– Te he echado de menos -dijo cariñosamente Phil, y Sarah le sonrió.
Tenían una relación extraña. La mayor parte del tiempo Phil no quería verla, pero cuando ella hacía su vida, se ponía celoso, pillaba una rabieta y le decía que la echaba de menos. Parecía como si siempre uno de los dos tuviera que estar molesto, como si la balanza tuviera que estar siempre con un extremo arriba y el otro abajo. Nunca podían estar al mismo nivel. Era una verdadera lástima.
Esa noche Phil la llevó a cenar al restaurante que ella eligió y en cuanto llegaron a casa insistió en que estaba cansado y le pidió que le acompañara a la cama. Sarah captó sus intenciones y no puso inconveniente. Llevaban tres semanas sin hacer el amor. Y mientras lo hacían sintió que él había estado ávido de ella. Sarah también, pero algo menos porque la casa la había tenido muy entretenida. Aún no le había mencionado el tema. Quería esperar al sábado por la mañana, después de desayunar. Pensó que para entonces su humor habría mejorado. No sabía muy bien por qué, pero intuía que a Phil no iba a hacerle mucha gracia. Detestaba los cambios y había que reconocer que se trataba de una casa increíblemente grande.
Por la mañana le preparó huevos revueltos con tocino, con magdalenas de arándanos que había comprado el día anterior. También le preparó una mimosa con champán y zumo de naranja y le llevó el periódico a la cama.
– Oh, oh -dijo Phil con una sonrisa picara mientras ella le tendía un capuchino cubierto de copos de chocolate-. ¿Qué estás tramando?
– ¿Por qué lo dices? -repuso ella, sonriendo maliciosamente.
– El desayuno estaba delicioso. El capuchino estaba en su punto. Nunca me traes el periódico a la cama. Y el champán con zumo de naranja ha sido la bomba. -Le clavó una mirada nerviosa-. Una de dos, o vas a dejarme o me has sido infiel.
– Ni una cosa ni otra -dijo Sarah con expresión triunfal. Se sentó en el borde de la cama, incapaz de seguir conteniendo su entusiasmo. Se moría de ganas por contarle lo de la casa y conocer su opinión. Confiaba en poder llevarlo esa tarde a verla-. Tengo algo que contarte. -Le miró con una sonrisa.
– ¿Bromeas? -dijo él, nervioso-. Eso ya lo he notado. ¿Qué has hecho?
– Voy a mudarme -dijo sencillamente Sarah.
Phil puso cara de pánico.
– ¿De San Francisco?
Sarah rió complacida. Parecía realmente asustado. Era una buena señal.
– No. A unas manzanas de aquí.
La miró aliviado.
– ¿Has comprado un apartamento? -preguntó, sorprendido-. Me dijiste que habías decidido no hacerlo.
– Es cierto. No he comprado un apartamento, he comprado una casa.
– ¿Una casa? ¿Para ti sola?
– Para mí sola. Y para ti los fines de semana, si quieres.
– ¿Dónde está?
Parecía escéptico. Sarah enseguida se dio cuenta de que no le parecía una buena idea. Él ya había pasado por la experiencia de comprar una casa, cuando estaba casado. Ahora mismo no quería otra cosa que el pequeño apartamento donde vivía. Tan solo tenía un gran dormitorio y un diminuto cuarto al fondo con una litera triple para sus hijos. Casi nunca se quedaban a dormir, lo cual era comprensible. Tenían que hacer contorsionismo para poder entrar. Cuando Phil quería verlos, se los llevaba fuera. El resto del tiempo vivían con su madre. Le bastaba con cenar con ellos una o dos veces por semana.
– Está en la calle Scott, no lejos de aquí. Podríamos ir a verla esta tarde, si quieres.
– ¿Cuándo firmas las arras? -Phil dio un sorbo a su capuchino.
– Mañana.
– ¿Bromeas? ¿Cuándo cerraste el trato?
– El jueves. Los dueños aceptaron mi oferta. La he comprado tal y como está. Hay que hacerle muchos arreglos -reconoció.
– Por Dios, Sarah, te estás creando un quebradero de cabeza innecesario. ¿Qué sabes tú de arreglar casas?
– Nada, pero voy a aprender. Muchos de los arreglos quiero hacerlos yo misma.
Phil puso los ojos en blanco.
– Tú alucinas. ¿Qué estabas fumando cuando decidiste hacer eso?
– Nada. Reconozco que es una locura, pero una buena locura. Es mi sueño.
– ¿Desde cuándo? Solo hace una semana que empezaste a buscar.
– Era la casa de mis bisabuelos. Mi abuela nació allí.
– Esa no es razón para comprarla. -Phil pensó que en su vida había oído una estupidez igual, y todavía no conocía toda la historia. Sarah quería ir poco a poco. La miró con escepticismo-. ¿De qué año es?
– Mi bisabuelo la construyó en 1923.
– ¿Cuándo la reformaron por última vez? -preguntó, interrogando al testigo.
– Nunca le han hecho nada -respondió Sarah con una sonrisa tímida-. Todo es de origen. Ya te he dicho que necesita muchos arreglos. He calculado que podría tardar un año en restaurarla. No voy a mudarme enseguida.
– Eso espero. Por lo que me estás contando, se diría que te has comprado un enorme problema. Te va a costar una fortuna. -Sarah no le contó que la tenía gracias a Stanley Perlman. Phil nunca le hacía preguntas sobre dinero y ella tampoco a él. Era algo de lo que no hablaban-. ¿Cuántos metros tiene?
Sarah sonrió. Era el factor decisivo. Casi lo dijo riendo.
– Dos mil setecientos.
– ¿Me tomas el pelo? -Phil apartó la bandeja del desayuno y saltó de la cama-. ¿Te has vuelto loca? ¿Dos mil setecientos? ¿Qué era antes? ¿Un hotel? Maldita sea, ni que se tratara del Fairmont.
– Es más bonito aún -contestó Sarah con orgullo-. Quiero llevarte a verla.
– ¿Sabe tu madre lo que has hecho? -Como si eso le importara a alguno de los dos. Phil jamás mencionaba a su madre. La aversión era mutua.
– Todavía no. Se lo contaré a todos el día de Navidad. Quiero sorprender a mi abuela. No ha visto la casa desde que tenía siete años.
– No entiendo a qué viene todo esto. -Phil la fulminó con la mirada-. Te comportas como si estuvieras chiflada. Llevas semanas actuando de una forma muy extraña. Uno no compra una casa como esa así como así a menos que lo vea como una inversión y piense sacarle un beneficio después de restaurarla, pero así y todo sería una locura. No dispones de tiempo para embarcarte en un proyecto como ese. Trabajas tanto como yo. Eres abogada, por lo que más quieras, no contratista o decoradora. ¿En qué estabas pensando?
– Tengo más tiempo libre que tú -replicó Sarah con calma.
Estaba harta de sus comentarios insultantes sobre la casa y sobre ella. Actuaba como si le estuviera pidiendo que pusiera dinero, y no era el caso.
– ¿De dónde sacas que tienes más tiempo libre que yo? La última noticia que tengo es que estabas trabajando catorce horas diarias.
– Yo no voy al gimnasio. Eso representa cinco noches libres por semana. Y puedo trabajar en la casa los fines de semana.
– ¿Y qué se supone que he de hacer yo entretanto? -preguntó, indignado, Phil-. ¿Girar los pulgares mientras tú friegas ventanas y pules suelos?
– Puedes ayudarme. En cualquier caso, los fines de semana nunca estás conmigo durante el día. Siempre acabas haciendo tus cosas.
– Eso es mentira y lo sabes. No puedo creer que hayas hecho algo tan estúpido. ¿Realmente piensas vivir en una casa de ese tamaño?
– Es preciosa. Espera a verla. -Sarah estaba ofendida por todo lo que Phil había dicho, y por su forma de expresarse. Si se hubiera molestado en mirarla lo habría visto en sus ojos, pero estaba demasiado ocupado rebajándola-. Tiene hasta un salón de baile -continuó con calma.
– Genial. Podrías alquilárselo a Arthur Murray para pagarte la reforma. Sarah, creo que has perdido un tornillo -dijo, y se sentó de nuevo en la cama.
– Eso parece. Gracias por tu apoyo.
– A estas alturas de nuestras vidas lo que tenemos que hacer es simplificar las cosas. Tener menos, implicarnos menos. ¿Quién necesita un quebradero de cabeza como ese? No tienes ni idea en lo que te estás metiendo.