– ¡No estés tan seguro! -se apresuró a responder Marie-Louise-. Uno de estos días te daré una sorpresa y regresaré a París para siempre.
Sarah lo sintió como una amenaza más que como una advertencia. Jeff, sin embargo, dejó que el afilado comentario le resbalara por la espalda.
– Tenemos una casa fantástica en Potrero Hill que yo mismo renové antes de que el barrio se pusiera de moda. Durante años fue el único edificio decente de toda la manzana. Ahora el barrio ha subido de categoría y estamos rodeados de casas fantásticas. Hice todo el trabajo con mis propias manos. Estoy enamorado de esa casa -dijo con orgullo.
– Nuestra casa de París es más bonita -repuso remilgadamente Marie-Louise-. Está en el distrito séptimo. La hice yo. Paso allí todos los veranos mientras Jeff insiste en congelarse en la niebla de esta ciudad. Odio los veranos en San Francisco.
Había que reconocer que eran fríos y brumosos. Estaba claro que Marie-Louise no tenía intención de quedarse a vivir para siempre en San Francisco. Hablaba como si todavía tuviera en mente volver a Francia, algo que no parecía preocupar a Jeff. Probablemente sabía que eran amenazas vacías. Así y todo, a Sarah le extrañaba que después de catorce años juntos todavía no se hubieran casado. Aunque Marie-Louise parecía una mujer muy independiente, se diría que Jeff, a su manera, también. Ella se quejaba mucho pero no conseguía desviarlo de su camino.
Sarah les agradeció la consulta y las estimaciones de Jeff sobre lo que podrían costar las obras de restauración. Existía un margen amplio, dependiendo de lo que el nuevo propietario deseara hacer en la casa y el trabajo que estuviera dispuesto a realizar personalmente. Sarah no podía hacer nada salvo dar la información a los herederos.
Les deseó una feliz estancia en Venecia, Portofino y París y unos minutos después Marie-Louise y Jeff se alejaban en un viejo Peugeot que ella se había traído de Francia. Dijo, mientras subía al vehículo, que no confiaba en los coches estadounidenses.
– ¡Ni en ninguna otra cosa! -añadió Jeff, y todos rieron.
– Menuda joya -comentó Sarah cuando ella y Marjorie se dirigieron a sus respectivos coches.
– Trabajar con Marie-Louise no es fácil, pero es buena en lo que hace. Tiene un gusto exquisito y mucho estilo. Trata a Jeff como a un trapo y a él parece gustarle. Siempre ocurre igual. Las brujas se quedan siempre con los mejores partidos. -Sarah rió. Aunque no le gustaba reconocerlo, así era la mayoría de las veces-. ¿No te parece que está como un tren? -dijo Marjorie, y Sarah sonrió.
– No sé qué decirte. -Phil sí estaba como un tren, para su gusto. Jeff no. Pero le parecía un hombre agradable-. Pero es muy cordial y se diría que sabe lo que hace. -Era evidente que sentía pasión por las casas antiguas y que le gustaba su trabajo.
– Los dos saben lo que hacen. Se complementan mutuamente. Dulce y agrio. Y parece que funciona, tanto en casa como en la oficina, aunque creo que tienen sus altibajos. De vez en cuando ella se harta de San Francisco y se marcha a Francia. En una ocasión estuvo fuera un año entero mientras él trabajaba en un gran proyecto que yo le había pasado. Pero siempre vuelve y él siempre la acoge. Supongo que está loco por ella, y Marie-Louise sabe que tiene a su lado algo bueno. Jeff es firme como una roca. Es una pena que no se hayan casado. Él sería todo un padrazo si tuvieran hijos, pero a ella no la veo muy maternal que digamos.
– Tal vez los tengan más adelante -dijo Sarah, pensando en Phil. Apenas faltaban unas horas para empezar su fin de semana juntos, su recompensa por lo mucho que trabajaba en el bufete durante la semana.
– Uno nunca sabe qué hace que una relación funcione -comentó filosóficamente Marjorie antes de desear suerte a Sarah con los herederos de Stanley.
– Te informaré de lo que hayan decidido después de la reunión.
Estaba claro que querrían vender la casa. La única duda era en qué estado, si restaurada o no, y hasta qué punto. A Sarah le habría encantado supervisar el proyecto pero sabía que las posibilidades de algo así eran prácticamente nulas. Seguro que los herederos no iban a estar dispuestos a gastarse un millón de dólares, ni siquiera medio, en restaurar la casa de Stanley y esperar seis meses o un año antes de venderla. No le cabía duda de que el lunes tendría que decirle a Marjorie que pusiera la casa en venta tal y como estaba.
Se despidieron y Sarah regresó a casa para esperar a Phil. Después de cambiar las sábanas se derrumbó en el sofá con un montón de trabajo que se había traído del despacho. A las siete sonó el teléfono. Era Phil, desde el gimnasio. Sonaba horrible.
– ¿Ocurre algo? -preguntó Sarah. Parecía enfermo.
– Hoy se ha resuelto el caso. No te imaginas lo cabreado que estoy. El abogado de la parte contraria nos hundió. Al gilipollas de mi cliente le habían pillado demasiadas veces con los pantalones bajados. No tuvimos opción.
– Lo siento mucho, cariño. -Sarah sabía lo mucho que Phil detestaba tener que tirar la toalla. Por lo general luchaba hasta el final-. ¿A qué hora vendrás? -Estaba deseando verle. Había tenido una semana interesante, sobre todo por el tema de la casa de Stanley. Aún no había podido contárselo porque Phil había estado demasiado absorto en sus declaraciones. Prácticamente no habían hablado en toda la semana, y cuando se llamaban, él no tenía tiempo para conversar.
– Esta noche no iré a tu casa -dijo sin más, y Sarah se quedó petrificada. Era muy raro que Phil cancelara una noche de fin de semana a menos que estuviera enfermo.
– ¿No? -Había estado impaciente por verle, como siempre.
– No. Estoy de muy mal humor y no quiero ver a nadie. Mañana estaré mejor.
Sarah se llevó una gran decepción al oír eso y lamentó que no quisiera hacer el esfuerzo de ir. Podría animarlo.
– ¿Por qué no vienes después del gimnasio? Podríamos encargar algo de cena, y podría darte un masaje -propuso esperanzada, esforzándose por sonar convincente.
– No, gracias. Te llamaré mañana. Me quedaré en el gimnasio unas horas. Puede que descargue toda mi agresividad jugando a squash. Esta noche sería una compañía pésima.
Probablemente tuviera razón, pero, de todos modos, a Sarah le apenaba no verlo. Lo había visto de mal humor otras veces y no era una situación agradable. Así y todo, habría preferido tenerlo en casa de mal humor a no verlo en absoluto. Las relaciones no se basaban únicamente en verse los días buenos. Sarah también deseaba compartir con Phil los días malos. Intentó hacerle cambiar de parecer, pero él la cortó bruscamente.
– Olvídalo, Sarah. Te llamaré por la mañana. Buenas noches. -En sus cuatro años de relación, raras veces había hecho algo así. Pero cuando Phil estaba disgustado, el mundo entero se detenía y él solo deseaba bajarse.
No había nada que ella pudiera hacer. Se quedó un largo rato en el sofá, mirando al vacío. Pensó en el arquitecto que había conocido esa tarde y en su difícil compañera francesa. Recordó lo que Marjorie le había contado, que Marie-Louise había dejado a Jeff varias veces para irse a París, pero que siempre volvía. También Phil. Sabía que se verían por la mañana, o en algún momento durante el sábado, cuando a él le apeteciera llamarla. Pero en esa solitaria noche de viernes eso era poco consuelo. Phil ni siquiera se dignó a llamarla cuando llegó a casa. Sarah estuvo levantada hasta la medianoche, trabajando y esperando oír el teléfono. Cuando Phil estaba disgustado, en su vida no había espacio para nadie más. El mundo giraba a su alrededor, o por lo menos eso pensaba él. Y, por el momento, no se equivocaba.