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mano derecha y multiplicado el uso de los dos dedos que le quedaban y siguió componiendo canciones de gallinas y zorros perseguidos. Un día lo invitaron a un programa de radio y ése fue el comienzo de una vertiginosa popularidad que ni él mismo esperaba. Su voz comenzó a escucharse a menudo en la radio y su nombre se hizo conocido. El senador Trueba, sin embargo, nunca lo oyó nombrar, porque en su casa no admitía aparatos de radio. Los consideraba instrumentos propios de la gente inculta, portadores de influencias nefastas y de ideas vulgares. Nadie estaba más alejado de la música popular que él, que lo único melódico que podía soportar era la ópera durante la temporada lírica y la compañía de zarzuelas que viajaba desde España todos los inviernos.

El día que llegó Jaime a la casa con la novedad de que quería cambiarse el apellido, porque desde que su padre era senador del Partido Conservador sus compañeros lo hostilizaban en la universidad y desconfiaban de él en el Barrio de la Misericordia, Esteban Trueba perdió la paciencia y estuvo a punto de abofetearlo, pero se contuvo a tiempo, porque le vio en la mirada que en esa ocasión no se lo toleraría.

— ¡Me casé para tener hijos legítimos que lleven mi apellido, y no bastardos que lleven el de la madre! — le espetó lívido de furia.

Dos semanas más tarde oyó comentar en los pasillos del Congreso y en los salones del Club, que su hijo Jaime se había quitado los pantalones en la Plaza Brasil, para dárselos a un indigente, y había regresado caminando en calzoncillos quince cuadras hasta su casa, seguido por una leva de niños y curiosos que lo vitoreaban. Cansado de defender su honor del ridículo y de los chismes, autorizó a su hijo para ponerse el apellido que le diera la gana, con tal que no fuera el suyo. Ese día, encerrado en su escritorio, lloró de decepción y de rabia. Trató de decirse a sí mismo que semejantes excentricidades se le pasarían cuando madurara y tarde o temprano se convertiría en el hombre equilibrado que podría secundarlo en sus negocios y ser el sostén de su vejez. Con su otro hijo, en cambio, había perdido las esperanzas. Nicolás pasaba de una empresa fantástica a otra. Andaba en esos días con la ilusión de cruzar la cordillera, igual como muchos años antes lo intentara su tío abuelo Marcos, en un medio de transporte poco usual. Había elegido elevarse en globo, convencido de que el espectáculo de un gigantesco globo suspendido entre las nubes, sería un irresistible elemento publicitario que cualquier bebida gaseosa podía auspiciar. Copió el modelo de un zepelín alemán anterior a la guerra, que se elevaba mediante un sistema de aire caliente, llevando en su interior a una o más personas de temperamento audaz. Los afanes de armar aquella gigantesca salchicha inflable, estudiar los mecanismos secretos, las corrientes de los vientos, los presagios de los naipes y las leyes de la aerodinámica, lo mantuvieron entretenido por mucho tiempo. Olvidó durante semanas las sesiones de espiritismo de los viernes con su madre y las tres hermanas Mora, y ni siquiera se dio cuenta que Amanda había dejado de ir a la casa. Una vez terminada su nave voladora, se encontró ante un obstáculo que no había calculado: el gerente de las gaseosas, un gringo de Arkansas, se negó a financiar el proyecto, pretextando que si Nicolás se mataba en su artefacto, bajarían las ventas de su brebaje. Nicolás trató de encontrar otros auspiciadores, pero nadie se interesó. Eso no fue suficiente para hacerlo desistir de sus propósitos y decidió elevarse de todos modos, aunque fuera gratis. El día fijado, Clara siguió tejiendo imperturbable sin prestar atención a los preparativos de su hijo, a pesar de que la familia, los vecinos y los amigos estaban horrorizados con el plan descabellado de cruzar las montañas en esa máquina estrambótica.

— Tengo la corazonada de que no se va a elevar–dijo Clara sin dejar de tejer.

Así fue. En el último momento apareció una camioneta llena de policías en el parque público que Nicolás había elegido para elevarse. Exigieron un permiso municipal que, por supuesto, no tenía. Tampoco lo pudo conseguir. Pasó cuatro días corriendo de una oficina a otra, en trámites desesperados que se estrellaban contra un muro de incomprensión burocrática. Nunca se enteró que detrás de la camioneta de policías y los papeleos interminables, estaba la influencia de su padre, que no estaba dispuesto a permitir esa aventura. Cansado de luchar contra la timidez de las gaseosas y la burocracia aérea, se convenció de que no podría elevarse, a menos que lo hiciera clandestinamente, lo cual era imposible, dadas las dimensiones de su nave. Entró en una crisis de ansiedad, de la cual lo sacó su madre, al sugerirle que para no perder todo lo invertido, usara los materiales del globo para algún fin práctico. Entonces Nicolás ideó la fábrica de emparedados. Su plan era hacer emparedados de pollo, envasarlos en la tela del globo cortada en pedacitos y venderlos a los oficinistas. La amplia cocina de su casa le pareció ideal para su industria. Los jardines traseros fueron llenándose de aves atadas de las patas, que aguardaban su turno para que dos matarifes especialmente contratados decapitaran en serie. El patio se llenó de plumas y la sangre salpicó las estatuas del Olimpo, el olor a consomé tenía a todo el mundo con náuseas y el destripadero empezaba a llenar de moscas el barrio, cuando Clara le puso fin a la matanza con un ataque de nervios que por poco la vuelve a los tiempos de la mudez. Este nuevo fracaso comercial no importó tanto a Nicolás, que también estaba con el estómago y la conciencia revueltos con la carnicería. Se resignó a perder lo que había invertido en esos negocios y se encerró en su pieza a planear nuevas formas de ganar dinero y de divertirse.

— Hace tiempo que no veo a Amanda por aquí–dijo Jaime, cuando ya no pudo resistir la impaciencia de su corazón.

En ese momento Nicolás se acordó de Amanda y sacó la cuenta que no la había visto deambular por la casa desde hacía tres semanas y que no había asistido al fracasado intento de elevarse en globo, ni a la inauguración de la industria doméstica de pan con pollo. Fue a preguntar a Clara, pero su madre tampoco sabía nada de la joven y estaba comenzando a olvidarla, debido a que había tenido que acomodar su memoria al hecho ineludible de que su casa era un pasadero de gente y como ella decía, no le alcanzaba el alma para lamentar a todos los ausentes. Nicolás decidió entonces ir a buscarla, porque se dio cuenta que le estaban haciendo falta la presencia de mariposa inquieta de Amanda y sus abrazos sofocados y silenciosos en los cuartos vacíos de la gran casa de la esquina, donde retozaban como cachorros cada vez que Clara aflojaba la vigilancia y Miguel se distraía jugando o se quedaba dormido en algún rincón.

La pensión donde vivía Amanda con su hermanito resultó ser una vetusta casa que medio siglo atrás probablemente tuvo algún esplendor ostentoso, pero lo perdió a medida que la ciudad fue extendiéndose hacia las laderas de la cordillera. La ocuparon primero los comerciantes árabes, quienes le incorporaron pretenciosos frisos de yeso rosado, y, más tarde, cuando los árabes pusieron sus negocios en el Barrio de los Turcos, el propietario la convirtió en pensión, subdividiéndola en cuartos mal iluminados, tristes, incómodos contrahechos, para inquilinos de pocos recursos. Tenía una geografía imposible de pasillos estrechos y húmedos, donde reinaba eternamente el tufillo de la sopa de coliflor y del guiso de repollo. Salió a abrir la puerta la dueña de la pensión en persona, una mujerona inmensa, provista de una triple papada majestuosa y ojillos orientales sumidos en pliegues fosilizados de grasa, con anillos en todos los dedos y los remilgos de una novicia.

— No se aceptan visitantes del sexo opuesto–dijo a Nicolás.

Pero Nicolás desplegó su irresistible sonrisa de seductor, le besó la mano sin retroceder ante el carmesí descascarado de sus uñas sucias, se extasió con los anillos y se hizo pasar por un primo hermano de Amanda, hasta que ella, derrotada, retorciéndose en risitas coquetas y contoneos elefantiásicos, lo condujo por las polvorientas escaleras hasta el tercer piso y le señaló la puerta de Amanda. Nicolás encontró a la joven en la cama, arropada con un chal desteñido y jugando a las damas con su hermano Miguel. Estaba tan verdosa y disminuida, que tuvo dificultad en reconocerla. Amanda lo miró sin sonreír y no le hizo ni el menor gesto de bienvenida. Miguel, en cambio, se le paró al frente con los brazos en jarra.