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El funeral de Clara fue un acontecimiento. Ni yo mismo me pude explicar de dónde salió tanta gente dolida por la muerte de mi mujer. No sabía que conociera a todo el mundo. Desfilaron procesiones interminables estrechándomela mano, una cola de automóviles trancó todos los accesos al cementerio y acudieron unas insólitas delegaciones de indigentes, escolares, sindicatos obreros, monjas, niños mongólicos, bohemios y espirituados. Casi todos los inquilinos de Las Tres Marías viajaron, algunos por primera vez en sus vidas, en camiones y en tren para despedirla. En la muchedumbre vi a Pedro Segundo García, a quien no había vuelto a ver en muchos años. Me acerqué a saludarlo, pero no respondió a mi señal. Se aproximó cabizbajo a la tumba abierta y arrojó sobre el ataúd de Clara un ramo medio marchito de flores silvestres que tenían la apariencia de haber sido robadas de un jardín ajeno. Estaba llorando.

Alba, tomada de mi mano, asistió a los servicios fúnebres. Vio descender el ataúd en la tierra, en el lugar provisorio que le habíamos conseguido, escuchó los interminables discursos exaltando las únicas virtudes que su abuela no tuvo y cuando regresó a la casa, corrió a encerrarse en el sótano a esperar que el espíritu de Clara se comunicara con ella, tal cual se lo había prometido. Allí la encontré sonriendo dormida, sobre los restos apolillados de Barrabás.

Esa noche no pude dormir. En mi mente se confundían los dos amores de mi vida, Rosa, la del pelo verde, y Clara clarividente, las dos hermanas que tanto amé. Al amanecer decidí que si no las había tenido en vida, al menos me acompañarían en la muerte, de modo que saqué del escritorio unas hojas de papel y me puse a dibujar el más digno y lujoso mausoleo, de mármol italiano color salmón con estatuas del mismo material que representarían a Rosa y a Clara con alas de ángeles, porque ángeles habían sido y seguirían siendo. Allí entre las dos, seré enterrado algún día.

Quería morir lo antes posible, porque la vida sin mi mujer no tenía sentido para mí. No sabía que todavía tenía mucho que hacer en este mundo. Afortunadamente Clara ha regresado, o tal vez nunca se fue del todo. A veces pienso que la vejez me ha trastornado el cerebro y que no se puede pasar por alto el hecho de que la enterré hace veinte años. Sospecho que ando viendo visiones, como un anciano lunático. Pero esas dudas se disipan cuando la veo pasar por mi lado y oigo su risa en la terraza, sé que me acompaña, que me ha perdonado todas mis violencias del pasado y que está

más cerca de mí de lo que nunca estuvo antes. Sigue viva y está conmigo, Clara clarísima…

La muerte de Clara trastornó por completo la vida de la gran casa de la esquina. Los tiempos cambiaron. Con ella se fueron los espíritus, los huéspedes y aquella luminosa alegría que estaba siempre presente debido a que ella no creía que el mundo fuera un valle de lágrimas, sino, por el contrario, una humorada de Dios, y por lo mismo era una estupidez tomarlo en serio, si Él mismo no lo hacía. Alba notó el deterioro desde los primeros días. Lo vio avanzar lento, pero inexorable. Lo percibió antes que nadie por las flores que se marchitaron en los jarrones, impregnando el aire con un olor dulzón y nauseabundo, donde permanecieron hasta secarse, se deshojaron, se cayeron y quedaron sólo unos tallos mustios que nadie retiró hasta mucho tiempo después. Alba no volvió a cortar flores para adornar la casa. Luego murieron las plantas porque nadie se acordó de regarlas ni de hablarles, como hacía Clara. Los gatos se fueron calladamente, tal como llegaron o nacieron en los vericuetos del tejado. Esteban Trueba se vistió de negro y pasó, en una noche, de su recia madurez de varón saludable, a una incipiente vejez encogida y tartamudeante, que no tuvo, sin embargo, la virtud de calmarle la ira. Llevó su riguroso luto por el resto de su vida, incluso cuando eso pasó de moda y nadie se lo ponía, excepto los pobres, que se ataban una cinta negra en la manga en señal de duelo. Se colgó al cuello una bolsita de gamuza suspendida de una cadena de oro, debajo de la camisa, junto a su pecho. Eran los dientes postizos de su mujer, que para él tenían un significado de buena suerte y de expiación. Todos en la familia sintieron que sin Clara se perdía la razón de estar juntos: no tenían casi nada que decirse. Trueba se dio cuenta de que lo único que lo retenía en su hogar era la presencia de su nieta.

En el transcurso de los años siguientes la casa se convirtió en una ruina. Nadie volvió a ocuparse del jardín, para regarlo o para limpiarlo, hasta que pareció tragado por el olvido, los pájaros y la mala yerba. Aquel parque geométrico que mandó plantar Trueba, siguiendo los diseños de los jardines de los palacios franceses, y la zona encantada donde reinaba Clara en el desorden y la abundancia, la lujuria de las flores y el caos de los filodendros, se fueron secando, pudriendo, enmalezando. Las estatuas ciegas y las fuentes cantarinas se taparon de hojas secas, excremento de pájaro y musgo. Las pérgolas, rotas y sucias, sirvieron de refugio a los bichos y de basurero a los vecinos. El parque se convirtió en un tupido matorral de pueblo abandonado, donde apenas se podía andar sin abrirse paso a machetazos. La macrocarpa que antes podaban con pretensiones barrocas, terminó desesperanzada, contrahecha y atormentada por los caracoles y las pestes vegetales. En los salones, poco a poco las cortinas se desprendieron de sus ganchos y colgaron como enaguas de anciana, polvorientas y desteñidas. Los muebles pisoteados por Alba que jugaba a las casitas y a las trincheras en ellos, se transformaron en cadáveres con los resortes al aire y el gran gobelino del salón perdió su pulquérrima impavidez de escena bucólica de Versalles y fue usado como blanco de los dardos de Nicolás y su sobrina. La cocina se cubrió de grasa y de hollín, se llenó de tarros vacíos y pilas de periódicos y dejó de producir las grandes fuentes de leche asada y los guisos perfumados de antaño. Los habitantes de la casa se resignaron a comer garbanzos y arroz con leche casi a diario, porque nadie se atrevía a hacer frente al desfile de cocineras verruguientas, enojadas y despóticas que reinaron por turnos entre las cacerolas renegridas por el mal uso. Los temblores de tierra, los portazos y el bastón de Esteban Trueba abrieron grietas en las murallas y astillaron las puertas, se soltaron las persianas de los goznes y nadie tomó la iniciativa de repararlas. Empezaron a gotear las llaves, a filtrarse las cañerías, a romperse las tejas, a aparecer manchas verdosas de humedad en los muros. Sólo el

cuarto tapizado de seda azul de Clara permaneció intacto. En su interior quedaron los muebles de madera rubia, dos vestidos de algodón blanco, la jaula vacía del canario, la cesta con tejidos inconclusos, sus barajas mágicas, la mesa de tres patas y las rumas de cuadernos donde anotó la vida durante cincuenta años y que mucho tiempo después, en la soledad de la casa vacía y el silencio de los muertos y los desaparecidos, yo ordené y leí con recogimiento para reconstruir esta historia.

Jaime y Nicolás perdieron el poco interés que tenían en la familia y no tuvieron compasión por su padre, que en su soledad procuró inútilmente construir con ellos una amistad que llenara el vacío dejado por una vida de malas relaciones. Vivían en la casa porque no tenían un lugar más conveniente donde comer y dormir, pero pasaban como sombras indiferentes, sin detenerse a ver el estropicio. Jaime ejercía su oficio con vocación de apóstol y con la misma tenacidad con que su padre sacó del abandono a Las Tres Marías y amasó una fortuna, él dejaba sus fuerzas trabajando en el hospital y atendiendo a los pobres gratuitamente en sus horas libres.