Pese a sus esfuerzos por disimularlo, Sarah no pudo evitar poner cara de decepción. Phil siempre le hacía lo mismo. Ella confiaba en pasar el día con él y él encontraba un pretexto para no hacerlo.
Los domingos, por lo general, no se quedaba a comer y hoy no iba a ser diferente, lo que hacía aún más indignante que hubiera pasado el sábado con Dave. Pero esta vez Sarah se levantó sin decir una palabra. Estaba harta de ser la pedigüeña en la relación. Si Phil no quería pasar el día con ella, encontraría algo que hacer por su cuenta. Podía llamar a una amiga. Hacía tiempo que no salía con sus amigas porque los fines de semana estaban ocupadas con sus maridos e hijos. Le gustaba pasar los sábados a solas con Phil, y los domingos no le apetecía hacer de carabina con otra gente. Así pues, los dedicaba a visitar museos y anticuarios, paseaba por la playa de Fort Mason o trabajaba. Los domingos nunca habían sido santo de su devoción. Le parecía el día más solitario de la semana. Y ahora más que nunca. Cuando Phil se marchaba se tornaban en extremo agridulces. El silencio en su apartamento la deprimía profundamente. Y ya intuía que hoy no sería diferente.
Trató de pensar qué iba a hacer mientras se vestía. O por lo menos trató de fingir buen humor cuando salieron del apartamento para ir a desayunar. Phil llevaba puesta una cazadora de aviador marrón, unos vaqueros y una camisa azul, inmaculada y perfectamente planchada. En casa de Sarah guardaba la ropa justa para pasar el fin de semana y vestir decentemente. Había tardado casi tres años en dar ese paso. Y puede que dentro de otros tres, pensó tristemente Sarah, consienta quedarse hasta el domingo por la noche. O de cinco, se dijo con sarcasmo mientras bajaba detrás de Phil. Este estaba silbando y de un humor excelente.
Muy a su pesar, Sarah disfrutó enormemente del desayuno. Phil le contó divertidas anécdotas y un par de chistes escandalosos. Imitó a alguien de su oficina y, pese a tratarse de una tontería, la hizo reír. Lamentaba que no quisiera acompañarla a ver la casa de Stanley. No quería ir sola, así que decidió esperar a verla el lunes por la mañana con la agente inmobiliaria.
Phil estaba de buen humor y se zampó un copioso desayuno. Sarah tomó un capuchino y tostadas. Nunca podía comer cuando él se disponía a dejarla. Aunque el hecho se repetía todas las semanas, siempre la entristecía. En cierto modo, se sentía rechazada. El fin de semana no había estado mal, pero lo ocurrido el sábado había sido un jarro de agua fría. Por la noche disfrutaron de un sexo fabuloso. Pero las mañanas de los domingos eran demasiado cortas, y la de hoy no iba a ser diferente. Le aguardaba otro día deprimente y solitario. Era el precio que tenía que pagar por no estar casada, por no tener hijos o por no tener una relación más comprometida. El resto de la gente siempre parecía tener a alguien con quien pasar los domingos. Ella no. Y se cortaría los brazos y la cabeza antes que llamar a su madre. En opinión de Sarah, eso no era la solución. Prefería estar sola. Pero le habría gustado pasar el día con Phil.
Había aprendido a ocultar lo que sentía cuando él se marchaba los domingos por la mañana. Se las arreglaba para mostrarse alegre y a veces incluso bromista cuando la besaba fugazmente en los labios y la acompañaba a su casa. Esta vez Sarah le pidió que la dejara en el restaurante porque quería pasearse por las tiendas de la calle Union. Lo que no quería, en realidad, era entrar en su apartamento vacío. Se despidió animadamente con una mano, como siempre hacía cuando él se alejaba con el coche para retomar su vida. Fin del fin de semana.
Caminó hasta el puerto deportivo, se sentó en un banco y observó a la gente que hacía volar las cometas. Entrada la tarde subió a pie hasta Pacific Heights y su apartamento. No se molestó en hacer la cama. Tampoco quería cenar, pero finalmente se preparó una ensalada y sacó algunas carpetas de su cartera. Eran las carpetas de Stanley Perlman, y si había algo que le hacía ilusión era ver su casa. Se la imaginaba de mil maneras. Lamentaba no conocer su historia. Tenía intención de pedir a la agente inmobiliaria que indagara en ella antes de ponerla en venta, pero primero quería ver la casa. Intuía que se trataba de una casa excepcional. Esa noche, cuando se acostó, volvió a pensar en ella.
Estaba conciliando el sueño cuando sonó el teléfono. Era Phil. Le contó que había estado toda la tarde preparando declaraciones. Sonaba cansado.
– Te echo de menos -dijo con voz tierna. Era la voz que siempre conseguía acelerar el corazón de Sarah. La voz del hombre que la noche antes le había hecho el amor con gran pasión y habilidad. Se recostó en la cama y cerró los ojos.
– Yo también -susurró.
– Pareces dormida -dijo él con dulzura.
– Lo estoy.
– ¿Estabas pensando en mí mientras te dormías? -Su voz sonó más sensual que nunca y Sarah rió.
– No -dijo, girando sobre un costado y contemplando el lado de la cama donde Phil había dormido esa noche. Ahora se le antojaba tremendamente vacío. Su almohada estaba tirada en el suelo-. Estaba pensando en la casa de Stanley Perlman. Estoy impaciente por verla.
– Estás obsesionada con esa casa -repuso él. Parecía decepcionado. Le gustaba cuando ella pensaba en él. Como Sarah le decía a menudo, todo tenía que girar alrededor de él. Y Phil no siempre lo negaba.
– ¿Eso crees? -lo provocó Sarah-. Pensaba que estaba obsesionada contigo.
– Más te vale -dijo satisfecho-. Yo estaba pensando en la noche de ayer. Cada vez lo pasamos mejor, ¿no crees?
Ella sonrió.
– Sí -convino, pero no estaba segura de que eso fuera bueno. Las más de las veces el excelente sexo que tenían no le dejaba ver claro. En su relación no era fácil separar el grano de la paja. Su vida sexual era, decididamente, grano. Pero en otros aspectos había mucha paja.
– Mañana he de madrugar. Solo quería darte un beso de buenas noches antes de acostarme y decirte que te echo de menos.
Sarah quiso recordarle que eso tenía fácil solución, pero se contuvo.
– Gracias.
Estaba conmovida. Era un detalle muy dulce. Phil era un hombre dulce, aunque a veces la defraudara. Puede que todos los hombres lo hicieran, puede que fuera algo intrínseco a las relaciones, se dijo. No estaba segura, nunca lo estaba. Esa era la relación más larga que había tenido en su vida. Con anterioridad siempre había estado demasiado ocupada con la universidad y el trabajo para comprometerse de lleno con un hombre.
– Te quiero, nena… -le dijo Phil con esa voz ronca que la derretía por dentro.
– Yo también te quiero, Phil… Te echaré de menos esta noche.
– Y yo. Te llamaré mañana.
Lo que más la entristecía era que Phil lograra disipar el acercamiento que habían conseguido durante el fin de semana creando nuevamente una distancia entre ellos durante la semana. No quería o no podía mantener la intimidad que se establecía entre ellos. Parecía sentirse más seguro manteniendo a Sarah a un brazo de distancia. Pero la noche antes ese brazo de distancia, decididamente, no había existido.
Después de colgar Sarah se quedó pensando en Phil. Se había salido con la suya. Estaba pensando en él y no en la casa de Stanley. Los ojos se le cerraron y antes de que se diera cuenta la alarma del despertador sonó y el sol estaba entrando por su ventana. Era lunes por la mañana y tenía que levantarse.
Una hora después salía apresuradamente de casa en dirección a Starbucks. Necesitaba una taza de café antes de reunirse en casa de Stanley con la agente inmobiliaria. Tenía la sensación de que estaba a punto de emprender la búsqueda de un tesoro. Se bebió el café y leyó el periódico en el coche mientras esperaba a la agente frente a la casa. Estaba tan enfrascada en la lectura que no reparó en la llegada de la mujer hasta que oyó unos golpecitos en la ventanilla.