No podía imaginarse viviendo así el resto de su vida, pero ya llevaba catorce años. Sarah tampoco podía imaginarse viviendo de ese modo, pero si él seguía haciéndolo sería porque así lo quería.
– Creo que es como la relación entre Phil y tú -dijo cuando hubieron terminado de cenar. La boca le ardía a causa del curry, pero le encantaba-. Con el tiempo te acostumbras a ella y olvidas que puede ser diferente. Es asombroso a lo que somos capaces de adaptarnos a veces. Por cierto, ¿has sabido algo de él?
– No. Hace dos meses que se dio por vencido. -Fiel a su palabra, Sarah no había vuelto a hablar con él. Y ya no le echaba de menos. Echaba de menos tener a alguien a veces, pero no a él-. Probablemente tenga una novia nueva a la que engañar. Ahora me doy cuenta de que él es así. -Se encogió de hombros y hablaron de nuevo sobre el viaje. Partiría al día siguiente. El vuelo a París era largo.
– No te olvides de enviarme una postal -le dijo Jeff cuando la dejó en su apartamento, y ella le dio las gracias por la cena. No se despidieron con un beso. Sarah no quería jugar a eso con Jeff, ahora que ella estaba libre y él no. Sabía que saldría herida. Y él respetaba sus deseos. Sarah le importaba demasiado para querer hacerle daño, y estaba estrechamente ligado a Marie-Louise, para bien o para mal. Actualmente era para mal, pero la situación podía cambiar en cualquier momento. Jeff nunca sabía con quién iba a despertarse por la mañana, si con Bambi o con Godzilla. A veces se preguntaba si Marie-Louise padecía un trastorno bipolar.
– Llámame si ocurre algo en la casa que yo deba saber o si hay alguna decisión que tomar.
Jeff tenía su itinerario de viaje, al igual que Mimi y el bufete. Sarah iba a alquilar un móvil francés en el aeropuerto y prometió llamarle para darle el número. También pensaba llevarse el ordenador portátil por si su secretaria necesitaba ponerse en contacto con ella por correo electrónico.
– Deja de pensar en esas cosas y disfruta de tus vacaciones. A tu vuelta te ayudaré con la mudanza. -El rostro de Sarah se iluminó. Estaba impaciente por mudarse. Pero primero tenía un emocionante viaje por delante-. Te mantendré al tanto de nuestros progresos por e-mail.
Sarah sabía que lo haría. Jeff era muy bueno comunicando lo que estaban haciendo en la casa. Hasta el momento solo habían tenido sorpresas agradables. Era como si el proyecto hubiera estado escrito desde el principio. El proceso de restauración había sido un sueño, como si Lilli y Stanley hubiesen querido que esa casa fuera suya, cada uno por razones diferentes. Ya la sentía como su hogar. Entrar a vivir en ella sería la guinda del pastel. Ya había decidido que ocuparía el dormitorio de Lilli, y había encargado una cama enorme con un cabecero de seda rosa pálido. Se la enviarían a su regreso.
– Bon voyage! -dijo Jeff mientras Sarah subía los escalones y se daba la vuelta agitando una mano. Entró en el edificio y él se alejó pensando en ella. Confiaba en que tuviera un buen viaje.
17
El avión aterrizó en el aeropuerto de Charles de Gaulle a las ocho de la mañana, hora parisina. Sarah tardó una hora en recoger su equipaje y cruzar la aduana. A las diez estaba atravesando los Campos Elíseos en un taxi con una amplia sonrisa en el rostro. Había dormido bien en el avión. Las once horas de vuelo se le habían hecho eternas, pero finalmente estaba en París. Se sentía como la heroína de una película cuando cruzó la plaza de la Concorde con sus fuentes y el puente de Alejandro III en dirección a Los Inválidos, donde estaba enterrado Napoleón. Se hospedaba en la orilla izquierda, en un pequeño hotel del boulevard Saint-Germain, el corazón del Barrio Latino. Jeff le había dado el nombre del hotel, recomendado por Marie-Louise. Era perfecto.
Sarah dejó el equipaje en la habitación y salió a caminar por París. Se detuvo en un café para tomar un café filtre y cenó sola en un restaurante. Al día siguiente fue al Louvre y, como buena turista, subió a un Bateau Mouche. Visitó Notre Dame y el Sacre Coeur y admiró la Ópera. Había estado en París otras veces, pero aquella ocasión era especial. Nunca se había sentido tan liberada, tan ligera. Pasó tres días estupendos en la ciudad y luego tomó un tren a Dordogne. El conserje de su hotel en París le había recomendado un lugar para alojarse. Dijo que era sencillo, limpio y pequeño, justo lo que Sarah estaba buscando. No había viajado para hacer alarde. Y la sorprendía lo a gusto que estaba sola. Se sentía muy segura, y pese a su limitado francés, la gente se mostraba muy amable y atenta.
Al bajar del tren tomó un taxi hasta el hotel. Era un viejo Renault que avanzaba dando tumbos por la carretera, y el paisaje era precioso. Se hallaba en tierra de caballos y divisó varios establos. También algunos castillos, la mayoría en estado ruinoso. Se preguntó si el de Lilli se hallaría en ese estado o si lo habrían restaurado. Estaba impaciente por verlo. Había anotado cuidadosamente el nombre del castillo y se lo mostró al recepcionista del hotel. El hombre asintió y le dijo algo ininteligible en francés, luego le indicó su emplazamiento en un mapa y en un inglés entrecortado le preguntó si quería que alguien la llevara en coche. Sarah dijo que sí. Como ya anochecía, el recepcionista le prometió que un coche estaría esperándola por la mañana.
Esa noche Sarah cenó en el hotel. Pidió un delicioso foie gras elaborado cerca de Périgord y acompañado de manzanas asadas, seguido de ensalada y queso. De vuelta en su habitación se metió bajo el edredón de plumas y durmió como un bebé hasta la mañana siguiente. La despertó el sol que se filtraba por las ventanas. No se había molestado en cerrar los pesados postigos. Prefería la luz del sol. La habitación tenía un cuarto de baño privado con una enorme bañera. Después de bañarse y vestirse, bajó para desayunar un café au lait servido en cuenco y cruasanes hechos esa misma mañana. Solo le faltaba un compañero con quien compartir todo eso. No tenía a nadie con quien hablar de lo buena que estaba la comida o de lo bello que era el paisaje mientras el conductor que le había prometido el recepcionista la llevaba al Château de Mailliard, el castillo donde su bisabuela había vivido durante sus años en Francia.
Estaba a media hora en coche del hotel, y antes de llegar vieron una hermosa iglesia. En otros tiempos había pertenecido al castillo, le explicó el joven conductor en un inglés chapurreado. A renglón seguido se adentraron lentamente en una carretera estrecha y fue entonces cuando Sarah lo vio. De enormes proporciones, tenía torrecillas, un patio y varios anexos. Erigido en el siglo XVI, era muy bello, aunque actualmente se hallaba en fase de reconstrucción. Un pesado andamio rodeaba el edificio principal y, como en la calle Scott, había varios obreros trabajando diligentemente.
– Nuevo dueño -explicó el conductor, señalando el edificio-. ¡Arreglar! -Sarah asintió. Por lo visto, alguien lo había comprado recientemente-. ¡Muy rico! ¡Vino! ¡Muy bueno! -Se sonrieron. El nuevo propietario había hecho su fortuna con el vino.
Sarah se apeó del coche y miró a su alrededor, intrigada por los edificios anexos y las tierras circundantes. Había huertos y viñas, y un establo gigantesco, aunque sin rastro de caballos. El castillo debió de ser muy bonito en la época de Lilli, se dijo. Lilli tenía el don de ir a parar a casas sorprendentes, pensó con una sonrisa, y de dar con hombres que sabían mimarla. Se preguntó si había sido feliz en el castillo, si había echado de menos a sus hijos o a Alexandre, o la casa de San Francisco. Aquello era muy diferente y se hallaba muy lejos de su hogar. Y aunque no era madre, Sarah no podía imaginar que alguien pudiera abandonar a sus hijos. Al pensar en ello su corazón se compadeció de Mimi.