Mimi fue la primera en cruzar la puerta. Seguida de Audrey y George, avanzó despacio por el vestíbulo mirando a su alrededor, como si temiera ver un fantasma. Al llegar al pie de la gran escalera levantó la vista como si todavía pudiera ver en ella a gente conocida. Cuando se volvió hacia Sarah tenía las mejillas surcadas de lágrimas.
– Está exactamente como la recordaba -dijo en un susurro-. Siempre me viene el recuerdo de mi madre bajando por esta escalera, luciendo hermosos vestidos de noche, con sus joyas y sus pieles, y a mi padre vestido con frac y chistera, esperándola abajo con una amplia sonrisa. Era un placer contemplar a mi madre.
A Sarah le era fácil imaginarlo, a juzgar por la única foto que había visto de ella. Lilli tenía algo mágico, casi hechizante. Parecía una estrella de cine, una princesa de cuento de hadas, una joven reina. El hecho de ver a Mimi en la casa hizo que todo eso cobrara vida para Sarah.
Pasearon por la planta baja durante casi una hora mientras explicaba sus planes, así como la ubicación y el diseño de la nueva cocina. Audrey examinaba en silencio los paneles, las molduras y el artesonado. Alabó el exquisito suelo de madera procedente de Europa. Y George, como le ocurría a todo el mundo, estaba fascinado con las arañas de luces.
– Mi padre las hizo traer de Austria para mi madre -explicó Mimi, observándolas desde abajo. Todavía no podían encenderlas, pero Jeff ya había hecho venir a un experto para que se asegurara de que estaban bien sujetas-. Mi institutriz me habló de ellas en una ocasión -prosiguió, pensativa-. Creo que dos de ellas provienen de Rusia y el resto de Viena, y la que hay en el dormitorio de mi madre llegó de París. Mi padre saqueó palacios de toda Europa para construir esta casa. -Saltaba a la vista. Los resultados eran exquisitos.
Pasaron otra media hora en el primer piso, admirando los salones y, sobre todo, el salón de baile, con sus espejos y sus molduras doradas, sus paneles y sus suelos taraceados. Era una auténtica obra de arte. Luego subieron a la segunda planta. Mimi fue directa a los cuartos de los niños y tuvo la sensación de que había estado allí el día antes. La emoción le había robado el habla, y George le rodeó dulcemente los hombros con un brazo. Encontrarse de nuevo en esas estancias era, para Mimi, un intenso viaje emocional. Sarah casi se sintió culpable por haberla puesto en esa situación, pero al mismo tiempo confió en que lograra curar viejas heridas.
Mimi les contó todo lo referente al dormitorio y los vestidores de su madre, los muebles, las cortinas de satén rosa y la valiosísima alfombra de Aubusson. Al parecer había sido subastada por una fortuna incluso en 1930. Mimi habló de los vestidos de noche de su madre que ocupaban varios armarios, de los imponentes sombreros que se mandaba hacer en París. Era un relato sorprendente, y toda una lección de historia. Audrey escuchaba en silencio. En sus sesenta y un años de vida jamás había oído hablar a su madre de su infancia, y le sorprendía lo mucho que recordaba. Siempre supuso que lo había olvidado todo. Lo único que le contaron de niña era que la familia de su madre lo había perdido todo en el crack de 1929 y que su abuelo había muerto unos años después. Audrey no sabía nada de la gente que había poblado la niñez de su madre, de los detalles sobre la desaparición de su abuela materna, de la existencia siquiera de esa casa. Mimi jamás le había hablado de ello, y ahora los recuerdos y las anécdotas salían de su boca como un cofre rebosante de joyas.
Aunque había muy poco que ver, también visitaron el ático y el sótano. Mimi se acordaba del ascensor y de lo mucho que le gustaba montar en él con su padre, y de su criada favorita, a la que iba a ver a hurtadillas al ático cuando conseguía escapar de la institutriz.
Eran casi las dos cuando regresaron al vestíbulo. Mimi parecía cansada, y también los demás. Había sido algo más que un recorrido por la casa o una lección de historia, había sido un viaje al pasado para visitar a gente largo tiempo olvidada, y todo gracias a que Sarah había hecho realidad su sueño y había querido compartirlo con ellos.
– En fin, ¿qué os parece? -preguntó.
– Gracias -dijo Mimi, abrazándola-. Que Dios te bendiga. -Sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas-. Espero que seas feliz en esta casa, Sarah. Ellos lo fueron durante un tiempo. Espero que tú lo seas siempre, te lo mereces. Estás haciendo algo maravilloso al devolver la vida a esta casa. Me gustaría ayudarte en todo lo posible. -Hablaba en serio. George se acercó y también la abrazó.
– Gracias, Mimi -dijo Sarah, estrechando fuertemente a su abuela. Luego se volvió hacia su madre, presa del miedo que siempre la asaltaba cuando buscaba su aprobación. No era fácil obtenerla, nunca lo había sido.
Audrey asintió con la cabeza, titubeó y cuando finalmente habló, tenía la voz ronca y la mirada vidriosa.
– Estaba preparada para decirte que estás loca. Era lo que pensaba… pero ahora entiendo por qué lo has hecho. Tienes razón. Esto es importante para todas nosotras… y la casa es preciosa… Te ayudaré a decorarla si quieres, cuando la tengas terminada. -Sonrió cariñosamente a su hija-. Va a hacer falta mucha tela para decorarla… ya solo las cortinas podrían arruinar a un banco… Me gustaría ayudarte… Y se me han ocurrido algunas ideas para todos esos salones. También he pensado que podrías alquilarla para bodas, una vez que la tengas terminada. Eso te daría un buen dinero. Las parejas siempre están buscando un lugar elegante donde poder celebrar su casamiento. Esta casa sería perfecta, y podrías cobrar una fortuna.
– Es una gran idea, mamá -dijo Sarah con lágrimas en los ojos. Su madre nunca antes se había ofrecido a ayudarla, simplemente le decía lo que tenía que hacer. En cierto modo, la casa las estaba uniendo. No había sido esa su intención, pero era un inesperado regalo que agradecía-. No se me había ocurrido. -Creía sinceramente que era una buena idea.
Las tres mujeres se miraron con una amplia sonrisa antes de salir de la casa, como si compartieran un secreto muy especial. Las descendientes de Lilli de Beaumont habían vuelto finalmente a casa, bajo el techo que Alexandre había construido para ella. En otros tiempos fue una casa llena de amor, y en manos de Sarah las tres sabían que volvería a serlo.
14
Sarah dedicó todas sus vacaciones navideñas a trabajar en la casa y Audrey adquirió la costumbre de pasar a verla. Había estado en la biblioteca indagando sobre la historia de la casa y había encontrado interesantes detalles que compartió con su hija. Además, tenía propuestas sobre decoración sorprendentemente buenas. Sarah estaba disfrutando de la compañía de su madre por primera vez en muchos años. Mimi también se dejaba caer algunas veces por la casa, con sándwiches para asegurarse de que Sarah se alimentaba como es debido mientras clavaba, lijaba y serraba. La librería empezaba a tomar forma, y estaba dando barniz a los paneles y el artesonado con sumo cuidado. Ya casi relucían.
Jeff pasó varias tardes en la casa con ella cuando Marie-Louise se fue a esquiar. Le cobraba solo por los diseños, los dibujos y la coordinación de los contratistas, no por el tiempo que pasaba allí. Decía que trabajar en la casa lo relajaba. Una noche que estaban trabajando en habitaciones separadas fue a comprobar cómo le iba a Sarah con la nueva cera que estaba probando en los paneles. Parecía agotada, tenía las manos hechas un desastre y el pelo recogido de cualquier manera en la coronilla. Llevaba puesto un pantalón de peto y botas de trabajo. Detuvo su trabajo cuando él le tendió una cerveza.
– Tengo la sensación de que se me van a caer los brazos -dijo mientras se sentaba en el suelo. Jeff la miró con una sonrisa. Habían compartido una pizza para cenar.