— Si pudo ser ministro de Educación sin haber terminado la escuela, igual puede ser ministro de Agricultura sin haber visto en su vida una vaca entera–comentó el senador Trueba.
Mientras estuvo en la cama, Alba tuvo tiempo para repasar las circunstancias en que había conocido a Esteban García. Buscando muy atrás en las imágenes de la infancia, recordó a un joven moreno, la biblioteca de la casa, la chimenea encendida con grandes leños de espino perfumando el aire, la tarde o la noche, y ella sentada sobre sus rodillas. Pero esa visión entraba y salía fugazmente de su memoria y llegó a dudar
de haberla soñado. El primer recuerdo preciso que tenía de él era posterior. Sabía la fecha exacta porque fue el día que cumplió catorce años y su madre lo anotó en el álbum negro que inició su abuela cuando ella nació. Para la ocasión se había encrespado el pelo y estaba en la terraza, con el abrigo puesto, esperando que llegara su tío Jaime para llevarla a comprar su regalo. Hacía mucho frío, pero a ella le gustaba el jardín en invierno. Se sopló las manos y se subió el cuello del abrigo para protegerse las orejas. Desde allí podía ver la ventana de la biblioteca, donde su abuelo hablaba con un hombre. El vidrio estaba empañado, pero pudo reconocer el uniforme de los carabineros y se preguntó qué podía estar haciendo si¡ abuelo con uno de ellos en su despacho. El hombre daba la espalda a la ventana y estaba sentado rígidamente en la punta de una silla, con la espalda tiesa y un aire patético de soldadito de plomo. Alba estuvo mirándolos un rato, hasta que calculó que su tío estaba por llegar, entonces caminó por el jardín hasta una glorieta semidestruida, golpeándose las manos para entrar y se sentó a esperar. Poco después, la encontró allí mismo Esteban García, cuando salió de la casa y tuvo que cruzar el jardín para dirigirse a la reja. Al verla se detuvo bruscamente. Miró hacia todos lados, vaciló y luego se acercó.
— ¿Te acuerdas de mí? — preguntó García.
— No… — dudó ella.
— Soy Esteban García. Nos conocimos en Las Tres Marías.
Alba sonrió mecánicamente. Le traía un mal recuerdo a la memoria. Había algo en sus ojos que le producía inquietud, pero no pudo precisarlo. García barrió con la mano las hojas y se sentó a su lado en la glorieta, tan cerca, que sus piernas se tocaban.
— Este jardín parece una selva–dijo, respirándole muy cerca. Se quitó la gorra del uniforme y ella vio que tenía el pelo muy corto y tieso, peinado con gomina. De pronto, la mano de García se posó sobre su hombro. La familiaridad del gesto desconcertó a la muchacha, que por un momento se quedó paralizada, pero en seguida se echó hacia atrás, tratando de zafarse. La mano del carabinero le apretó el hombro, enterrándole los dedos a través de la gruesa tela de su abrigo. Alba sintió que el corazón le latía como una máquina y el rubor le cubrió las mejillas.
— Has crecido, .Alba, pareces casi una mujer–susurró el hombre en su oreja.
— Tengo catorce años, hoy los cumplo–balbuceó ella.
— Entonces tengo un regalo para ti–dijo Esteban García sonriendo con la boca torcida.
Alba trató de quitar la cara, pero él la sujetó firmemente con las dos manos, obligándola a enfrentarlo. Fue su primer beso. Sintió una sensación caliente, brutal, la piel áspera y mal afeitada le raspó la cara, sintió su olor a tabaco rancio y cebolla, su violencia. La lengua de García trató de abrirle los labios mientras con una mano le apretaba las mejillas hasta obligarla a despegar las mandíbulas. Ella visualizó esa lengua como un molusco baboso y tibio, la invadió la náusea y le subió una arcada del estómago, pero mantuvo los ojos abiertos. Vio la dura tela del uniforme y sintió las manos feroces que le rodearon el cuello y, sin dejar de besarla, sus dedos comenzaron a apretar. Alba creyó que se ahogaba y lo empujó con tal violencia que consiguió apartarlo. García se separó del banco y sonrió con burla. Tenía manchas rojas en las mejillas y respiraba agitadamente.
— ¿Te gustó mi regalo? — se rió.
Alba lo vio alejarse a grandes trancos por el jardín y se sentó a llorar. Se sentía sucia y humillada. Después corrió a la casa a lavarse la boca con jabón y cepillarse los dientes como si eso pudiera quitar la mancha de su memoria. Cuando llegó su tío
Jaime a buscarla, se colgó de su cuello, hundió la cara en su camisa y le dijo que no quería ningún regalo, porque había decidido meterse a monja. Jaime se echó a reír con una risa sonora y honda que le nacía de las entrañas y que ella sólo le había oído en muy pocas ocasiones, porque su tío era un hombre taciturno.
— ¡Te juro que es verdad! ¡Voy a meterme a monja! — sollozó Alba.
— Tendrías que nacer de nuevo–replicó Jaime-. Y además tendrías que pasar por encima de mi cadáver.
Alba no volvió a vera Esteban García hasta que lo tuvo a su lado en el estacionamiento de la universidad, pero nunca pudo olvidarlo. No contó a nadie de aquel beso repugnante ni de los sueños que tuvo después, en los que él aparecía como una bestia verde dispuesta a estrangularla con sus patas y asfixiarla introduciéndole un tentáculo baboso en la boca.
Recordando todo eso, Alba descubrió que la pesadilla había estado agazapada en su interior todos esos años y que García seguía siendo la bestia que la acechaba en las sombras, para saltarle encima en cualquier recodo de la vida. No podía saber que eso era una premonición.
A Miguel se le esfumó la decepción y la rabia de que Alba fuera nieta del senador Trueba, la segunda vez que la vio deambular como alma perdida por los pasillos cercanos a la cafetería donde se habían conocido. Decidió que era injusto culpar a la nieta por las ideas del abuelo y volvieron a pasear abrazados. Al poco tiempo los besos interminables se hicieron insuficientes y comenzaron a citarse en la pieza donde vivía Miguel. Era una pensión mediocre para estudiantes pobres, regentada por una pareja de edad madura con vocación para el espionaje. Observaban a Alba con indisimulada hostilidad cuando subía de la mano con Miguel a su habitación y para ella era un suplicio vencer su timidez y enfrentar la crítica de esas miradas que le arruinaban la dicha del encuentro. Para evitarlos prefería otras alternativas, pero tampoco aceptaba la idea de ir juntos a un hotel, por la misma razón que no quería ser vista en la pensión de Miguel.
— ¡Eres la peor burguesa que conozco! — se reía Miguel.
A veces él conseguía una moto prestada y se escapaban unas horas, viajando a una velocidad suicida, acaballados en la máquina, con las orejas heladas y el corazón ansioso. Les gustaba ir en invierno a las playas solitarias, andar sobre la arena mojada dejando sus huellas que el agua lamía, espantar a las gaviotas y respirar a bocanadas el aire del mar. En verano preferían los bosques más tupidos, donde podían retozar impunemente una vez que eludían a los niños exploradores y a los excursionistas. Pronto Alba descubrió que el lugar más seguro era su propia casa, porque en el laberinto y el abandono de los cuartos traseros, donde nadie entraba, podían amarse sin perturbaciones.
— Si las empleadas oyen ruidos, creerán que han vuelto los fantasmas–dijo Alba y le contó del glorioso pasado de espíritus visitantes y mesas voladoras de la gran casa de la esquina.
La primera vez que lo condujo a través de la puerta posterior del jardín, abriéndose paso en la maraña y sorteando las estatuas manchadas de musgo y cagadas de pájaro, el joven tuvo un sobresalto al ver la triste casona. «Yo he estado aquí antes», murmuró, pero no pudo recordar, porque esa selva de pesadilla y esa lúgubre mansión apenas guardaban semejanza con la luminosa imagen que había atesorado en la memoria desde su infancia.
Los enamorados probaron uno por uno los cuartos abandonados y terminaron improvisando un nido para sus amores furtivos en las profundidades del sótano. Hacía varios años que Alba no entraba allí y llegó a olvidar su existencia, pero en el momento en que abrió la puerta y respiró el inconfundible olor, volvió a sentir la mágica atracción de antes. Usaron los trastos, los cajones, la edición del libro del tío Nicolás, los muebles y los cortinajes de otros tiempos para acomodar una sorprendente cámara nupcial. Al centro improvisaron una cama con varios colchones, que cubrieron con unos pedazos de terciopelo apolillado. De los baúles extrajeron incontables tesoros. Hicieron sábanas con viejas cortinas de damasco color topacio, descosieron el suntuoso vestido de encaje de Chantilly que usó Clara el día en que murió Barrabás, para hacer un mosquitero color del tiempo, que los preservara de las arañas que se descolgaban bordando desde el techo. Se alumbraban con velas y hacían caso omiso de los pequeños roedores, del frío y de ese tufillo de ultratumba. En el crepúsculo eterno del sótano, andaban desnudos, desafiando a la humedad y a las corrientes de aire. Bebían vino blanco en copas de cristal que Alba sustrajo del comedor y hacían un minucioso inventario de sus cuerpos y de las múltiples posibilidades del placer. Jugaban como niños. A ella le costaba reconocer en ese joven enamorado y dulce que reía y retozaba en una inacabable bacanal, al revolucionario ávido de justicia que aprendía, en secreto, el uso de las armas de fuego y las estrategias revolucionarias. Alba inventaba irresistibles trucos de seducción y Miguel creaba nuevas y maravillosas formas de amarla. Estaban deslumbrados por la fuerza de su pasión, que era como un embrujo de sed insaciable. No alcanzaban las horas ni las palabras para decirse los más íntimos pensamientos y los más remotos recuerdos, en un ambicioso intento de poseerse mutuamente hasta la última estancia. Alba descuidó el violoncelo, excepto para tocarlo desnuda sobre el lecho de topacio, y asistía a sus clases en la universidad con un aire alucinado. Miguel también postergó su tesis y sus reuniones políticas, porque necesitaban estar juntos a toda hora y aprovechaban la menor distracción de los habitantes de la casa para deslizarse hacia el sótano. Alba aprendió a mentir y disimular. Pretextando la necesidad de estudiar de noche, dejó el cuarto que compartía con su madre desde la muerte de su abuela y se instaló en una habitación del primer piso que daba al jardín, para poder abrir la ventana a Miguel y llevarlo en puntillas a través de la casa dormida, hasta la guarida encantada. Pero no sólo se juntaban en las noches. La impaciencia del amor era a veces tan intolerable, que Miguel se arriesgaba a entrar de día, arrastrándose entre los matorrales, como un ladrón, hasta la puerta del sótano, donde lo esperaba Alba con el corazón en un hilo. Se abrazaban con la desesperación de una despedida y se escabullían a su refugio sofocados de complicidad.