– Es una verdadera pena. En fin, nos veremos allí dentro de media hora. A las dos he de enseñar otra casa cerca de allí. No nos llevará mucho tiempo, teniendo en cuenta que se trata de una visita de cortesía.
– Hasta luego -dijo Sarah, y regresó a la sala de juntas.
Tom Harrison estaba hablando por el móvil con su oficina. Enseguida colgó.
– Ha sido una mañana increíble -dijo, tratando todavía de asimilar lo ocurrido. Se hallaba, como los demás, en estado de choque. Desde el principio había supuesto que se trataba de un patrimonio modesto, y había acudido por respeto a ese familiar que le había dejado un legado. Era lo mínimo que podía hacer.
– Para mí también -reconoció Sarah, todavía aturdida por la carta de Stanley y lo que representaba para ella. Setecientos cincuenta mil dólares. Era alucinante. Asombroso. Sensacional. Sumado a lo que había ahorrado en sus años de socia en el bufete, ahora tenía más de un millón de dólares. Se sentía una mujer rica. Así y todo, estaba decidida a no permitir que eso cambiara su vida y sus hábitos, pese a las advertencias de Stanley-. ¿Le apetece comer algo antes de ver la casa? -preguntó educadamente.
– No creo que me entre nada. Necesito tiempo para asimilar lo que acaba de ocurrir. Pero he de reconocer que siento curiosidad por esa casa.
Fueron en el coche de Sarah. Marjorie les estaba esperando en la puerta. Y a Tom Harrison la casa le impresionó tanto como les había impresionado a ellas. Pese a eso, se alegró de que hubieran decidido venderla. En su opinión, era un edificio histórico extraordinario y venerable, pero muy poco práctico en el mundo de hoy.
– Ya nadie vive así. Tengo una casa de trescientos sesenta metros cuadrados en las afueras de St. Louis y no logro dar con nadie que esté dispuesto a limpiarla. Una casa como esta sería un auténtica pesadilla, y si no puede venderse como hotel, probablemente tardaremos mucho tiempo en quitárnosla de encima.
El ayuntamiento no permitía abrir hoteles en esa zona.
– Tal vez -reconoció Marjorie, pese a saber que el mercado inmobiliario estaba lleno de sorpresas.
A veces, una casa que pensaba que nunca se vendería se la quitaban de las manos a los cinco minutos de ponerla a la venta, mientras que lo contrario ocurría con que otras que habría jurado que iban a venderse al instante y por el precio fijado. En el mercado inmobiliario los gustos e incluso los valores eran impredecibles. Era algo muy personal y quijotesco.
Marjorie propuso, muy a su pesar, ponerla a la venta por dos millones de dólares debido a su estado. Sarah sabía que a los herederos no les importaría que se vendiera por menos con tal de deshacerse de ella, y Tom estuvo de acuerdo.
– La anunciaremos por dos millones y veremos qué pasa -dijo Marjorie-. Siempre podemos considerar otras ofertas. Contrataré un servicio de limpieza y convocaré a los agentes. Dudo que pueda tenerlo todo atado antes de Acción de Gracias -que era la semana siguiente- pero le prometo que la casa estará puesta a la venta una semana después. Convocaré a los agentes el martes posterior a Acción de Gracias y el miércoles ya podrá salir oficialmente al mercado. Es probable que alguien la compre confiando en ganarle la batalla al ayuntamiento. Esta casa podría transformarse en un precioso hotelito si los vecinos estuvieran dispuestos a tolerarlo, aunque lo dudo.
Las dos sabían que semejante batalla podía durar años y que la persona que la emprendiera tendría muy pocas probabilidades de ganar. Los habitantes de San Francisco se resistían vehementemente a la apertura de comercios en sus barrios residenciales, lo cual era comprensible.
Tom pidió ver la parte de la casa donde Stanley había vivido y Sarah, con el corazón apesadumbrado, lo condujo hasta la escalera de servicio. Era la primera vez que veía la habitación desde la muerte de Stanley. La cama de hospital seguía allí, pero él no. Parecía un cascarón vacío. Sarah se volvió con lágrimas en los ojos y regresó al pasillo mientras Tom Harrison le daba palmadlas en el hombro. Era un hombre amable y tenía pinta de ser un buen padre. Le había contado, mientras aguardaban a que comenzara la reunión, que la hija necesitada de atención especial era ciega y sufría una lesión cerebral debido a que nació prematuramente y estuvo privada de oxígeno. Ahora tenía treinta años, seguía viviendo con su padre y recibía los cuidados de una enfermera. A Tom le resultó muy difícil hacerse cargo de ella cuando su esposa, que le dedicaba casi todo su tiempo, falleció. Pero no quería ingresarla en una institución. Como muchas cosas en la vida, era un serio reto y él parecía aceptarlo.
– No puedo creer que Stanley viviera en una de las habitaciones del servicio toda su vida -comentó Tom mientras bajaban, meneando tristemente la cabeza-. Debió de ser un hombre sorprendente. -Y bastante excéntrico.
– Lo era -dijo Sarah, pensando de nuevo en la increíble herencia que Stanley le había dejado. Como les ocurría a los demás herederos, todavía no se lo acababa de creer. Tom aún parecía estupefacto. Diez millones de dólares…
– Me alegro de que Stanley la recordara en su testamento -dijo Tom generosamente cuando alcanzaron el vestíbulo. El taxi que Sarah le había pedido para trasladarlo al aeropuerto esperaba fuera-. Llámeme si alguna vez viaja a St. Louis. Tengo un hijo de aproximadamente su edad. Acaba de divorciarse y tiene tres hijos adorables. -Sarah se echó a reír y Tom la miró avergonzado-. Deduzco, por lo que Stanley cuenta en la carta, que no está casada.
– No, no lo estoy.
– Estupendo. En ese caso, venga a St. Louis. Fred necesita conocer a una buena mujer.
– Envíelo a San Francisco, y llámeme si alguna vez vuelve por aquí -dijo afectuosamente Sarah.
– Lo haré. -Tom le dio un abrazo paternal. Se habían hecho amigos en una sola mañana y casi tenían la sensación de pertenecer a la misma familia. Y en parte así era, a través de Stanley. Estaban unidos por la generosidad y la benevolencia con que los había bendecido a todos-. Cuídese.
– Usted también -dijo Sarah, acompañándolo hasta el taxi y sonriendo bajo el pálido sol de noviembre-. Me encantaría presentarle a mi madre -añadió con picardía, y el hombre rió.
Estaba bromeando, aunque no era una mala idea. Pero sabía que su madre sería una lata para cualquier hombre. Además, Tom parecía demasiado normal. No padecía ningún trastorno. Si Audrey entablaba una relación con él, no tendría motivos para ir a alcohólicos anónimos, y ¿qué haría entonces? Sin un alcohólico en su vida se moriría de aburrimiento.
– De acuerdo. Traeré a Fred conmigo y cenaremos con su madre.
Sarah se despidió agitando una mano mientras el taxi se alejaba antes de regresar a la casa para ultimar los detalles con Marjorie. Se alegraba de haber entrado en la habitación de Stanley con Tom. Había roto el hechizo. Dentro de ese cuarto no había nada de lo que esconderse o por lo que llorar. Ahora no era más que una habitación vacía, el cascarón donde Stanley había vivido y del que se había despojado. Stanley se había marchado pero viviría para siempre en su corazón. Le costaba asimilar el hecho de que sus circunstancias hubieran cambiado de forma tan súbita, tan radical. Era mucho menos de lo que tenían que asimilar los demás herederos, pero para ella constituía, así y todo, un regalo enorme. Decidió no contárselo a nadie por el momento, ni siquiera a su madre o a Phil. Necesitaba acostumbrarse a la idea.
Ella y Marjorie hablaron de la contratación del servicio de limpieza y de la convocatoria de los agentes. Luego firmó el documento que confirmaba el precio de venta en nombre de los herederos, los cuales habían suscrito un poder notarial en el despacho para que Sarah pudiera vender la casa y negociar por ellos. Los herederos ausentes habían recibido un documento idéntico por fax para que lo firmaran. Sarah y Marjorie sabían que el asunto llevaría su tiempo, y a menos que apareciera un comprador con mucha imaginación y amante de la historia, no iba a ser una venta fácil. Una casa de esas dimensiones, en el estado en que estaba, iba a asustar a la mayoría de la gente.