— Cuando esto termine, se los pagaremos al concesionario. Es un trabajador como cualquier otro–dijo.
Hacia frío. El único que no se quejaba de nada, ni siquiera de la sed, era Sebastián Gómez. Parecía tan incansable como Miguel, a pesar de que lo doblaba en edad y tenía aspecto de tuberculoso. Era el único profesor que quedó con los estudiantes cuando tomaron el edificio. Decían que sus piernas baldadas eran la consecuencia de una
ráfaga de metralla en Bolivia. Era el ideólogo que hacía arder en sus alumnos la llama que la mayoría vio apagarse cuando abandonaron la universidad y se incorporaron al mundo que en su primera juventud creyeron poder cambiar. Era un hombre pequeño, enjuto, de nariz aguileña y pelo ralo, animado por un fuego interior que no le daba tregua. A él le debía Alba el apodo de «condesa», porque el primer día su abuelo tuvo la mala idea de mandarla a clases en el automóvil con chofer y el profesor la divisó. El apodo era un acierto casual, porque Gómez no podía saber que, en el caso improbable de que ella algún día quisiera hacerlo, podía desenterrar el título de nobleza de Jean de Satigny que era una de las pocas cosas auténticas que tenía el conde francés que le dio el apellido. Alba no le guardaba rencor por el sobrenombre burlón, por el contrario, algunas veces había fantaseado con la idea de seducir al esforzado profesor. Pero Sebastián Gómez había visto a muchas niñas como Alba y sabía distinguir esa mezcla de compasión y curiosidad que provocaban sus muletas sosteniendo sus pobres piernas de trapo.
Así pasó todo el día, sin que el Grupo Móvil moviera sus tanquetas y sin que el gobierno cediera ante las demandas de los trabajadores. Alba empezó a preguntarse qué diablos estaba haciendo en ese lugar, porque el dolor de vientre se estaba haciendo insoportable y la necesidad de lavarse en un baño con agua corriente empezaba a obsesionarla. Cada vez que miraba hacia la calle y veía a los carabineros se le llenaba la boca de saliva. Para entonces ya se había dado cuenta que los entrenamientos de su tío Nicolás no eran tan efectivos en el momento de la acción como en la ficción de los sufrimientos imaginarios. Dos horas después Alba sintió entre las piernas una viscosidad tibia y vio sus pantalones manchados de rojo. La invadió tina sensación de pánico. Durante esos días el temor de que eso ocurriera la atormentó casi tanto como el hambre. La mancha en sus pantalones era como una bandera. No intentó disimularla. Se encogió en un rincón sintiéndose perdida. Cuando era pequeña, su abuela le había enseñado que las cosas propias de la función humana son naturales y podía hablar de la menstruación como de la poesía, pero más tarde, en el colegio, se enteró que todas las secreciones del cuerpo, menos las lágrimas, son indecentes. Miguel se dio cuenta de su bochorno y su angustia, salió a buscar a la improvisada enfermería un paquete de algodón y consiguió unos pañuelos, pero al poco rato se dieron cuenta que no era suficiente y al anochecer Alba lloraba de humillación y de dolor, asustada por las tenazas en sus entrañas y por ese gorgoriteo sangriento que no se parecía en nada a lo de otros meses. Creía que algo se le estaba reventando dentro. Ana Díaz, una estudiante que, como Miguel, llevaba la insignia del puño alzado, hizo la observación de que eso sólo duele a las mujeres ricas, porque las proletarias no se quejan ni cuando están pariendo, pero al ver que los pantalones de Alba eran un charco y que estaba pálida como un moribundo, fue a hablar con Sebastián Gómez. Éste se declaró incapaz de resolver el problema.
— Esto pasa por meter a las mujeres en cosas de hombres–bromeó.
— ¡No! ¡Esto pasa por meter a los burgueses en las cosas del pueblo! — replicó la joven indignada.
Sebastián Gómez fue hasta el rincón donde Miguel había acomodado a Alba y se deslizó a su lado con dificultad, debido a las muletas.
— Condesa, tienes que irte a tu casa. Aquí no contribuyes en nada, al contrario, eres una molestia–le dijo.
Alba sintió una oleada de alivio. Estaba demasiado asustada y ésa era una honrosa salida que le permitiría volver a su casa sin que pareciera cobardía. Discutió un poco con Sebastián Gómez para salvar la cara, pero aceptó casi enseguida que Miguel saliera con una bandera blanca a parlamentar con los carabineros. Todos lo observaron
desde las mirillas mientras cruzaba el estacionamiento vacío. Los carabineros habían estrechado filas y le ordenaron, con un altoparlante, detenerse, depositar la bandera en el suelo y avanzar con las manos en la nuca.
— ¡Esto parece una guerra! — comentó Gómez.
Poco después regresó Miguel y ayudó a Alba a ponerse en pie. La misma joven que antes había criticado los quejidos de Alba, la tomó de un brazo y los tres salieron del edificio sorteando las barricadas y los sacos de tierra, iluminados por los potentes reflectores de la policía. Alba apenas podía caminar, se sentía avergonzada y le daba vueltas la cabeza. Una patrulla les salió al paso a medio camino y Alba se encontró a pocos centímetros de un uniforme verde y vio una pistola que la apuntaba a la altura de la nariz. Levantó la vista y enfrentó un rostro moreno con ojos de roedor. Supo al punto quién era: Esteban García.
— ¡Veo que es la nieta del senador Trueba! — exclamó García con ironía.
Así se enteró Miguel de que ella no le había dicho toda la verdad. Sintiéndose traicionado, la depositó en las manos del otro, dio media vuelta y regresó arrastrando su bandera blanca por el suelo, sin darle ni una mirada de despedida, acompañado por Ana Díaz, que iba tan sorprendida y furiosa como él.
— ¿Qué te pasa? — preguntó García señalando con su pistola los pantalones de Alba-. ¡Parece un aborto!
Alba enderezó la cabeza y lo miró a los ojos.
— Eso no le importa. ¡Lléveme a mi casa! — ordenó copiando el tono autoritario que empleaba su abuelo con todos los que no consideraba de su misma clase social.
García vaciló. Hacía mucho tiempo que no oía una orden en boca de un civil y tuvo la tentación de llevarla al retén y dejarla pudriéndose en una celda, bañada en su propia sangre, hasta que le rogara de rodillas, pero en su profesión había aprendido la lección de que había otros mucho más poderosos que él y que no podía darse el lujo de actuar con impunidad. Además, el recuerdo de Alba con sus vestidos almidonados tomando imonada en la terraza de Las Tres Marías, mientras él arrastraba los pies desnudos en el patio de las gallinas y se sorbía los mocos, y el temor que todavía le tenía al viejo Trueba, fueron más fuertes que su deseo de humillarla. No pudo sostener la mirada de la muchacha y agachó imperceptiblemente la cabeza. Dio media vuelta, ladró una breve frase y dos carabineros llevaron a Alba de los brazos hasta un carro de la policía. Así llegó a su casa. Al verla, Blanca pensó que se habían cumplido los pronósticos del abuelo y la policía había arremetido a palos contra los estudiantes. Empezó a chillar y no paró hasta que Jaime examinó a Alba y le aseguró que no estaba herida y que no tenía nada que no se pudiera curar con un par de inyecciones y reposo.
Alba pasó dos días en la cama, durante los cuales se disolvió pacíficamente la huelga de los estudiantes. El ministro de Educación fue relevado de su puesto y lo trasladaron al Ministerio de Agricultura.