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Apretó enseguida el botón y la ventanilla bajó con rapidez. La mujer que había frente a ella tenía cincuenta y tantos años y un aspecto entre profesional y desfasado. Sarah había tratado con ella la venta de otras propiedades y le caía bien. Se llamaba Marjorie Merriweather y Sarah la miró con una sonrisa cálida.

– Gracias por venir -dijo mientras bajaba de su pequeño BMW de un año de antigüedad. Casi siempre lo dejaba en el garaje e iba al trabajo en taxi. En el centro de la ciudad no necesitaba coche y, además, costaba una fortuna dejarlo todo el día en el parking. Esta mañana, no obstante, le había convenido cogerlo.

– Ha sido un placer -aseguró Marjorie con una amplia sonrisa-. Siempre he querido ver esta casa por dentro. Tiene una gran historia detrás.

A Sarah le gustó oír eso. Siempre lo había sospechado, pero Stanley insistía en que no sabía nada de su pasado.

– Creo que deberíamos recabar información sobre ella antes de ponerla a la venta. Eso le daría un toque de distinción y compensaría las instalaciones de principios de siglo -dijo Sarah, riendo.

– ¿Tienes idea de cuándo renovaron el interior por última vez? -preguntó Marjorie mientras Sarah extraía las llaves del bolso.

– Pronto lo sabremos -respondió, subiendo los escalones de mármol que conducían a la puerta principal, una estructura de cristal cubierta por un exquisito enrejado de bronce que constituía, de por sí, una obra de arte. Sarah nunca había utilizado la puerta principal, pero no quería hacer entrar a la agente por la cocina. Ignoraba si Stanley había utilizado alguna vez esa puerta-. El señor Perlman adquirió la casa en 1930 y nunca me mencionó que la hubiera restaurado. La compró como inversión y su intención fue siempre venderla, pero nunca llegó a desprenderse de ella. Más por las circunstancias que por otra cosa. Simplemente se sintió a gusto en ella y se quedó. -Mientras hablaba, pensó en la diminuta habitación del ático, el cuarto del servicio donde Stanley había pasado setenta y seis años de su vida. No mencionó ese detalle a Marjorie. Probablemente repararía en él durante la visita-. Imagino que la casa no ha sido sometida a ningún tipo de reforma desde su construcción, que creo que el señor Perlman mencionó que fue en 1923. Pero nunca me dijo el nombre de la familia que la mandó construir.

– Era una familia muy conocida que hizo su fortuna en la banca durante la fiebre del oro. Llegaron de Francia con otros banqueros procedentes de París y Lyon y creo que continuaron en el negocio bancario a lo largo de varias generaciones, hasta que la familia se extinguió. El hombre que construyó esta casa se llamaba Alexandre de Beaumont. La construyó en 1923 para Lilli, su hermosa y joven esposa, cuando se casaron. Lilli era célebre por su belleza. Fue una historia muy triste. Alexandre de Beaumont perdió toda su fortuna en el crack de 1929 y creo que poco después, en torno a 1930, ella le abandonó.

La agente sabía muchas más cosas sobre la casa que Sarah o Stanley. Pese a los tres cuartos de siglo que había pasado en ella, Stanley nunca sintió un verdadero apego por la casa. Para él siempre fue una mera inversión y el lugar donde dormía. Nunca se preocupó por decorarla y nunca ocupó las dependencias principales. Era feliz viviendo en el cuarto del ático.

– Creo que fue entonces, en 1930, cuando el señor Perlman compró la casa. Pero jamás me mencionó a los Beaumont.

– Creo que el señor de Beaumont murió unos años después de que su esposa le dejara. Por lo visto, no volvió a saber nada de ella. O quizá esa sea la versión romántica de la historia. Me gustaría obtener más datos para el folleto.

Guardaron silencio mientras Sarah luchaba con las llaves. Finalmente, la pesada puerta de bronce y cristal cedió con un lento chirrido. Había pedido a la enfermera que descorriera la cadena antes de irse para poder acceder a la casa por la entrada principal. La puerta se abrió y reveló una profunda oscuridad.

Avanzó unos pasos y miró a su alrededor buscando un interruptor, seguida de Marjorie. Ambas se sentían en parte intrusas, en parte niñas curiosas. La agente abrió un poco más la puerta para que el sol les iluminara el camino, y fue entonces cuando vieron el interruptor de la luz. La casa tenía ochenta y tres años e ignoraban si seguiría funcionando. Había dos botones en el vestíbulo de mármol. Sarah apretó los dos y nada ocurrió. A través de la tenue luz pudieron ver que las ventanas del vestíbulo estaban tapadas con tablones.

– Debí traer una linterna -dijo Sarah, ligeramente irritada.

Aquello iba a ser más difícil de lo que había imaginado. En ese momento Marjorie se llevó una mano al bolso y le tendió una. Había traído otra para ella.

– Las casas antiguas son mi pasatiempo.

Encendieron las linternas y miraron a su alrededor. Había pesados tablones en las ventanas, un suelo de mármol blanco bajo sus pies que parecía no terminar nunca y una enorme araña de luces sobre sus cabezas, aunque probablemente los años habían deteriorado los cables que la conectaban al interruptor, junto con todo lo demás.

El vestíbulo, espacioso y de techos altos, estaba recubierto de bellos paneles y flanqueado por sendas estancias destinadas, probablemente, a sala de espera para las visitas. No había un solo mueble. El suelo de las dos salas de espera era de madera antigua, muy bonita, y las paredes estaban decoradas con artesonados labrados que parecían proceder de Francia. Y en cada una de ellas había una espectacular araña de luces. Stanley había comprado la casa totalmente vacía, pero en una ocasión le contó a Sarah que los antiguos propietarios habían dejado todos los apliques y lámparas originales. Entonces ella y Marjorie vieron que también había una chimenea de mármol antiguo en cada estancia. Las dos salas eran de idéntico tamaño y podrían transformarse en exquisitos estudios o despachos, según la futura utilidad que se le diera a la casa. Quizá la de un hotel pequeño y elegante, o un consulado, o el hogar de alguien increíblemente rico. Por dentro parecía un pequeño palacio francés, y Sarah siempre había pensado eso mismo de la fachada. En toda la ciudad, y probablemente en todo el estado, no había otra casa de ese estilo. Era la típica mansión o pequeño castillo que uno esperaría ver en Francia. Y el arquitecto, según le contó Marjorie, era francés.

Cuando se adentraron en el vestíbulo de mármol divisaron una enorme escalera en el centro. Tenía los peldaños de mármol blanco y un pasamanos de bronce a cada lado. Ascendía majestuosamente hacia las plantas superiores, y era fácil imaginarse a hombres con chistera y frac y mujeres con vestidos de noche circulando por ella. Arriba de todo pendía una araña de luces gigantesca. Sarah y Marjorie retrocedieron con cautela, las dos pensando lo mismo. Después de todos esos años era imposible conocer el grado de seguridad de la casa. De repente Sarah temió que pudiera caerse. Y mientras retrocedían, al otro lado divisaron un inmenso salón con cortinajes en las ventanas. Se acercaron para comprobar si estaban cubiertas por tablones y las pesadas cortinas se les deshicieron en las manos. Las ventanas eran, en realidad, puertaventanas que conducían al jardín. Ocupaban una pared entera y solo tenían tablones en la parte superior, formando semicírculos. Al descorrer las cortinas del resto de las ventanas vieron que los cristales estaban sucios pero sin cubrir. El sol entró en la estancia por primera vez desde que Stanley Perlman compró la casa, y cuando miraron a su alrededor, Sarah abrió los ojos de par en par y soltó una exclamación ahogada. En un lado había una chimenea enorme, con una repisa de mármol, artesonado y paneles de espejos. Parecía un salón de baile. Los suelos de madera parecían tener varios siglos de antigüedad. También en este caso era evidente que habían sido extraídos de un castillo francés.

– Santo Dios -susurró Marjorie-. En mi vida he visto nada igual. Ya no existen casas como esta, y aquí desde luego nunca existieron.

Le recordaba a las «casitas» de Newport construidas por los Vanderbilt y los Astor. En la costa Oeste no había nada que se le pudiera comparar. Semejaba una miniatura del palacio de Versalles, justamente lo que Alexandre de Beaumont había prometido a su esposa. La casa era su regalo de bodas.