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– ¿Te importa que me dé otra vuelta por la casa para hacer algunas anotaciones y dibujos? -preguntó educadamente. Tanto ella como Sarah estaban abrumadas. En su vida habían visto estancias tan bellas, hechas con tanto arte y con detalles tan exquisitos, salvo en los museos. Marjorie había leído que los jefes artesanos que habían construido la casa provenían de Europa-. Enviaré a alguien para que haga planos y fotografías, si nos encargas la venta, claro. Pero me gustaría tener algunos bosquejos para recordar la forma de las estancias y el número de ventanas.

– Adelante.

Sarah había previsto dedicar toda la mañana a ese asunto. Llevaban en la casa dos horas pero no tenía ninguna cita en el despacho hasta las tres y media. Además, estaba impresionada con la seriedad y el respeto que Marjorie mostraba por la casa. Sabía que había elegido a la mujer idónea para vender la casa de Stanley.

Marjorie sacó un pequeño bloc de dibujo en la suite principal y se puso a calcular distancias y hacer anotaciones mientras Sarah se paseaba por los cuartos de baño y los vestidores, abriendo multitud de armarios. No porque esperara encontrar algo, pero le divertía imaginar los vestidos que Lilli había guardado en ellos cuando vivía en la casa. Probablemente había tenido un montón de joyas y pieles increíbles, y puede que hasta una diadema. Todo había sido vendido, sin duda, casi un siglo atrás. Sarah sintió una profunda tristeza al pensar en la desgracia, económica y personal, que había caído sobre esa familia. En todos esos años que había estado visitando a Stanley jamás se detuvo a pensar demasiado en los anteriores propietarios. Stanley nunca hablaba de ellos y tampoco parecía que le importaran. Ni siquiera se refería a ellos por sus nombres. De repente, el apellido Beaumont se le antojaba muy importante. Tras la información que Marjorie había compartido con ella, en su cabeza no podía dejar de imaginar cómo habían sido esas personas, incluidos los hijos. Y el apellido le sonaba. Probablemente había oído hablar de ellos en alguna ocasión. La familia De Beaumont había sido importante en la historia de la ciudad. Sarah sabía que había oído ese apellido antes pero no recordaba dónde ni cuándo. Quizá de niña, durante la visita a algún museo con el colegio.

Cuando abrió el último armario, el cual conservaba el intenso aroma del cedro pese al olor a cerrado, advirtió que había sido uno de los armarios donde Lilli guardaba sus pieles, probablemente armiños y martas. Al mirar en los recodos más oscuros, como si esperara encontrar a alguien, algo en el suelo llamó su atención. Lo iluminó con la linterna y vio que era una fotografía. Se arrodilló para cogerla. Estaba cubierta de polvo, y quebradiza. Era la foto de una mujer joven y elegante bajando por la majestuosa escalera con un vestido de noche. Sarah se dijo que era la criatura más hermosa que había visto en su vida. Alta y escultural, tenía el cuerpo ágil de una diosa. Llevaba el pelo recogido en un moño con bucles enmarcándole el rostro, según la moda de entonces. Y tal como Sarah había imaginado, lucía un enorme collar de brillantes con una diadema a juego. Parecía que estuviera bailando, con un pie envuelto en una sandalia plateada apuntando hacia afuera, y riendo. Sarah nunca había visto unos ojos tan grandes, penetrantes y cautivadores. Era una fotografía que hipnotizaba, y enseguida supo que era Lilli.

– ¿Has encontrado algo? -preguntó Marjorie al pasar apresuradamente por su lado con un metro y una libreta. No quería robarle demasiado tiempo y estaba intentando hacer las cosas con rapidez. Se detuvo un breve instante para contemplar la fotografía-. ¿Quién es? ¿Lo pone en el dorso?

A Sarah ni se le había ocurrido mirar. Allí, con tinta borrosa pero todavía legible, y letra florida, aparecía escrito: «Mi querido Alexandre, siempre te amaré, tu Lilli». Los ojos de Sarah se llenaron de lágrimas. Sintió que las palabras iban directas a su corazón, como si conociera a Lilli y pudiera sentir el dolor de su marido cuando ella se marchó. La esencia de esa historia le rompió el corazón.

– Quédatela -dijo Marjorie mientras regresaba a la suite principal-. Los herederos no la echarán de menos. Es evidente que estabas destinada a encontrarla.

Sarah no se opuso y se quedó mirando la foto con fascinación mientras esperaba a que Marjorie terminara. Se resistía a guardarla en el bolso por miedo a dañarla. El hecho de saber lo que les había sucedido a Lilli y Alexandre después, hacía que la fotografía y la dedicatoria en el dorso resultaran aún más significativas y punzantes. ¿Había olvidado Lilli la fotografía en el armario cuando se marchó? ¿La había visto Alexandre? ¿Se le había caído a alguien al vaciar la casa para vendérsela a Stanley? Lo más extraño de todo era que Sarah tenía la sobrecogedora sensación de haber visto esa foto antes, aunque no lograba recordar dónde. Quizá en un libro, o en una revista. O a lo mejor la había imaginado. En cualquier caso, le resultaba inquietantemente familiar. No solo había visto a la mujer de la fotografía, sino que sabía que había visto esa foto en concreto. Quiso hacer memoria pero no pudo.

Las dos mujeres iban de piso en piso mientras Marjorie hacía sus dibujos y anotaciones. Una hora más tarde regresaban al vestíbulo, tenuemente iluminado por la luz que se filtraba desde el gran salón. La sensación lúgubre, el halo de misterio, se habían desvanecido. Ahora estaban en una casa muy bella que llevaba largo tiempo abandonada y desatendida. Para una persona que dispusiera del dinero necesario para resucitarla y darle el uso acertado, restaurar esa casa y devolverle su lugar como importante pieza histórica de la ciudad sería un proyecto extraordinario.

Salieron al sol de noviembre y Sarah cerró la puerta con llave. Habían hecho un rápido recorrido por el sótano, que contenía la antigua cocina, una reliquia de otro siglo, el enorme comedor del servicio, los aposentos del mayordomo y el ama de llaves y otras veinte habitaciones de servicio, además de la caldera, la bodega, la fresquera, la nevera y un cuarto para arreglar flores, con todas las herramientas todavía allí.

– ¡Uau! -exclamó Marjorie cuando se detuvieron en los escalones-. No tengo palabras. En mi vida he visto nada igual, salvo en Europa y Newport. Esta casa es más bonita aún que la de los Vanderbilt. Ojalá demos con el comprador idóneo. Debería volver a la vida y ser tratada como un proyecto de restauración. En parte me gustaría que fuera convertida en museo, pero creo que sería aún mejor que alguien que la amara de verdad viviera en ella.

La agente se había quedado de piedra cuando se enteró de que Stanley había vivido toda su vida en el ático, y comprendió que el hombre había sido un excéntrico. Sarah se había limitado a decir que era un hombre sencillo y sin pretensiones. Marjorie no había insistido en el tema, pues advirtió que la joven abogada sentía un gran cariño por su antiguo cliente y hablaba de él con sumo respeto.

– ¿Quieres hablar del asunto ahora? -preguntó Sarah. Era mediodía y no tenía ganas de ir al despacho aún. Necesitaba asimilar lo que había visto.

– Será un placer, aunque todavía necesito pensar en ello. ¿Tomamos un café?

Sarah asintió y Marjorie la siguió en su coche hasta Starbucks. Se sentaron en un rincón tranquilo, pidieron dos capuchinos y Marjorie echó un vistazo a sus notas. La casa no solo era excepcional, sino que ocupaba una parcela enorme, con un emplazamiento excelente y un jardín extraordinario, aunque hacía años que ya nada crecía en él. Pero en manos de la persona adecuada, tanto la casa como el jardín podrían convertirse en un lugar de ensueño.

– ¿Cuánto crees que vale la casa? Extraoficialmente, por supuesto. No te lo tendré en cuenta.

Sabía que Marjorie tenía que hacer cálculos y tomar medidas de sus dimensiones. Esa primera visita había sido meramente de reconocimiento para ambas. Así y todo, las dos se sentían como si hubieran encontrado el tesoro más grande del mundo.