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– ¿Quién es? -preguntó cuando sus miradas se encontraron.

Mimi se puso seria al coger la foto y contemplarla con nostalgia.

– No es la primera vez que la ves. -Era la única fotografía que Mimi tenía de ella. Las demás habían desaparecido cuando ella se marchó. Mimi había encontrado esa entre los papeles de su padre, tras su muerte-. Es mi madre. Es el único retrato que tengo de ella. Murió cuando yo tenía seis años.

– ¿Realmente murió, Mimi? -preguntó Sarah con dulzura.

Ahora sabía la verdad, y cayó en la cuenta de que su abuela nunca le había hablado de su madre. Audrey le había contado que su abuela había muerto cuando su madre tenía seis años y que por eso no la conoció.

– ¿Por qué me preguntas eso? -inquirió Mimi con tristeza, mirando fijamente a Sarah.

– El otro día vi una fotografía como esta en una casa de la calle Scott que estamos vendiendo en nombre de un cliente, bueno, mejor dicho en nombre de sus herederos. Es la casa que mencioné en la cena. El número veinte-cuarenta de la calle Scott.

– Recuerdo la dirección -dijo Mimi, devolviendo la fotografía a la cómoda y volviéndose para sonreír a Sarah-. Viví en esa casa hasta los siete años. Mi madre se marchó cuando mi hermano tenía cinco y yo seis, en 1930, el año después del crack. Unos meses más tarde nos mudamos a un apartamento en la calle Lake, donde viví hasta que me casé con tu abuelo. Mi padre murió ese mismo año. No había vuelto a levantar cabeza desde el crack y desde que mi madre le abandonara.

Era la misma historia sorprendente que Sarah había oído de labios de Marjorie Merriweather sobre la familia que había mandado construir la casa de la calle Scott. Pero lo que más le sorprendió descubrir era que la madre de Mimi no había muerto sino que la había abandonado. Era la primera vez que su abuela lo contaba. Sarah se preguntó si su madre conocía la historia. O si Mimi también le había mentido a ella.

– No fue hasta hace poco que caí en la cuenta de que no conozco tu apellido de soltera. Nunca hablas de tu infancia -dijo Sarah con ternura, agradecida por la franqueza de su abuela.

Mimi respondió con una tristeza desacostumbrada en ella.

– Me llamaba De Beaumont, y la mía no fue una infancia feliz -confesó-. Mi madre nos abandonó y mi padre se arruinó. La institutriz, a quien yo adoraba, fue despedida. Perdí a mucha gente a la que quería.

Sarah sabía que el hermano de Mimi había muerto durante la guerra y que así fue como su abuela había conocido al hombre con quien se casó. El abuelo de Sarah era íntimo amigo del hermano de Mimi y fue a verla para llevarle algunas pertenencias de su hermano. Se enamoraron y al poco tiempo se casaron. Sarah sabía hasta ahí, pero nunca había escuchado la primera parte de la historia.

– ¿Qué ocurrió después de que tu madre se marchara? -preguntó, conmovida por el hecho de que su abuela finalmente le estuviera contando lo que había sucedido.

No quería invadir su intimidad, pero la historia había adquirido de repente una gran importancia para ella. La casa donde Stanley había vivido durante setenta y seis años y que ella debía vender había sido construida por sus bisabuelos. Había estado en la casa decenas de veces, visitando a Stanley, y jamás había sospechado que tuviera una profunda relación con ella. Inopinadamente, se sentía fascinada y quería conocer hasta el último detalle.

– No lo sé muy bien. De niña nadie me hablaba de mi madre y tampoco tenía permitido hacer preguntas para no entristecer a mi padre. Me temo que nunca se recuperó. En aquellos tiempos el divorcio representaba un escándalo. Más tarde me enteré de que mi madre había dejado a mi padre por otro hombre y que se fue a vivir a Francia con él. Era un marqués francés muy apuesto, según me contaron. Se conocieron en una fiesta diplomática y se enamoraron. Años después de que mi padre falleciera supe que mi madre había muerto de neumonía o tuberculosis durante la guerra. Nunca volví a verla y mi padre se negaba a hablarme de ella. De niña nunca me explicaron por qué se había ido o qué había sucedido.

Y pese a toda esa tragedia, Mimi era una de las personas más alegres que Sarah conocía. Había perdido a toda su familia -a su madre, a su hermano, a su padre- siendo todavía muy joven, y el estilo de vida que había conocido de niña. Y sin embargo era una mujer jovial y sencilla que llevaba alegría a todo el mundo. Ahora comprendía por qué Mimi siempre decía que había nacido el día que se casó. Para ella fue como comenzar una nueva vida. Sin los lujos que había tenido de niña, pero una vida sólida y estable con una hija y con un hombre que la amaba.

– Creo que mi padre nunca levantó cabeza -prosiguió Mimi-, ignoro si por la pérdida de mi madre o de su fortuna. Probablemente por ambas cosas. Debió de ser un golpe terrible y humillante que su esposa le dejara por otro, y para colmo un año después del crack. Tarde o temprano habrían tenido que deshacerse de la casa, y creo que ya habían empezado a empeñar algunas cosas. Después de eso mi padre entró a trabajar en un banco y vivió como un ermitaño el resto de su vida. No recuerdo que acudiera a un solo acto social. Murió quince años más tarde, al poco tiempo de casarme yo. Mi padre había construido esa casa para mi madre. Me acuerdo de ella como si la hubiera visto ayer, o por lo menos eso me parece, y recuerdo las fiestas en el salón de baile. -Mimi lo dijo con expresión soñadora.

A Sarah le resultaba asombroso saber que había estado en ese mismo salón de baile, y en el cuarto de su abuela, hacía tan solo una semana.

– ¿Te gustaría volver a ver la casa, Mimi? -preguntó. Todavía estaba a tiempo de enseñársela. Aún tardaría una semana en salir a la venta, después de la convocatoria de agentes del martes-. Tengo las llaves. Podría llevarte este fin de semana.

Mimi titubeó, luego meneó la cabeza con pesar.

– Sé que puede parecer absurdo, pero creo que me pondría muy triste. No me gusta hacer cosas que me entristecen. -Sarah asintió con la cabeza. Tenía que respetarlo. Se sentía conmovida por la historia que su abuela estaba compartiendo finalmente con ella después de tantos años-. Cuando estaba en Europa con tu abuelo, después de que tu madre naciera, fui a ver el castillo donde mi madre había vivido con el marqués con el que se casó, pero estaba abandonado y entablado. Yo sabía que mi madre estaba muerta, pero quería ver el lugar donde había vivido después de que nos abandonara. Los lugareños me contaron que su marido, el marqués, también falleció durante la guerra, en la Resistencia. No tuvieron hijos. Me preguntaba si sería posible encontrar a alguna persona que la hubiera conocido o supiera algo de ella, pero nadie sabía nada y tu abuelo y yo no hablábamos francés. Solo nos contaron que tanto el marqués como mi madre habían muerto. Curiosamente, mi padre y mi madre murieron en torno a la misma época. Él siempre hablaba como si ella estuviera muerta, y eso era lo que yo le contaba a la gente, porque me resultaba más fácil. Incluida tu madre.