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— ¡La tierra va a temblar! — decía Clara, cada vez más pálida y agitada.

— ¡Siempre tiembla, Clara, por Dios! — respondía Esteban.

— Esta vez será diferente. Habrá diez mil muertos.

— No hay tanta gente en todo el país–se burlaba él.

Comenzó el cataclismo a las cuatro de la madrugada. Clara despertó poco antes con una pesadilla apocalíptica de caballos reventados, vacas arrebatadas por el mar, gente reptando debajo de las piedras y cavernas abiertas en el suelo donde se hundían casas enteras. Se levantó lívida de terror y corrió a la habitación de Blanca. Pero Blanca, como todas las noches, había cerrado con llave su puerta y se había deslizado por la ventana en dirección al río. Los últimas días antes de volver a la ciudad, la pasión del verano adquiría características dramáticas, porque ante la inminencia de una nueva separación, los jóvenes aprovechaban todos los momentos posibles para amarse con

desenfreno. Pasaban la noche en el río, inmunes al frío o el cansancio, retozando con la fuerza de la desesperación, y sólo al vislumbrar los primeros rayos del amanecer, Blanca regresaba a la casa y entraba por la ventana a su cuarto, donde llegaba justo a tiempo para oír cantar a los gallos. Clara llegó hasta la puerta de su hija y trató de abrirla, pero estaba atrancada. Golpeó y como nadie respondió, salió corriendo, dio media vuelta a la casa y entonces vio la ventana abierta de par en par y las hortensias plantadas por Férula pisoteadas. En un instante comprendió la causa del color del aura de Blanca, sus ojeras, su desgano y su silencio, su somnolencia matinal y sus acuarelas vespertinas. En ese mismo momento comenzó el terremoto.

Clara sintió que el suelo se sacudía y no pudo sostenerse en pie. Cayó de rodillas. Las tejas del techo se desprendieron y llovieron a su alrededor con un estrépito ensordecedor. Vio la pared de adobe de la casa quebrarse como si un hachazo le hubiera dado de frente, la tierra se abrió, tal como lo había visto en sus sueños, y una enorme grieta fue apareciendo ante ella, sumergiendo a su paso los gallineros, las artesas del lavado y parte del establo. El estanque de agua se ladeó y cayó al suelo desparramando mil litros de agua sobre las gallinas sobrevivientes que aleteaban desesperadas. A lo lejos, el volcán echaba fuego y humo como un dragón furioso. Los perros se soltaron de las cadenas y corrieron enloquecidos, los caballos que escaparon al derrumbe del establo, husmeaban el aire y relinchaban de terror antes de salir desbocados a campo abierto, los álamos se tambalearon como borrachos y algunos cayeron con las raíces al aire, despachurrando los nidos de los gorriones. Y lo tremendo fue aquel rugido del fondo de la tierra, aquel resuello de gigante que se sintió largamente, llenando el aire de espanto. Clara trató de arrastrarse hacia la casa llamando a Blanca, pero los estertores del suelo se lo impidieron. Vio a los campesinos que salían despavoridos de sus casas, clamando al cielo, abrazándose unos con otros, a tirones con los niños, a patadas con los perros, a empujones con los viejos, tratando de poner a salvo sus pobres pertenencias en ese estruendo de ladrillos y tejas que salían de las entrañas mismas de la tierra, como un interminable rumor de fin de mundo.

Esteban Trueba apareció en el umbral de la puerta en el mismo momento en que la casa se partió como una cáscara de huevo y se derrumbó en una nube de polvo, aplastándolo bajo una montaña de escombros. Clara reptó hasta allá llamándolo a gritos, pero nadie respondió.

La primera sacudida del terremoto duró casi un minuto y fue la más fuerte que se había registrado hasta esa fecha en ese país de catástrofes. Tiró al suelo casi todo lo que estaba en pie y el resto terminó de desmoronarse con el rosario de temblores menores que siguió estremeciendo el mundo hasta que amaneció. En Las Tres Marías esperaron que saliera el sol para contar a los muertos y desenterrar a los sepultados que aún gemían bajo los derrumbes, entre ellos a Esteban Trueba, que todos sabían dónde estaba, pero nadie tenía esperanza de encontrar con vida. Se necesitaron cuatro hombres al mando de Pedro Segundo, para remover el cerro de polvo, tejas y adobes que lo cubría. Clara había abandonado su distracción angélica y ayudaba a quitar las piedras con fuerza de hombre.

— ¡Hay que sacarlo! ¡Está vivo y nos escucha! — aseguraba Clara y eso les daba ánimo para continuar.

Con las primeras luces aparecieron Blanca y Pedro Tercero, intactos. Clara se fue encima de su hija y le dio un par de bofetadas, pero luego la abrazó llorando, aliviada por saberla a salvo y tenerla a su lado.

— ¡Su padre está allí! — señaló Clara.

Los muchachos se pusieron a la tarea con los demás y al cabo de una hora, cuando ya había salido el sol en aquel universo de congoja, sacaron al patrón de su tumba. Eran tantos sus huesos rotos, que no se podían contar, pero estaba vivo y tenía los ojos abiertos.

— Hay que llevarlo al pueblo para que lo vean los médicos–dijo Pedro Segundo.

Estaban discutiendo cómo trasladarlo sin que los huesos se le salieran por todos lados como de un saco roto, cuando llegó Pedro García, el viejo, que gracias a su ceguera y su ancianidad, había soportado el terremoto sin conmoverse. Se agachó al lado del herido y con gran cautela le recorrió el cuerpo, tanteándolo con sus manos, mirando con sus dedos antiguos, hasta que no dejó resquicio sin contabilizar ni rotura sin tener en cuenta.

— Si lo mueven, se muere–dictaminó.

Esteban Trueba no estaba inconsciente y lo oyó con toda claridad, se acordó de la plaga de hormigas y decidió que el viejo era su única esperanza.

— Déjenlo, él sabe lo que hace–balbuceó.

Pedro García hizo traer una manta y entre su hijo y su nieto colocaron al patrón sobre ella, lo alzaron con cuidado y lo acomodaron sobre una improvisada mesa que habían armado al centro de lo que antes era el patio, pero ya no era más que un pequeño claro en esa pesadilla de cascotes, de cadáveres de animales, de llantos de niños, de gemidos de perros y oraciones de mujeres. Entre las ruinas rescataron un odre de vino, que Pedro García distribuyó en tres partes, una para lavar el cuerpo del herido, otra para dársela a tomar y otra que se bebió él parsimoniosamente antes de comenzar a componerle los huesos, uno por uno, con paciencia y calma, estirando por aquí, ajustando por allá, colocando cada uno en su sitio, entablillándolos, envolviéndolos en tiras de sábanas para inmovilizarlos, mascullando letanías de santos curanderos, invocando a la buena suerte y a la Virgen María, y soportando los gritos y blasfemias de Esteban Trueba, sin cambiar para nada su beatífica expresión de ciego. A tientas le reconstituyó el cuerpo tan bien, que los médicos que lo revisaron después no podían creer que eso fuera posible.

— Yo ni siquiera lo habría intentado–reconoció el doctor Cuevas al enterarse.

Los destrozos del terremoto sumieron al país en un largo luto. No bastó a la tierra con sacudirse hasta echarlo todo por el suelo, sino que el mar se retiró varias millas y regresó en una sola gigantesca ola que puso barcos sobre las colinas, muy lejos de la costa, se llevó caseríos, caminos y bestias y hundió más de un metro bajo el nivel del agua a varias islas del Sur. Hubo edificios que cayeron como dinosaurios heridos, otros se deshicieron como castillos de naipes, los muertos se contaban por millares y no quedó familia que no tuviera alguien a quien llorar. El agua salada del mar arruinó las cosechas, los incendios abatieron zonas enteras de ciudades y pueblos y por último corrió la lava y cayó la ceniza como coronación del castigo, sobre las aldeas cercanas a los volcanes. La gente dejó de dormir en sus casas, aterrorizada con la posibilidad de que el cataclismo se repitiera, improvisaban carpas en lugares desiertos, dormían en las plazas y en las calles. Los soldados tuvieron que hacerse cargo del desorden y fusilaban sin más trámites a quien sorprendían robando, porque mientras los más cristianos atestaban las iglesias clamando perdón por sus pecados y rogando a Dios para que aplacara su ira, los ladrones recorrían los escombros y donde aparecía una oreja con un zarcillo o un dedo con un anillo, los volaban de una cuchillada, sin considerar que la víctima estuviera muerta o solamente aprisionada en el derrumbe. Se desató un zafarrancho de gérmenes que provocó diversas pestes en todo el país. El resto del mundo, demasiado ocupado en otra guerra, apenas se enteró de que la