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El lunes Sarah redactó una carta para los diecinueve herederos del patrimonio de Stanley. La envió por fax a quienes tenían fax y por correo certificado a los demás, adjuntando la oferta que Marjorie había preparado en calidad de agente inmobiliaria. Todo era oficial y había sido enviado a las diez de la mañana.
A las once Tom Harrison llamó desde St. Louis, y cuando Sarah descolgó el auricular en su despacho, soltó una carcajada.
– Me estaba preguntando si te atreverías a hacerlo, Sarah. Tus ojos se iluminaron en cuanto entraste en esa casa. Me alegro por ti. Creo que eso es exactamente a lo que Stanley se refería cuando hablaba de buscar nuevos horizontes, aunque debo confesar que sería capaz de pagarte el doble por que no cargaras con semejante caserón. Pero si te gusta, adelante. Cuentas con toda mi aprobación. Por mi parte, acepto la oferta.
– Gracias, Tom -dijo Sarah, emocionada.
Ese día la llamaron cuatro herederos más. Y el martes otros nueve. Quedaban, por tanto, cinco. Dos de ellos dieron su aprobación el miércoles. Para entonces el banco ya le había dado una respuesta. No tenían inconveniente alguno en concederle una hipoteca e incluso un crédito para pagar la entrada hasta que pudiera disponer del legado de Stanley. Marjorie le había aconsejado que encargara un informe sobre termitas, únicamente por si las moscas, y eso hizo. Había algunos problemas, pero sorprendentemente nimios y de esperar en una casa tan antigua. Nada que no tuviera fácil arreglo. Stanley había mandado hacer un informe sísmico para asegurarse de que la casa no se le caería encima en caso de terremoto. Por tanto, los únicos problemas reales eran los que Sarah ya conocía.
Las tres últimas aprobaciones llegaron el jueves, y en cuanto lo hicieron Sarah llamó al banco, a Marjorie y a Jeff Parker, las únicas personas que estaban al tanto de su locura. Jeff soltó un aullido de alegría. La había telefoneado el martes, cuando a Sarah todavía le faltaban cinco respuestas. Todos los herederos estaban encantados de quitarse la casa de encima y satisfechos con el precio. Era un quebradero de cabeza que ninguno deseaba. Habían acordado firmar las arras en tres días, algo casi insólito. Eso significaba que, técnicamente, la casa sería suya el domingo.
– Tenemos que hacer algo para celebrarlo -dijo Jeff cuando escuchó la noticia-. ¿Qué me dices de otro sushi?
Era fácil y rápido, y quedaron en un restaurante de la calle Fillmore a las siete y media. Sarah tuvo que reconocer que era agradable tener algo que hacer y alguien a quien ver durante la semana. Mucho más divertido que comer un sándwich en el despacho o ver la tele en casa y olvidarse por completo de cenar.
Hablaron de la casa durante dos horas, mientras cenaban. A Jeff se le habían ocurrido un montón de ideas desde su charla del martes. Quería ver si podía ayudarla a hacer algo más elegante con la escalera de servicio y había diseñado una cocina entera para la planta baja. No era más que un boceto, pero a Sarah le encantó. Proponía, además, un gimnasio en el sótano, donde ahora estaba la cocina, con sauna y baño turco incluidos.
– ¿No costará una fortuna? -preguntó Sarah con cara de preocupación, aunque sabía que a Phil le encantaría. Todavía no le había contado nada. Pensaba hacerlo el fin de semana.
– No tiene por qué. Podemos utilizar unidades prefabricadas. Y hasta podrías poner un jacuzzi.
Sarah se echó a reír.
– Eso sí que sería todo un lujo.
Le encantaba el diseño de la cocina, era bonito y funcional. Delante de las ventanas que daban al jardín había espacio para poner una mesa de comedor amplia y cómoda. Jeff estaba invirtiendo mucho tiempo y energía en el proyecto. De vez en cuando eso le hacía preguntarse a cuánto ascenderían sus honorarios. Pero era evidente que estaba tan entusiasmado con la casa de la calle Scott como ella. Se encontraba en su salsa.
– Caray, Jeff, me encanta esa casa. ¿A ti no? -Sarah esbozó una sonrisa radiante.
– Ya lo creo que sí -respondió, satisfecho y relajado después de la cena. Estaban bebiendo té verde-. Hacía años que no disfrutaba tanto con un proyecto. Estoy deseando hincarle el diente. -Sarah le explicó que había llamado a los fontaneros y electricistas y quedado con ellos la semana siguiente para que pudieran hacerle un presupuesto. Todos le habían dicho que no podrían empezar hasta después de Navidad-. Espera a que desmantelemos el lugar, lo saneemos de arriba abajo y lo volvamos a armar.
– Tal y como lo describes, da miedo -dijo ella con una sonrisa. Pero él parecía muy tranquilo. Si alguien podía hacer el trabajo, ese era Jeff.
– A veces da miedo, pero cuando terminas, la sensación es increíble.
Sarah confiaba en que la casa estuviera acabada para el verano o, como muy tarde, para la Navidad siguiente. Jeff no creía que necesitaran todo un año. Pagó la cuenta y miró a Sarah con expresión burlona. Jeff era un hombre de rostro aniñado pero mirada sabia. Parecía joven y mayor al mismo tiempo. Tenía cuarenta y cuatro años, tan solo seis más que Sarah. Y en algún momento había mencionado que Marie-Louise tenía cuarenta y dos, si bien Sarah le había echado muchos menos. Tenía un estilo atrevido y subido de tono que la hacía parecer más joven incluso que ella, cuyo estilo era muy diferente, más serio, al menos los días que iba al despacho. Esa noche vestía un traje pantalón azul marino. El domingo anterior había llevado vaqueros, unas Nike y un jersey rojo. A Jeff le gustaba esa forma de vestir. Cuando su madre conoció a Marie-Louise, le dijo que parecía una fulana, pero Jeff tenía que reconocer que a veces también le gustaba ese estilo. Sarah parecía más norteamericana, más natural y saludable, como una modelo de Ralph Lauren o la estudiante de Harvard que había sido.
– Me gustaría preguntarte algo -dijo con su expresión más aniñada-. Ya que vamos a pasar mucho tiempo trabajando juntos en la casa, ¿se me permite hacer preguntas personales? -Jeff había sentido curiosidad por Sarah desde el día que la conoció, y más aún desde que le dijo que iba a comprar la casa. Era una decisión muy valiente y la admiraba por ello.
– Claro -respondió con esa mirada inocente y franca que a él tanto le gustaba. Sarah parecía no tener secretos. Marie-Louise, por el contrario, tenía muchos, algunos nada agradables. No era una persona fácil-. Dispara.
– ¿Quién va a mudarse contigo a esa casa? -Pareció algo cortado después de decirlo, pero Sarah no.
– Nadie. ¿Por qué?
– ¿Me tomas el pelo? ¿Vas a vivir en una casa de cinco plantas y dos mil setecientos metros cuadrados y te extraña que te pregunte con quién? Diantre, Sarah, en esa casa podrías alojar a un pueblo entero. -Rieron mientras el camarero les servía más té-. Simplemente sentía curiosidad.
– Con nadie. Viviré sola.
– ¿Es lo que quieres? -La pregunta sonó como si Jeff se estuviera ofreciendo a acompañarla, pero ambos sabían que no era eso. Llevaba catorce años con Marie-Louise y aunque a Sarah le pareciera una persona difícil, a él parecía gustarle.
– Esa pregunta es algo más compleja -reconoció Sarah, mirándole por encima de su taza de té-. Depende del sentido que quieras darle. ¿Estoy buscando un marido? No, creo que no. Nunca he pensado que el matrimonio sea lo que me conviene. Genera más problemas que alegrías, aunque supongo que eso dependerá de con quién te cases. ¿Quiero hijos? Creo que no.
Por lo menos así ha sido hasta ahora. La idea de tener hijos me aterra. ¿Me gustaría vivir con alguien? Probablemente, o por lo menos estar con alguien a quien le apetezca estar siempre conmigo, aunque tenga su propia vida. Creo que eso es lo que de verdad querría. Me gusta la idea de compartir diariamente mi vida con otra persona. No es algo fácil de encontrar. Puede que haya perdido el tren.