– No lo sé, supongo que sí, si no hay otra opción. No me importaría tener un hijo algún día, o dos. Y para el niño probablemente sería mejor que sus padres estuvieran casados, pero si tú lo tienes tan claro, no es algo esencial.
– Yo no quiero tener hijos -repuso Sarah con firmeza. Parecía asustada.
– ¿Por qué no?
– Me da miedo. Tener hijos te cambia demasiado la vida. Ya nunca veo a mis amigas. Están todas demasiado ocupadas cambiando pañales y haciendo de chófer. Menudo rollo.
– Hay a quien le gusta -repuso él con cautela.
Sarah lo miró directamente a los ojos.
– En serio, ¿te imaginas a alguno de nosotros con hijos? No creo que estemos hechos de esa pasta. Yo, por lo menos, no. Me gusta mi trabajo. Me gusta lo que hago. Me gusta tumbarme y ver la tele antes de que me saques a cenar sin que tengamos que llamar a un canguro. Te quiero… Adoro mi casa. ¿Por qué complicar las cosas? ¿Y si te sale un niño horrible que se droga o roba coches o que, como la hija de Tom, es ciego y no puede valerse por sí mismo? No podría hacerlo.
– ¿No te parece una visión algo pesimista?
– Puede, pero tendrías que haber visto la vida que tuvo mi madre mientras estuvo casada con mi padre. Mi padre era un vegetal, se pasaba el día en el dormitorio, borracho, mientras ella se inventaba excusas para disculparlo. Mi infancia fue una pesadilla. Siempre temía que mi padre llegara tambaleándose cuando tenía amigos en casa o que hiciera algo para abochornarme. Y cuando murió fue aún peor, porque mi madre no paraba de llorar y yo me sentía culpable porque siempre había deseado que se muriera o que por lo menos desapareciera, y cuando lo hizo me dije que la culpa era mía. Finalmente alcancé la edad adulta, y no pienso volver a pasar por eso. De niña no fui feliz y no quiero hacer infeliz a otra persona por mi causa.
– Nosotros no bebemos -razonó Jeff.
Lo miró horrorizada.
– ¿Me estás diciendo que quieres tener hijos? -Era toda una novedad, una novedad que no le gustaba nada.
– Algún día -respondió él con franqueza-, antes de que sea demasiado viejo.
– ¿Y si yo no quiero? -El pánico se apoderó de Sarah, pero quería saberlo antes de continuar con él. Podía ser una razón para separarse.
– Te querré de todos modos y no te insistiré. Prefiero tenerte a ti a tener un hijo… Pero supongo que en algún momento me gustaría tener las dos cosas.
Sarah no podía dar crédito a sus oídos. Había dado por sentado que Jeff tampoco quería tener hijos. No era una buena noticia.
– Si tuviera un hijo, no me casaría -le desafió, y él rompió a reír y la besó.
– No esperaría menos de ti, cariño. No nos preocupemos por eso ahora. Que pase lo que tenga que pasar.
Eran prudentes, pero después de esa conversación Sarah se dijo que debían serlo aún más. No deseaba ningún desliz, o de lo contrario seguro que Jeff querría llevarlo adelante. No necesitaban pasar por esa dolorosa situación. Pensaba que su vida juntos era perfecta como estaba.
– En cualquier caso, ya soy muy mayor para tener hijos -insistió-. Cumpliré cuarenta el año que viene. Soy demasiado vieja. -Pero ambos sabían que no lo era. Jeff no dijo nada. Estaba claro que el asunto la inquietaba y por el momento no tenía por qué representar un problema. Para ninguno de los dos.
Dejaron el tema, salieron a cenar y disfrutaron de una agradable velada. Sarah le habló de la idea de su madre de alquilar la casa, o partes de la casa, para bodas. Le parecía una buena forma de obtener un dinero extra para comprar los muebles que deseaba. Jeff pensaba que podía ser divertido, aunque algo molesto tener a desconocidos en la casa que podían meterse donde no debían. Él tenía otra idea que creía interesante, pero requería invertir dinero para obtener beneficios y por el momento Sarah necesitaba todo el que tenía para la casa y los objetos que deseaba comprar.
La idea de Jeff era comprar juntos casas en mal estado, restaurarlas y luego venderlas. Le encantaba lo que Sarah había hecho con su casa y dijo que era muy buena restaurando. A ella le gustó la idea, pero le preocupaba a cuánto podía ascender la inversión. Era una idea para un futuro a largo plazo, si lo había. Como lo del matrimonio y los hijos. Se diría que esa noche no podían hablar de otra cosa que no fuera hacer planes para el futuro. Así y todo, le gustaba la idea de restaurar casas. Sabía que le daría mucha pena terminar la casa de la calle Scott. Había disfrutado y seguía disfrutando de cada minuto que le dedicaba.
Esa noche Jeff se quedó con ella, y también el fin de semana. Apenas iba ya a su apartamento, salvo para recoger libros y ropa. Solo había pasado en él unos días desde que lo alquilara. Y en la cena explicó que acababan de hacerle una oferta firme por la casa de Potrero Hill. Marie-Louise le había acribillado a correos electrónicos reclamando su dinero. Hechas las valoraciones, él conservaría el negocio y ella se quedaría con lo que les dieran por la casa. Marie-Louise le dijo que aceptara la oferta y eso hizo. Le había comprado su parte del apartamento en París para habitarlo y montar allí su estudio. Sus catorce años juntos se habían esfumado con una facilidad sorprendente, lo que solo hacía reafirmar la postura de Sarah. Era más fácil no casarse, sobre todo si las cosas no iban bien. Pensaba que Marie-Louise era afortunada. Jeff era un gran hombre. Había hecho todas las gestiones, no le había estafado ni un céntimo y estaba siendo sumamente generoso. Era un ángel en todos los sentidos. Sarah estaba impresionada. Esta vez los dioses la habían sonreído. Y por el momento, solo le interesaba vivir el presente.
21
La boda de Audrey llegó más deprisa de lo que nadie esperaba. Costaba creer que junio estuviera tocando a su fin. Un momento antes estaban organizando la boda y ahora los camareros del catering trajinaban en la cocina, el hombre del vídeo estaba instalando su cámara, la florista había traído los arbolitos y había guirnaldas en la escalera y en la puerta principal. El fotógrafo seguía a todo el mundo por la casa como un misil termodirigido, fotografiando la decoración, los preparativos y a los invitados que iban llegando. Los músicos estaban tocando. Tom y sus hijos se encontraban en el vestíbulo charlando con Sarah y Jeff. Fred había traído a su nueva novia, lo que hizo sonreír a Sarah. No le importaba, ella tenía ahora a Jeff. Y Mimi y George llegaron como salidos de un anuncio de revista para ancianos vitalistas. Mimi lucía un vestido de seda azul celeste con una chaqueta a juego, a tono con el azul más oscuro de Sarah.
Y sin apenas darse cuenta, estaban aguardando a que Audrey descendiera por la gran escalera. Bajó sola, acompañada por la Música acuática de Haendel, mirando a Tom con las mejillas surcadas de lágrimas. Estaba tan bonita que dejó a todos sin respiración. Mimi la observaba orgullosa, Sarah estrujó el brazo de Jeff, y Tom, de pie entre sus dos hijos, rompió a llorar mientras contemplaba a la mujer con la que estaba a punto de casarse. Audrey se acercó a él y le tomó del brazo.
El juez que dirigía la ceremonia habló sabiamente de los retos del matrimonio y de la dicha que proporcionaba cuando se trataba de la unión correcta, de su sabiduría cuando era entre dos personas buenas que habían sabido elegir bien. La comida estaba deliciosa. El vino era excelente. La casa estaba espectacular y el mobiliario alquilado por Audrey parecía que formaba parte de ella. A Sarah le cayeron muy bien los hijos de Tom y los varones congeniaron divinamente con Jeff. Era el día idóneo, el momento idóneo, y antes de que nadie pudiera darse cuenta, Audrey apareció de nuevo en lo alto de la escalera con su precioso vestido de raso. El ramo de orquídeas blancas salió volando y aterrizó en el pecho de Mimi. Sarah soltó un suspiro y su madre le lanzó un guiño. El novio arrojó la liga a Jeff y a renglón seguido los invitados se concentraron delante de la casa para lanzar pétalos de rosa a los novios mientras se alejaban en un Rolls alquilado en dirección al Ritz-Carlton, donde pasarían su noche de bodas antes de viajar a Londres. De allí volarían a Montecarlo y luego a Italia para una luna de miel de tres semanas que Tom había organizado minuciosamente mientras seguía las numerosas instrucciones de Audrey. No le molestaba lo más mínimo. De hecho, le encantaba.