Por un interminable instante, Blanca se quedó suspendida en su propia incertidumbre, hasta que la venció el horror. Procuró pensar con lucidez. Entendió lo que Jean de Satigny había querido decir la noche de bodas, cuando le explicó que no se sentía inclinado por la vida matrimonial. Vislumbró también el siniestro poder del indio, la burla solapada de los sirvientes y se sintió prisionera en la antesala del infierno. En ese momento la niña se movió en su interior y ella se estremeció, como si hubiera sonado una campana de alerta.
— ¡Mi hija! ¡Debo sacarla de aquí! — exclamó abrazándose el vientre.
Salió corriendo del laboratorio, cruzó toda la casa como una exhalación y llegó a la calle, donde el calor de plomo y la despiadada luz del mediodía le devolvieron el sentido de la realidad. Comprendió que no podría llegar muy lejos a pie con su barriga de nueve meses. Regresó a su habitación, tomó todo el dinero que pudo encontrar, hizo un atadito con algunas ropas del suntuoso ajuar que había preparado y se dirigió a la estación.
Sentada en un tosco banco de madera en el andén, con su bulto en el regazo y los ojos espantados, Blanca esperó durante horas la llegada del tren, rezando entre dientes para que el conde, al volver a la casa y ver el destrozo en la puerta del laboratorio, no la buscara hasta dar con ella y obligarla a entrar en el maléfico reino de los incas, para que se apresurara el ferrocarril y por una vez cumpliera su horario, para que pudiera llegar a la casa de sus padres antes que la criatura que le estrujaba las entrañas y le pateaba las costillas anunciara su venida al mundo, para que le alcanzaran las fuerzas para ese viaje de dos días sin descanso y para que su deseo de
vivir fuera más poderoso que esa terrible desolación que comenzaba a embargarla. Apretó los dientes y esperó.
La niña Alba Capítulo IX
Alba nació parada, lo cual es signo de buena suerte. Su abuela Clara buscó en su espalda y encontró una mancha en forma de estrella que caracteriza a los seres que nacen capacitados para encontrar la felicidad. «No hay que preocuparse por esta niña. Tendrá buena suerte y será feliz. Además tendrá buen cutis, porque eso se hereda y a mi edad, no tengo arrugas y jamás me salió un grano», dictaminó Clara al segundo día del nacimiento. Por esas razones no se preocuparon de prepararla para la vida, ya que los astros se habían combinado para dotarla de tantos dones. Su signo era Leo. Su abuela estudió su carta astral y anotó su destino con tinta blanca en un álbum de papel negro, donde pegó también unos mechones verdosos de su primer pelo, las uñas que le cortó al poco tiempo de nacer y varios retratos que permiten apreciarla tal como era: un ser extraordinariamente pequeño, casi calvo, arrugado y pálido, sin más signo de inteligencia humana que sus negros ojos relucientes, con una sabia expresión de ancianidad desde la cuna. Así los tenía su verdadero padre. Su madre quería llamarla Clara, pero su abuela no era partidaria de repetir los nombres en la familia, porque eso siembra confusión en los cuadernos de anotar la vida. Buscaron un nombre en un diccionario de sinónimos y descubrieron el suyo, que es el último de una cadena de palabras luminosas que quieren decir lo mismo. Años después Alba se atormentaba pensando que cuando ella tuviera una hija, no habría otra palabra con el mismo significado que pudiera servirle de nombre, pero Blanca le dio la idea de usar lenguas extranjeras, lo que ofrece una amplia variedad.
Alba estuvo a punto de nacer en un tren de trocha angosta, a las tres de la tarde, en medio del desierto. Eso habría sido fatal para su carta astrológica. Afortunadamente, pudo sujetarse dentro de su madre varias horas más y alcanzó a nacer en la casa de sus abuelos, el día, la hora y en el lugar exactos que más convenían a su horóscopo. Su madre llegó a la gran casa de la esquina sin previo aviso, desgreñada, cubierta de polvo, ojerosa y doblada en dos por el dolor de las contracciones con que Alba pujaba por salir, tocó la puerta con desesperación y cuando le abrieron, cruzó como una tromba, sin detenerse hasta el costurero, donde Clara estaba terminando el último primoroso vestido para su futura nieta. Allí Blanca se desplomó, después de su largo viaje, sin alcanzar a dar ninguna explicación, porque el vientre le reventó con un hondo suspiro líquido y sintió que toda el agua del mundo corría entre sus piernas con un gorgoriteo furioso. A los gritos de Clara acudieron los sirvientes y Jaime, que en esos días estaba siempre en la casa rondando a Amanda. La trasladaron a la habitación de Clara y mientras la acomodaban sobre la cana k, le arrancaban a tirones la ropa del cuerpo, Alba comenzó a asomar su minúscula humanidad. Su río Jaime, que había asistido a algunos partos en el hospital, la ayudó a nacer, agarrándola firmemente de las nalgas con la mano derecha, mientras con los dedos de la mano izquierda tanteaba en la oscuridad, buscando el cuello de la criatura, para separar el cordón umbilical que la estrangulaba. Entretanto Amanda, que llegó corriendo, atraída por el alboroto, apretaba el vientre a Blanca con todo el peso de su cuerpo y Clara, inclinada sobre el rostro sufriente de su hija, le acercaba a la nariz un colador de té cubierto con un trapo, donde destilaban unas gotas de éter. Alba nació con rapidez. Jaime le quitó el cordón del cuello, la sostuvo en el aire boca abajo y de dos sonoras bofetadas la inició
en el sufrimiento de la vida y la mecánica de la respiración, pero Amanda, que había leído sobre las costumbres de las tribus africanas v predicaba la vuelta a la naturaleza, le arrebató la recién nacida de las enanos y la colocó amorosamente sobre el vientre tibio de su madre, donde encontró algún consuelo a la tristeza de nacer. Madre e hija permanecieron descansando, desnudas y abrazadas, mientras los demás limpiaban los vestigios del parto v se afanaban con las sábanas nuevas y los primeros pañales. En la emoción de esos momentos, nadie se fijó en la puerta entreabierta del armario, donde el pequeño Miguel observaba la escena paralizado de miedo, grabando para siempre en su memoria la visión del gigantesco globo atravesado de venas y coronado por un ombligo sobresaliente, de donde salió aquel ser amoratado, envuelto en una horrenda tripa azul.
Inscribieron a Alba en el Registro Civil y en los libros de la parroquia, con el apellido francés de su padre, pero ella no llegó a usarlo, porque el de su madre era más fácil de deletrear. Su abuelo, Esteban Trueba, jamás estuvo de acuerdo con ese mal hábito, porque, tal como decía cada vez que le daban la oportunidad, se había tomado muchas molestias para que la niña tuviera un padre conocido y un apellido respetable y no tuviera que usar el de la madre, como si fuera hija de la vergüenza y del pecado. Tampoco permitió que se dudara de la legítima paternidad del conde y siguió esperando, contra toda lógica, que tarde o temprano se notara la elegancia de modales y el fino encanto del francés en la silenciosa y desmañada nieta que deambulaba por su casa. Clara tampoco hizo mención del asunto hasta mucho tiempo después, en una ocasión en que vio a la niña jugando entre las destruidas estatuas del jardín y se dio cuenta de que no se parecía a nadie de la familia y mucho menos a Jean de Satigny.
— ¿A quién habrá sacado esos ojos de viejo? — preguntó la abuela. — Los ojos son del padre–respondió Blanca distraídamente. — Pedro Tercero García, supongo–dijo Clara.
— Ajá–asintió Blanca.
Fue la única vez que se habló del origen de Alba en el seno de la familia, porque tal como Clara anotó, el asunto carecía por completo de importancia, ya que de todos modos, Jean de Satigny había desaparecido de sus vidas. No volvieron a saber de él y nadie se tomó la molestia de averiguar su paradero, ni siquiera para legalizar la situación de Blanca, que carecía de las libertades de una soltera y tenía todas las limitaciones de una mujer casada, pero no tenía marido. Alba nunca vio un retrato del conde, porque su madre no dejó ningún rincón de la casa sin revisar, hasta destruirlos todos, incluso aquellos en que aparecía de su brazo el día de la boda. Había tomado la decisión de olvidar al hombre con quien se casó y hacer cuenta que nunca existió. No volvió a hablar de él y tampoco ofreció una explicación por su huida del domicilio conyugal. Clara, que había pasado nueve años muda, conocía las ventajas del silencio, de modo que no hizo preguntas a su hija y colaboró en la tarea de borrar a Jean de Satigny de los recuerdos. A Alba le dijeron que su padre había sido un noble caballero, inteligente y distinguido, que tuvo la desgracia de morir de fiebre en el desierto del Norte. Fue uno de los pocos infundios que tuvo que soportar en su infancia, porque en todo lo demás estuvo en estrecho contacto con las prosaicas verdades de la existencia. Su tío Jaime se encargó de destruir el mito de los niños que surgen de los repollos o son transportados desde París por las cigüeñas y su tío Nicolás el de los Reyes Magos, las hadas y los cucos. Alba tenía pesadillas en las que veía la muerte de su padre. Soñaba con un hombre joven, hermoso y enteramente vestido de blanco, con zapatos de charol del mismo color y un sombrero de pajilla, caminando por el desierto a pleno sol. En su sueño, el caminante acortaba el paso, vacilaba, iba más y más lento, tropezaba y caía, se levantaba y volvía a caer, abrasado por el calor, la fiebre y la sed. Se arrastraba de rodillas un trecho sobre las ardientes arenas, pero finalmente