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– No. Creo que te gustará. Está en Pacific Heights, a tan solo unas manzanas de donde vivo ahora. Es un barrio muy respetable y seguro.

– Entonces, ¿dónde está la pega? Porque puedo olería. -Audrey era implacable. Sarah deseó que encontrara un novio que la entretuviera, pero entonces tendría que sedarla para mantenerle la boca cerrada. Cuando no los espantaba, los dejaba. Su madre tenía una lengua afilada, especialmente con Sarah, una lengua que siempre conseguía herirla.

– No hay ninguna pega, mamá. La casa necesita arreglos, muchos arreglos, pero estoy muy ilusionada y la conseguí a muy buen precio.

– Oh, Dios, es una choza, lo sé.

Sarah negó con la cabeza.

– No es ninguna choza, es una casa preciosa. Tardaré entre seis meses y un año en arreglarla, pero cuando esté terminada te encantará. -Miró a su abuela mientras hablaba. Mimi asentía con la cabeza, dispuesta a creerla. Siempre era así, a diferencia de Audrey, que la retaba a cada oportunidad.

– ¿Quién te ayudará? -preguntó Audrey con sentido práctico.

– He contratado a un arquitecto, y muchos de los arreglos los haré yo misma.

– Supongo que hago bien en suponer que no veremos a Phil empuñando un martillo los fines de semana. A tu bufete le deben de ir muy bien las cosas si puedes permitirte contratar a un arquitecto. -Audrey apretó los labios y Sarah asintió con la cabeza. El legado de Stanley tampoco era asunto de ella-. ¿Cuándo te darán las llaves?

– Ya las tengo -dijo Sarah con una amplia sonrisa.

– Qué rapidez -espetó Audrey con escepticismo.

– Lo sé -reconoció Sarah-. Fue amor a primera vista. Hace tiempo que conozco esa casa, y de repente la pusieron en venta. Jamás se me pasó por la cabeza que acabaría siendo mía.

– ¿Cuántos metros cuadrados tiene? -preguntó su madre con naturalidad, y a Sarah se le escapó una carcajada.

– Dos mil setecientos -respondió tranquilamente, como si hubiera dicho uno o dos.

Los allí reunidos la miraron boquiabiertos.

– ¿Bromeas? -preguntó Audrey con los ojos como platos.

– No, no bromeo. Por eso la conseguí a tan buen precio, porque hoy día nadie quiere una casa de esas dimensiones. -Sarah se volvió hacia su abuela y habló con suavidad-: Mimi, tú conoces la casa. Naciste en ella. Es la casa de tus padres, el veinte-cuarenta de la calle Scott. En gran parte la compré por eso. Significa mucho para mí, y espero que cuando la veas, también signifique mucho para ti.

– Dios mío… -dijo Mimi con los ojos llenos de lágrimas. Ni siquiera sabía si quería volver a ver esa casa. De hecho, estaba casi segura de que no quería. Encerraba recuerdos muy dolorosos, de su padre antes de que la Gran Depresión lo hundiera, de las últimas veces que vio a su madre antes de que desapareciera-. ¿Estás segura de que eso es lo que quieres?… Me refiero a que… es una casa demasiado grande para que la lleve una sola persona. Ya nadie vive así… Mis padres tenían cerca de treinta empleados, o puede que incluso más. -Parecía preocupada, y casi se diría que asustada, como si un espíritu del pasado le hubiera posado una mano en el hombro. El espíritu de Lilli, su madre.

– Puedes estar segura de que no tendré treinta empleados -respondió Sarah sin dejar de sonreír pese al ceño de su madre y la cara de pánico de su abuela. Hasta George la miraba con cierto pasmo. La casa que se había comprado en Palm Springs tenía quinientos metros y temía que fueran demasiados para él. Dos mil setecientos era más de lo que podía imaginar-. Puede que contrate a una persona para que venga a limpiar una vez a la semana. El resto lo haré yo. Es una casa preciosa, y cuando le haya devuelto su aspecto original, o más o menos su aspecto original, estoy segura de que os encantará.

Audrey estaba meneando la cabeza, como si ya no le quedara ninguna duda de que su hija estaba loca.

– ¿De quién era la casa? -preguntó, vagamente intrigada.

– De Stanley Perlman, aquel cliente mío que falleció -contestó Sarah.

– ¿Te la ha dejado? -preguntó su madre sin rodeos. Le habría preguntado si se había acostado con él si Sarah no le hubiera contado que tenía casi cien años.

– No. -El resto solo le incumbía a ella, a Stanley y a sus diecinueve herederos-. Los herederos la pusieron a la venta a un precio increíblemente bajo y decidí comprarla. Me ha costado menos de lo que me habría costado una casa pequeña en el mismo barrio y es mucho más bonita. Además, para mí significa mucho que vuelva a pertenecer a la familia, y espero que para vosotras también -dijo, mirando a su madre y a su abuela. Las dos mujeres guardaron silencio-. Pensé que podríamos ir a verla mañana. Significaría mucho para mí.

Nadie dijo nada durante un largo instante, y eso hizo que la decepción revoloteara como una palomilla sobre el corazón de Sarah. Como siempre, la primera en hablar fue Audrey.

– No puedo creer que hayas comprado una casa de semejante tamaño. ¿Tienes idea del trabajo que supondrá arreglarla y no digamos decorarla y amueblarla? -Sus palabras siempre conseguían sonar como acusaciones en los oídos de Sarah.

– Lo sé. Pero por muchos años que tarde, para mí es importante. Y si en un momento dado siento que el proyecto me supera, siempre puedo venderla.

– Y perder la camisa en el proceso -suspiró Audrey en tanto que Mimi tomaba la mano de su nieta entre las suyas. Pese a su edad seguía teniendo unas manos bellas y delicadas, con unos dedos largos y elegantes.

– Creo que has hecho algo maravilloso, Sarah. Me parece que, sencillamente, estamos algo sorprendidos. Me encantaría ir a ver la casa. Nunca pensé que volvería a verla. En realidad, nunca pensé que querría volver a verla, pero ahora que es tuya, sí quiero… -Era la respuesta perfecta. Mimi, a diferencia de su madre, nunca la defraudaba.

– ¿Podríamos ir mañana? -El día de Navidad. Sarah se sentía como cuando era niña y enseñaba a su abuela un dibujo o una muñeca nueva. Quería que estuviera orgullosa de ella. Y también su madre. Siempre había sido más difícil ganarse la aprobación de su madre.

– Iremos mañana a primera hora -declaró Mimi, luchando por vencer sus miedos y emociones. No le resultaba fácil volver a esa casa, pero por Sarah era capaz de enfrentarse a todos los demonios del infierno, incluso de su infierno privado, con sus dolorosos recuerdos. George dijo que la acompañaría. Solo quedaba Audrey.

– De acuerdo, pero no esperes que diga que hiciste bien.

– No esperaría menos de ti, mamá -respondió Sarah con satisfacción. Se marchó poco después. De regreso a su apartamento pasó por delante de la casa de la calle Scott y sonrió. El día antes había colgado una corona de Navidad en la puerta. Estaba impaciente por mudarse.

Phil la llamó a medianoche para desearle feliz Navidad. Dijo que él y sus hijos lo estaban pasando muy bien y que la echaba de menos. Sarah respondió que ella también le echaba de menos y después de colgar la embargó la tristeza. No podía evitar preguntarse si alguna vez tendría un hombre con el que poder pasar las fiestas. Tal vez algún día. Tal vez con Phil.

Al día siguiente se le ocurrió llamar a Jeff para desearle feliz Navidad, pero, temiendo que contestara Marie-Louise, cambió de idea. Fue a la casa de la calle Scott y se entretuvo haciendo pequeñas cosas mientras esperaba a que apareciera su familia a las once, como habían prometido. Llegaron unos minutos después. Su madre había pasado a recoger a Mimi y a George, fingiendo no saber que habían pasado la noche juntos. Últimamente eran inseparables. No había duda de que George estaba obteniendo ventaja con respecto a los demás pretendientes de Mimi, bromeó Sarah, y su abuela dijo que era por las clases de golf. Audrey opinaba que era por la casa de Palm Springs. Fuera lo que fuese, parecía que estaba dando resultados, y Sarah se alegraba por los dos. Por lo menos una mujer de la familia tenía una relación que valía la pena. Y se alegraba de que esa mujer fuera Mimi, porque se merecía pasar contenta y feliz los últimos años de su vida. En su opinión, George era el hombre ideal para su abuela.