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Y tomó su guitarra y salió arrastrando los pies sin que el otro discurriera qué decirle, a pesar de que ya tenía la rabia a flor de labios y empezaba a subirle la tensión. Desde ese día, Esteban Trueba lo tuvo en la mira, lo observaba, desconfiaba. Trató de impedir que fuera al liceo inventándole tareas de hombre grande, pero el muchacho se levantaba más temprano y se acostaba más tarde, para cumplirlas. Fue ese año que Esteban lo azotó con la fusta delante de su padre porque llevó a los inquilinos las novedades que andaban circulando entre los sindicalistas del pueblo, ideas de domingo de asueto, de sueldo mínimo, de jubilación y servicio médico, de permiso maternal para las mujeres preñadas, de votar sin presiones, y, lo más grave, la idea de una organización campesina que pudiera enfrentarse a los patrones.

Ese verano, cuando Blanca fue a pasar las vacaciones a Las Tres Marías, estuvo a punto de no reconocerlo, porque medía quince centímetros más y había dejado muy atrás al niño vientrudo que compartió con ella todos los veranos de la infancia. Ella se bajó del coche, se estiró la falda y por primera vez no corrió a abrazarlo, sino que le hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo, aunque con los ojos le dijo lo que los demás no debían escuchar y que, por otra parte, ya le había dicho en su impúdica

correspondencia en clave. La Nana observó la escena con el rabillo del ojo y sonrió burlona. Al pasar frente a Pedro Tercero le hizo una mueca.

— Aprende, mocoso, a meterte con los de tu clase y no con señoritas–se burló entre dientes.

Esa noche Blanca cenó con toda la familia en el comedor la cazuela de gallina con que siempre los recibían en Las Tres Marías, sin que se vislumbrara en ella ninguna ansiedad durante la prolongada sobremesa en que su padre bebía coñac y hablaba sobre vacas importadas y minas de oro. Esperó que su madre diera la señal de retirarse, luego se paró calmadamente, deseó las buenas noches a cada uno y se fue a su habitación. Por primera vez en su vida, le puso llave a la puerta. Se sentó en la cama sin quitarse la ropa y esperó en la oscuridad hasta que se acallaron las voces de los mellizos alborotando en el cuarto del lado, los pasos de los sirvientes, las puertas, los cerrojos, y la casa se acomodó, en el sueño. Entonces abrió la ventana y saltó, cayendo sobre las matas de hortensias que mucho tiempo atrás había plantado su tía Férula. La noche estaba clara, se oían los grillos y los sapos. Respiró profundamente y el aire le llevó el olor dulzón de los duraznos que se secaban en el patio para las conservas. Esperó que se acostumbraran sus ojos a la oscuridad y luego comenzó a avanzar, pero no pudo seguir más lejos, porque oyó los ladridos furibundos de los perros guardianes que soltaban en la noche. Eran cuatro mastines que se habían criado amarrados con cadenas y que pasaban el día encerrados, a quienes ella nunca había visto de cerca y sabía que no podrían reconocerla. Por un instante sintió que el pánico la hacía perder la cabeza y estuvo a punto de echarse a gritar, pero entonces se acordó que Pedro García, el viejo, le había dicho que los ladrones andan desnudos, para que no los ataquen los perros. Sin vacilar se despojó de su ropa con toda la rapidez que le permitieron sus nervios, se la puso bajo el brazo y siguió caminando con paso tranquilo, rezando para que las bestias no le olieran el miedo. Los vio abalanzarse ladrando y siguió adelante sin perder el ritmo de la marcha. Los perros se aproximaron, gruñendo desconcertados, pero ella no se detuvo. Uno, más audaz que los otros, se acercó a olerla. Recibió el vaho tibio de su aliento en la mitad de la espalda, pero no le hizo caso. Siguieron gruñendo y ladrando por un tiempo, la acompañaron un trecho y, por último, fastidiados, dieron media vuelta. Blanca suspiró aliviada y se dio cuenta que estaba temblando y cubierta de sudor, tuvo que apoyarse en un árbol y esperar hasta que pasara la fatiga que había puesto sus rodillas de lana. Después se vistió a toda prisa y echó a correr en dirección al río.

Pedro Tercero la esperaba en el mismo sitio donde se habían juntado el verano anterior y donde muchos años antes Esteban Trueba se había apoderado de la humilde virginidad de Pancha García. Al ver al muchacho, Blanca enrojeció violentamente. Durante los meses que habían estado separados, él se curtió en el duro oficio de hacerse hombre y ella, en cambio, estuvo recluida entre las paredes de su hogar y del colegio de monjas, preservada del roce de la vida, alimentando sueños románticos con palillos de tejer y lana de Escocia, pero la imagen de sus sueños no coincidía con ese joven alto que se acercaba murmurando su nombre. Pedro Tercero estiró la mano y le tocó el cuello a la altura de la oreja. Blanca sintió algo caliente que le recorría los huesos y le ablandaba las piernas, cerró los ojos y se abandonó. La atrajo con suavidad y la rodeó con sus brazos, ella hundió la nariz en el pecho de ese hombre que no conocía, tan diferente al niño flaco con quien se acariciaba hasta la extenuación pocos meses antes. Aspiró su nuevo olor, se frotó contra su piel áspera, palpó ese cuerpo enjuto y fuerte y sintió una grandiosa y completa paz que en nada se parecía a la agitación que se había apoderado de él. Se buscaron con las lenguas, como lo hacían antes, aunque parecía una caricia recién inventada, cayeron hincados besándose con desesperación y luego rodaron sobre el blando lecho de tierra húmeda.

Se descubrían por vez primera y no tenían nada que decirse. La luna recorrió todo el horizonte, pero ellos no la vieron, porque estaban ocupados en explorar su más profunda intimidad, metiéndose cada uno en el pellejo del otro, insaciablemente.

A partir de esa noche, Blanca y Pedro Tercero se encontraban siempre en el mismo lugar a la misma hora. En el día ella bordaba, leía y pintaba insípidas acuarelas en los alrededores de la casa, ante la mirada feliz de la Nana, que por fin podía dormir tranquila. Clara, en cambio, presentía que algo extraño estaba ocurriendo, porque podía ver un nuevo color en el aura de su hija y creía adivinar la causa. Pedro Tercero hacía sus faenas habituales en el campo y no dejó de ir al pueblo a ver a sus amigos. Al caer la noche estaba muerto de fatiga, pero la perspectiva de encontrarse con Blanca le devolvía la fuerza. No en vano tenía quince años. Así pasaron todo el verano y muchos años más tarde los dos recordarían esas noches vehementes como la mejor época de sus vidas.

Entretanto, Jaime y Nicolás aprovechaban las vacaciones haciendo todas aquellas cosas que estaban prohibidas en el internado británico, gritando hasta desgañitarse, peleando con cualquier pretexto, convertidos en dos mocosos mugrientos, zarrapastrosos, con las rodillas llenas de costras y la cabeza de piojos, hartos de fruta tibia recién cosechada, de sol y de libertad. Salían al alba y no volvían a la casa hasta el anochecer, ocupados en cazar conejos a pedradas, correr a caballo hasta perder el aliento y espiar a las mujeres que jabonaban la ropa en el río.

Así transcurrieron =res años, hasta que el terremoto cambió las cosas. Al final de esas vacaciones, los mellizos regresaron a la capital antes que el resto de la familia, acompañados por la Nana, los sirvientes de la ciudad y gran parte del equipaje. Los muchachos iban directamente al colegio mientras la Nana y los otros empleados arreglaban la gran casa de la esquina para la llegada de los patrones.

Blanca se quedó con sus padres en el campo unos días más. Fue entonces cuando Clara comenzó a tener pesadillas, a caminar sonámbula por los corredores y despertar gritando. En el día andaba como idiotizada, viendo signos premonitorios en el comportamiento de las bestias: que las gallinas no ponen su huevo diario, que las vacas andan espantadas, que los perros aúllan a la muerte y salen las ratas, las arañas y los gusanos de sus escondrijos, que los pájaros han abandonado los nidos y están alejándose en bandadas, mientras sus pichones gritan de hambre en los árboles. Miraba obsesivamente la tenue columna de humo blanco del volcán, escrutando los cambios en el color del cielo. Blanca le preparó infusiones calientes y baños tibios y Esteban recurrió a la antigua cajita de píldoras homeopáticas para tranquilizarla, pero los sueños continuaron.