar!
Era verdad, Pedro Tercero García estaba hablando de justicia en Las Tres Marías. Era el único que se atrevía a desafiar al patrón, a pesar de las zurras que le había dado su padre, Pedro Segundo García, cada vez que lo sorprendía. Desde muy joven el muchacho hacía viajes sin permiso al pueblo para conseguir libros prestados, leer los periódicos y conversar con el maestro de la escuela, un comunista ardiente a quien años más tarde lo matarían de un balazo entre los ojos. También se escapaba en las noches al bar de San Lucas donde se reunía con unos sindicalistas que tenían la manía de componer el mundo entre sorbo y sorbo de cerveza, o con el gigantesco y magnífico padre José Dulce María, un sacerdote español con la cabeza llena de ideas revolucionarias que le valieron ser relegado por la Compañía de Jesús a aquel perdido rincón del mundo, pero ni por eso renunció a transformar las parábolas bíblicas en panfletos socialistas. El día que Esteban Trueba descubrió que el hijo de su administrador estaba introduciendo literatura subversiva entre sus inquilinos, lo llamó a su despacho y delante de su padre le dio una tunda de azotes con su fusta de cuero de culebra.
— ¡Éste es el primer aviso, mocoso de mierda! — le dijo sin levantar la voz y mirándolo con ojos de fuego-. La próxima vez que te encuentre molestándome a la gente, te meto preso. En mi propiedad no quiero revoltosos, porque aquí mando yo y tengo derecho a rodearme de la gente que me gusta. Tú no me gustas, así es que ya sabes. Te aguanto por tu padre, que me ha servido lealmente durante muchos años, pero anda con cuidado, porque puedes acabar muy mal. ¡Retírate!
Pedro Tercero García era parecido a su padre, moreno, de facciones duras, esculpidas en piedra, con grandes ojos tristes, pelo negro y tieso cortado como un
cepillo. Tenía sólo dos amores, su padre y la hija del patrón, a quien amó desde el día en que durmieron desnudos debajo de la mesa del comedor, en su tierna infancia. Y Blanca no se libró de la misma fatalidad. Cada vez que iba de vacaciones al campo y llegaba a Las Tres Marías en medio de la polvareda provocada por los coches cargados con el tumultoso equipaje, sentía el corazón batiéndole como un tambor africano de impaciencia y de ansiedad. Ella era la primera en saltar del vehículo y echar a correr hacia la casa, y siempre encontraba a Pedro Tercero García en el mismo sitio donde se vieron por primera vez, de pie en el umbral, medio oculto por la sombra de la puerta, tímido y hosco, con sus pantalones raídos, descalzo, sus ojos de viejo escrutando el camino para verla llegar. Los dos corrían, se abrazaban, se besaban, se reían, se daban trompadas cariñosas y rodaban por el suelo tirándose de los pelos y gritando de alegría.
— ¡Párate, chiquilla! ¡Deja a ese rotoso! — chillaba la Nana procurando separarlos.
— Déjalos, Nana, son niños y se quieren–decía Clara, que sabía más.
Los niños escapaban corriendo, iban a esconderse para contarse todo lo que habían acumulado durante esos meses de separación. Pedro le entregaba, avergonzado, unos animalitos tallados que había hecho para ella en trozos de madera y a cambio Blanca le daba los regalos que había juntado para éclass="underline" un cortaplumas que se abría como una flor, un pequeño imán que atraía por obra de magia los clavos roñosos del suelo. El verano que ella llegó con parte del contenido del baúl de los libros mágicos del tío Marcos, tenía alrededor de diez años y todavía Pedro Tercero leía con dificultad, pero la curiosidad y el anhelo consiguieron lo que no había podido obtener la maestra a varillazos. Pasaron el verano leyendo acostados entre las cañas del río, entre los pinos del bosque, entre las espigas de los trigales, discutiendo las virtudes de Sandokan y Robin Hood, la mala suerte del Pirata Negro, las historias verídicas y edificantes del Tesoro de la juventud, el malicioso significado de las palabras prohibidas en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el sistema cardiovascular en láminas, donde podían ver a un tipo sin pellejo, con todas sus venas y el corazón expuestos a la vista, pero con calzones. En pocas semanas el niño aprendió a leer con voracidad. Entraron en el mundo ancho y profundo de las historias imposibles, los duendes, las hadas, los náufragos que se comen unos a otros después de echarlo a la suerte, los tigres que se dejan amaestrar por amor, los inventos fascinantes, las curiosidades geográficas y zoológicas, los países orientales donde hay genios en las botellas, dragones en las cuevas y princesas prisioneras en las torres. A menudo iban a visitar a Pedro García, el viejo, a quien el tiempo había gastado los sentidos. Se fue quedando ciego paulatinamente, una película celeste le cubría las pupilas, «son las nubes, que me están entrando por la vista», decía. Agradecía mucho las visitas de Blanca y Pedro Tercero, que era su nieto, pero él ya lo había olvidado. Escuchaba los cuentos que ellos seleccionaban de los libros mágicos y que tenían que gritarle al oído, porque también decía que el viento le estaba entrando por las orejas y por eso estaba sordo. A cambio, les enseñaba a inmunizarse contra las picadas de bichos malignos y les demostraba la eficacia de su antídoto, poniéndose un alacrán vivo en el brazo. Les enseñaba a buscar agua. Había que sujetar un palo seco con las dos manos y caminar tocando el suelo, en silencio, pensando en el agua y la sed que tiene el palo, hasta que de pronto, al sentir la humedad, el palo comenzaba a temblar. Allí había que cavar, les decía el viejo, pero aclaraba que ése no era el sistema que él empleaba para ubicar los pozos en el suelo de Las Tres Marías, porque él no necesitaba el palo. Sus huesos tenían tanta sed, que al pasar por el agua subterránea, aunque fuera profunda, su esqueleto se lo advertía. Les mostraba las yerbas del campo y los hacía olerlas, gustarlas, acariciarlas, para conocer su perfume natural, su sabor y su textura y así poder identificar a cada una según sus propiedades curativas: calmar la mente,