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— Si no muere picado de cobra o de alguna peste extranjera, espero que vuelva convertido en un hombre, porque ya estoy harto de sus extravagancias–le dijo su padre al despedirle en el muelle.

Nicolás pasó un año como pordiosero, recorriendo a pie los caminos de los yogas, a pie por el Himalaya, a pie por Katmandú, a pie por el Ganges y a pie por Benarés. Al cabo de esa peregrinación tenía la certeza de la existencia de Dios y había aprendido a atravesarse alfileres de sombrero por las mejillas y la piel del pecho y a vivir casi sin comer. Lo vieron llegar a la casa un día cualquiera, sin previo aviso, con un pañal de infante cubriendo sus vergüenzas, el pellejo pegado a los huesos y ese aire extraviado que se observa en la gente que se nutre sólo de verduras. Llegó acompañado por un par de carabineros incrédulos, que estaban dispuestos a llevarlo preso a menos que pudiera demostrar que era en verdad el hijo del senador Trueba, y por una comitiva de niños que lo seguían tirándole basura y burlándose. Clara fue la única que no tuvo dificultad en reconocerlo. Su padre tranquilizó a los carabineros y ordenó a Nicolás que se diera un baño y se pusiera ropa de cristiano si quería vivir en su casa, pero Nicolás lo miró como si no lo viera y no le contestó. Se había vuelto vegetariano. No probaba la carne, la leche ni los huevos, su dieta era la de un conejo y poco a poco su rostro

ansioso fue pareciéndose al de ese animal. Masticaba cada bocado de sus escasos alimentos cincuenta veces. Las comidas se convirtieron en un ritual eterno en el que Alba se quedaba dormida sobre el plato vacío y los sirvientes con las bandejas en la cocina, mientras él rumiaba ceremoniosamente, por eso Esteban Trueba dejó de ir a la casa y hacía todas sus comidas en el Club. Nicolás aseguraba que podía caminar descalzo sobre las brasas pero cada vez que se dispuso a demostrarlo, a Clara le dio un ataque de asma y tuvo que desistir. Hablaba en parábolas asiáticas no siempre comprensibles. Sus únicos intereses eran de orden espiritual. El materialismo de la vida doméstica le molestaba tanto como los excesivos cuidados de su hermana y su madre, que insistían en alimentarlo y vestirlo, y la persecución fascinada de Alba, que lo seguía por toda la casa como un perrito, rogándole que le enseñara a pararse de cabeza y atravesarse alfileres. Permaneció desnudo aun cuando el invierno se dejó caer con todo su rigor. Podía mantenerse casi tres minutos sin respirar y estaba dispuesto a realizar esa hazaña cada vez que alguien se lo pedía, lo que ocurría con frecuencia. Jaime decía que era una lástima que el aire fuera gratis, porque sacó la cuenta que Nicolás respiraba la mitad que una persona normal, aunque eso no parecía afectarlo en absoluto. Pasó el invierno comiendo zanahorias, sin quejarse del frío, encerrado en su habitación, llenando páginas y páginas con su minúscula letra en tinta negra. Al aparecer los primeros síntomas de la primavera, anunció que su libro estaba listo. Tenía mil quinientas páginas y pudo convencer a su padre y a su hermano Jaime que se lo financiaran, a cuenta de las ganancias que se obtendrían de la venta. Después de corregidas e impresas, las mil y tantas cuartillas manuscritas se redujeron a seiscientas páginas de un voluminoso tratado sobre los noventa y nueve nombres de Dios y la forma de llegar al Nirvana mediante ejercicios respiratorios. No tuvo el éxito esperado y los cajones con la edición terminaron sus días en el sótano, donde Alba los usaba como ladrillos para construir trincheras, hasta que muchos años después sirvieron para alimentar una hoguera infame.

Tan pronto salió el libro de la imprenta, Nicolás lo sostuvo amorosamente en sus manos, recuperó su perdida sonrisa de hiena, se puso ropa decente y anunció que había llegado el momento de entregar La Verdad a sus coetáneos que permanecían en las tinieblas de la ignorancia. Esteban Trueba le recordó su prohibición de usar la casa como academia y le advirtió que no iba a tolerar que metiera ideas paganas en la cabeza de Alba y, mucho menos, que le enseñara trucos de faquir. Nicolás se fue a predicar al cafetín de la universidad, donde consiguió un impresionante número de adeptos para sus cursos de ejercicios espirituales y respiratorios. En sus ratos libres paseaba en moto y enseñaba a su sobrina a vencer el dolor y otras debilidades de la carne. Su método consistía en identificar aquellas cosas que le producían temor. La niña, que tenía cierta inclinación por lo macabro, se concentraba de acuerdo con las instrucciones de su tío y lograba visualizar, como si lo estuviera viendo, la muerte de su madre. La veía lívida, fría, con sus hermosos ojos moros cerrados, tendida en un ataúd. Oía el llanto de la familia. Veía la procesión de amigos que entraban en silencio, dejaban sus tarjetas de visita en una bandeja y salían cabizbajos. Sentía el olor de las flores, el relincho de los caballos empenachados de la carroza funeraria. Sufría su dolor de pies dentro de sus zapatos nuevos de luto. Imaginaba su soledad, su abandono, su orfandad. Su tío la ayudaba a pensar en todo eso sin llorar, relajarse y no oponer resistencia al dolor, para que éste la atravesara sin permanecer en ella. Otras veces Alba se apretaba un dedo en la puerta y aprendía a soportar el quemante ardor sin quejarse. Si lograba pasar toda la semana sin llorar, superando las pruebas que le ponía Nicolás, ganaba un premio, que consistía casi siempre en un paseo a toda velocidad en la moto, lo cual era una experiencia inolvidable. En una ocasión se metieron entre un rebaño de vacas que cruzaba el establo, en un camino de las

afueras de la ciudad donde llevó a su sobrina para pagar el premio. Ella recordará siempre los cuerpos pesados de los animales, su torpeza, sus colas embarradas golpeándole la cara, el olor a boñiga, los cuernos que la rozaban y su propia sensación de vacío en el estómago, de vértigo maravilloso, de increíble excitación, mezcla de apasionada curiosidad y de terror, que sólo volvió a sentir en instantes fugaces de su vida.

Esteban Trueba, que siempre había tenido dificultad para expresar su necesidad de afecto y que desde que se deterioraron sus relaciones matrimoniales con Clara no tenía acceso a la ternura, volcó en Alba sus mejores sentimientos. La niña le importaba más de lo que nunca le importaron sus propios hijos. Cada mañana ella iba en pijama a la pieza de su abuelo, entraba sin golpear y se introducía en su cama. Él fingía despertar sobresaltado, aunque en realidad la estaba esperando y gruñía que no le molestara, que se fuera a su habitación y lo dejara dormir. Alba le hacía cosquillas hasta que, aparentemente vencido, él la autorizaba para que buscara el chocolate que escondía para ella. Alba conocía todos los escondites y su abuelo los usaba siempre en el mismo orden, pero para no defraudarlo se afanaba un buen rato buscando y daba gritos de júbilo al encontrarlo. Esteban nunca supo que su nieta odiaba el chocolate y que lo comía por amor a él. Con esos juegos matinales, el senador satisfacía su necesidad de contacto humano. El resto del día estaba ocupado en el Congreso, el Club, el golf, los negocios y sus conciliábulos políticos. Dos veces al año iba a Las Tres Marías con su nieta por dos o tres semanas. Ambos regresaban bronceados, más gordos y felices. Allí destilaban un aguardiente casero que servía para beberlo, para encender la cocina, para desinfectar heridas y matar cucarachas y que ellos llamaban pomposamente «vodka». Al final de su vida, cuando los noventa años lo habían convertido en un viejo árbol retorcido y frágil, Esteban Trueba recordaría esos momentos con su nieta como los mejores de su existencia, y ella también guardó siempre en la memoria la complicidad de esos viajes al campo de la mano con su abuelo, los paseos al anca de su caballo, los atardeceres en la inmensidad de los potreros, las largas noches junto a la chimenea del salón contando cuentos de aparecidos y dibujando.

Las relaciones del senador Trueba con el resto de su familia no hicieron más que empeorar con el tiempo. Una vez por semana, los sábados, se reunían a cenar alrededor de la gran mesa de encina que había estado siempre en la familia y que antes perteneció a los Del Valle, es decir, venía de la más antigua antigüedad, y había servido para velar a los muertos, para bailes flamencos y otros oficios impensados. Sentaban a Alba entre su madre y su abuela, con un almohadón en la silla para que su nariz alcanzara la altura del plato. La niña observaba a los adultos con fascinación, su abuela radiante, con los dientes puestos para la ocasión, dirigiendo mensajes cruzados a su marido a través de sus hijos o los sirvientes, Jaime haciendo alarde de mala educación, eructando después de cada plato y escarbándose los dientes con el dedo meñique para molestar a su padre, Nicolás con los ojos entrecerrados masticando cincuenta veces cada bocado y Blanca parloteando de cualquier cosa para crear la ficción de una cena normal. Trueba se mantenía relativamente silencioso hasta que lo traicionaba su mal carácter y empezaba a pelear con su hijo Jaime por razones de pobres, de votaciones, de socialistas y de principios, o a insultar a Nicolás por sus iniciativas de elevarse en globo y practicar acupuntura con Alba, o castigar a Blanca con sus réplicas brutales, su indiferencia y sus advertencias inútiles de que había arruinado su vida y que no heredaría ni un peso de él. A la única que no hacía frente era a Clara, pero con ella casi no hablaba. En ocasiones Alba sorprendía los ojos de su abuelo prendidos en Clara, se la quedaba mirando y se iba poniendo blanco y dulce hasta parecer un anciano desconocido. Pero eso no ocurría con frecuencia, lo normal era que los esposos se ignoraran. Algunas veces el senador Trueba perdía el control y