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Sarah no discrepó.

– Puede que tengas razón -dijo. Era una teoría interesante.

– ¿Qué me dices de tus padres? ¿Eran felices? -preguntó Jeff, mirándola fijamente. Le gustaba Sarah. Intuía que era una buena persona, íntegra, de principios. Pero Marie-Louise también lo era, pese a su acritud. Y había tenido una infancia difícil que, lo reconociera o no, seguía afectándola.

– Naturalmente que no. -Sarah rió-. Mi padre era un alcohólico empedernido y mi madre se dedicaba a encubrirlo. Nos mantenía a los tres mientras él se pasaba el día en el cuarto, demasiado borracho para moverse. Yo le odiaba. Murió cuando yo tenía dieciséis años. Ni siquiera puedo decir que lo echara de menos, porque en realidad nunca estuvo a mi lado. De hecho, las cosas mejoraron cuando falleció. -Y hasta su muerte siempre deseó que estuviera lejos. Luego se sintió culpable por ello.

– Y tu madre, ¿volvió a casarse? -preguntó Jeff-. Debió de quedarse viuda muy joven, si tú solo tenías dieciséis años.

– Mi madre tenía un año más de los que yo tengo ahora. Trabajaba en una inmobiliaria, luego se hizo interiorista y empezó a ganarse bien la vida. Me pagó los estudios en Harvard y en la facultad de derecho de Stanford. Pero nunca volvió a casarse. Ha tenido un montón de novios, pero el que no es alcohólico tiene alguna tara, o eso piensa ella. Ahora sale principalmente con sus amigas y frecuenta los clubes de lectura.

– Es una pena -dijo Jeff con empatía.

– Sí. Ella asegura que es feliz, pero no la creo. Yo no podría serlo. Por eso me aferró a mi hombre de fin de semana. No quiero verme dentro de veinte años como mi madre, asistiendo a clubes de lectura.

– A este paso, eso es lo que te espera -declaró Jeff sin rodeos-. Ese hombre se está llevando los mejores años de tu vida. ¿Realmente crees que estará contigo dentro de veinte años?

– Seguramente no -reconoció Sarah-, pero lo está ahora, he ahí el problema. Supongo que tarde o temprano nuestra relación tocará a su fin, pero no seré yo quien lo provoque. Odio los fines de semana en soledad.

– Lo sé, y te entiendo. Yo también los odio. No pretendo parecer petulante. Yo tampoco tengo la solución.

Después de eso abandonaron el restaurante. Habían ido en coches separados, de modo que se despidieron con un abrazo y Sarah se marchó a casa. El teléfono estaba sonando cuando entró en su apartamento. Consultó la hora y le sorprendió comprobar que eran las once. Había desconectado el móvil durante la cena.

– ¿Dónde demonios te has metido? -Phil sonaba furioso.

– Por Dios, tranquilízate. Estaba cenando. Nada del otro mundo. Sushi.

– ¿Otra vez? ¿Con quién? -Casi atravesó el teléfono.

Sarah se preguntó si estaba celoso o, sencillamente, de mal humor. A lo mejor había salido y bebido más de la cuenta.

– ¿Qué importa eso si nunca estás aquí durante la semana? -Parecía irritada-. Salí a cenar con alguien con quien estoy realizando un proyecto. Fue una cena estrictamente de trabajo. -Y era cierto.

– ¿Qué es esto? ¿Una venganza porque necesito ir al gimnasio después del trabajo y hacer un poco de ejercicio? ¿Un castigo? Por Dios, no seas chiquilla.

– Eres tú el que está gritando, no yo -señaló Sarah-. ¿A qué viene ponerse así?

– Llevas cuatro años volviendo a casa todas las noches para plantar tu trasero delante de la tele y de repente sales todas las noches a cenar sushi. ¿Qué estás haciendo? ¿Tirándote a un puto japonés?

– Vigila tu vocabulario, Phil. Y tus modales. También salgo a cenar sushi contigo. Se trata de un asunto de trabajo. ¿Desde cuándo nos prohibimos tener cenas de trabajo durante la semana? -Se sentía ligeramente culpable porque lo había pasado bien y después de la primera hora se había convertido más en una cena de amigos. Pero era cierto que también habían hablado de trabajo-. Si tantas ganas tienes de saber qué hago durante la semana, ¿por qué no intentas pasar menos tiempo en el gimnasio para estar conmigo? Puedes hacerlo cuando quieras. Preferiría con mucho salir a cenar sushi contigo.

– ¡Que te jodan! -espetó Phil, y le colgó.

La respuesta no podría haber sido otra porque Sarah tenía razón y él lo sabía. No podía tener las dos cosas, libertad plena durante la semana y, al mismo tiempo, la seguridad de que ella permanecía encadenada a una pared, esperando los fines de semana para verlo. Y puede que hasta con un cinturón de castidad, si por él fuera. Phil tenía suerte de que Jeff Parker tuviera pareja, pensó Sarah. Porque pensaba que era un hombre realmente encantador. Y todas las valoraciones que había hecho sobre Phil y su grado de compromiso eran ciertas. La relación que tenía con Phil lo era todo menos ideal.

Phil telefoneó poco después para pedirle disculpas, pero Sarah dejó saltar el contestador. Había pasado una velada deliciosa con Jeff y no quería que se la estropeara. Estaba muy dolida. Phil la había acusado de engañarle con otro hombre, algo que ella nunca había hecho y nunca haría. No era esa clase de persona.

Al día siguiente volvió a llamarla mientras se estaba vistiendo aprisa y corriendo para ir a trabajar. Era viernes. Parecía nuevamente alterado.

– ¿Todavía quieres verme esta noche?

– ¿Por qué? ¿Tienes otros planes? -preguntó fríamente Sarah.

– No, pero temía que tú sí. -El tono de Phil también era frío. Se avecinaba un gran fin de semana.

– Mi plan era verte este fin de semana dado que, como quien dice, hace tres semanas que no nos vemos -repuso ella con acritud.

– No empecemos ahora con eso. Sabes perfectamente que tuve que pasar una semana en Nueva York tomando declaraciones y otra semana con mis hijos.

– Mensaje recibido. ¿Algo más?

– Esta noche iré a tu casa después del gimnasio.

– Vale -dijo Sarah, y colgó.

Empezaban con mal pie. Era evidente que los dos estaban resentidos. Ella por las tres semanas que llevaba sin verle, a pesar de que Phil podría haber pasado por su casa durante la semana, y él porque no le gustaba que ella saliera a cenar y desconectara el móvil. Y ese era el fin de semana que tenía pensado hablarle de la casa de la calle Scott e invitarle a verla. La rabieta de Phil no había conseguido desanimarla a ese respecto.

Telefoneó a Jeff camino del trabajo y le dio las gracias por la agradable cena.

– Espero no haber sido demasiado franco -se disculpó-. Suele ocurrirme cuando bebo demasiado té. -Sarah rió, y también él. Le dijo que se le habían ocurrido más ideas para la cocina e incluso el gimnasio-. ¿Tienes un hueco este fin de semana? ¿O estarás ocupada con él?

– Él se llama Phil, y los domingos suele irse en torno al mediodía. Podríamos vernos por la tarde.

– Genial. Llámame cuando se haya ido.

Sarah no le contó que Phil había tenido un ataque de celos por su causa. Estaba encantada con la idea de que la casa fuera a mantenerla ocupada. Así, las noches entre semana y las tardes de los domingos, cuando Phil se marchara, serían menos deprimentes. Con una casa de ese tamaño para restaurar, iba a estar muy atareada. Se comería todo su tiempo libre.

De regreso a casa pasó por el supermercado. Como hacía mucho que no se veían, había decidido preparar una cena especial. Se sorprendió de ver a Phil entrando por la puerta poco después de las siete.

– ¿No has ido al gimnasio? -Nunca llegaba a su casa antes de las ocho.

– Pensé que podría apetecerte cenar fuera -dijo, ya más tranquilo. Phil raras veces se disculpaba verbalmente después de ofenderla, pero siempre buscaba alguna forma de compensarla.

– Me encantaría -dijo Sarah con dulzura, y se levantó para besarle. Le sorprendió la fuerza de su abrazo y la vehemencia de sus besos. A lo mejor era cierto que había estado celoso. Sarah casi lo encontró enternecedor. Si salir a cenar sushi y apagar el móvil ejercían ese efecto en él, tendría que hacerlo más a menudo.