Jeff se sentía impotente, y después de dos semanas le dijo que tenía que ir al médico. Sarah ya lo había pensado y consiguió una cita para el día siguiente. Por la noche llamó a su madre quejándose de lo mal que se encontraba.
– Puede que estés embarazada -dijo Audrey con naturalidad tras escuchar su larga lista de síntomas.
– Qué graciosa. Tengo un resfriado, mamá, no náuseas matutinas.
– Yo tuve resfriados durante todo el tiempo que estuve embarazada de ti. El sistema inmunitario se debilita para que no rechaces al bebé. Y has dicho que llevas cuatro días vomitando.
– Por una gripe estomacal, no por un bebé -espetó Sarah, irritada por el diagnóstico despreocupado y evidentemente erróneo de su madre.
– ¿Por qué no te haces la prueba? Hoy día es muy fácil.
– Sé lo que tengo. Tengo una gripe. Todos en el despacho están igual.
– Solo era una idea. Muy bien, entonces ve al médico.
– Es lo que pienso hacer mañana.
Después de eso se quedó en la cama, molesta por lo que su madre acababa de decirle, calculando en silencio. Llevaba un retraso menstrual de dos días, pero solía sucederle cuando enfermaba. En realidad no estaba preocupada. O no lo había estado, hasta que habló con su madre. Ahora sí lo estaba, y empezó a dar vueltas a esa posibilidad. Sería realmente horrible. Era lo último que deseaba. Tenía una vida estupenda, una profesión fantástica, un hombre al que amaba, una casa maravillosa. Y no quería un hijo.
Finalmente se puso tan nerviosa que se levantó, se vistió, fue en coche hasta la farmacia más cercana y compró una prueba del embarazo. Jeff no estaba en casa. Sintiéndose estúpida por lo que estaba haciendo, siguió las instrucciones, hizo la prueba, la dejó sobre el lavabo, regresó a la cama y puso la tele. Media hora después, cuando ya casi se había olvidado del tema, regresó al cuarto de baño para ver el resultado. Sabía que sería negativo. Había ido con mucho cuidado toda su vida, exceptuando uno o dos sustos cuando estaba en la universidad. No tomaba la pildora pero, salvo los días del mes en que sabían que no había peligro, ella y Jeff iban siempre con mucho cuidado.
Cogió la prueba con cara de suficiencia, miró, volvió a mirar y hurgó en la basura en busca del prospecto. En la prueba aparecían dos rayas y de repente no podía recordar si la ausencia de embarazo era una raya o dos. El dibujo era muy claro, para que todo el mundo pudiera entenderlo. Una raya, no embarazada. Dos rayas, embarazada. Miró de nuevo. Tenía que ser un error. Era un positivo falso. La prueba estaba defectuosa. En la caja había otra prueba y volvió a hacérsela. Esta vez aguardó el resultado golpeando el suelo con el pie, sintiendo un nudo en el estómago y mirándose en el espejo. Tenía muy mala cara. Todo aquello era absurdo. No estaba embarazada. Se estaba muriendo. Consultó la hora y observó el resultado. Dos rayas. Se miró de nuevo en el espejo y se vio empalidecer.
– Dios mío… ¡Dios mío! ¡No puede ser cierto! -gritó-. ¡No puedo estarlo! -Pero la prueba decía que lo estaba. Tiró ambas a la basura y se puso a caminar por el cuarto de baño con los brazos cogidos al cuerpo. Era la peor noticia de su vida-. ¡MIERDA! -gritó, y en ese momento Jeff entró en el cuarto de baño con cara de preocupación. Acababa de llegar de la oficina. Audrey tenía razón.
– ¿Estás bien? ¿Estabas hablando con alguien? -Jeff pensó que a lo mejor estaba al teléfono. Tenía muy mala cara.
– No, no, estoy bien. -Pasó por su lado, se metió en la cama y se cubrió con la colcha.
– ¿Te encuentras demasiado mal para ir al hospital?
– Peor -repuso Sarah, casi a gritos.
– En ese caso, nos vamos. No podemos esperar a mañana o te pondrás aún peor. Probablemente necesites antibióticos. -Jeff era de la vieja escuela que todavía creía que los antibióticos lo curaban todo. Llevaba toda la semana tratando de convencerla para que los tomara.
– No necesito antibióticos -espetó Sarah, fulminándole con la mirada.
– ¿Ocurre algo? Además de estar enferma, quiero decir. -A Jeff le daba mucha pena verla así. La pobre llevaba dos semanas encontrándose fatal. Pero, en cualquier caso, le parecía que estaba sacando las cosas un poco de quicio-. ¿Cuánta fiebre tienes?
– Estoy embarazada. -No tenía sentido ocultárselo. Habría tenido que decírselo tarde o temprano. Jeff se quedó mirándola como si no hubiera comprendido.
– ¿Qué?
– Que estoy embarazada. -Sarah rompió a llorar mientras lo decía. Estaba viviendo una pesadilla. Se encontraba peor que nunca.
Jeff se sentó a los pies de la cama.
– ¿Hablas en serio? -No supo qué otra cosa decir. Sabía que para Sarah no era una buena noticia. Parecía dispuesta a saltar desde el tejado.
– No, hablo en broma. Siempre bromeo sobre los acontecimientos suicidas de mi vida. Por supuesto que hablo en serio. ¿Cómo demonios ha podido ocurrir? Siempre tenemos cuidado.
– No siempre -repuso él con franqueza.
– Bueno, pero no en los días de riesgo. No soy ninguna idiota. Sé lo que hago. Y tú también.
Jeff estaba haciendo memoria, y de repente la miró compungido.
– Creo que pudo ocurrir la noche que se casó tu abuela.
– Imposible, nos quedamos dormidos nada más acostarnos.
– Nos despertamos en mitad de la noche -la corrigió Jeff-. Puede que tú estuvieras medio dormida… No te obligué a hacerlo -dijo con cara de preocupación-. Simplemente lo… hicimos… y nos volvimos a dormir. -Sarah hizo un cálculo rápido y soltó un gemido. Tuvo que ser entonces. Si hubieran querido planearlo, no habrían podido elegir mejor momento. O peor, en este caso.
– ¿Es que perdí la cabeza? ¿Tanto bebí?
– Tomaste algunas copas… y mucho champán, supongo. -Jeff la miró con ternura-. A mí me parecía que estabas bien, pero en mitad de la noche te pusiste cariñosa y… estabas tan bonita que… no pude resistirme.
– Oh, Dios -dijo Sarah, saltando de la cama y poniéndose a caminar de un lado a otro-. No puedo creerlo. Voy a cumplir cuarenta años y estoy embarazada. ¡Embarazada!
– No eres tan mayor, Sarah… y quizá deberíamos pensarlo detenidamente… Esta podría ser nuestra última oportunidad. Nuestra única oportunidad. Quizá no sea una noticia tan mala. -Para él no lo era. Para ella, en cambio, era terrible.
– ¿Estás loco? ¿Para qué necesitamos un bebé? No queremos un bebé. Por lo menos, yo no. Nunca lo he querido. Te lo dije desde el principio. Siempre fui muy clara al respecto.
– Es cierto -reconoció Jeff-, pero, para serte sincero, me encantaría tener hijos contigo.
– Entonces tenlos tú. -Sarah se paseaba de un lado a otro como si quisiera matar a alguien, a ser posible a Jeff. Pero por dentro se estaba culpando a sí misma.
– Oye, se trata de tu cuerpo. Has de hacer lo que sientas que debes hacer… Simplemente estoy expresando lo que yo siento. Me encantaría tener un hijo contigo -dijo él con dulzura.
– ¿Por qué? Nos arruinaría la vida. Tenemos una buena vida. Una vida ideal. Un hijo lo estropearía todo. -Sarah estaba llorando.
Jeff la miró apenado. Había pasado antes por eso. Marie-Louise había abortado dos veces con él. Y por primera vez desde que estaban juntos, Sarah estaba hablando como ella. No era un recuerdo que deseara revivir. Se levantó y se llevó la cartera al despacho. A su regreso, Sarah estaba de nuevo en la cama, enfurruñada. Estuvo varias horas sin dirigirle la palabra. Él se ofreció a hacerle la cena, pero dijo que se encontraba demasiado mal para poder comer.
Jeff le insinuó que hasta que hubieran decidido qué hacer, le convenía comer. Ella lo mandó al infierno.
– Ya lo tengo decidido. Voy a suicidarme, de modo que no necesito comer.
Jeff bajó a la cocina, cenó solo y regresó al dormitorio. Sarah estaba dormida, y tan bonita como siempre. Sabía que había sido un duro golpe para ella. Quería que tuviera el bebé, pero no podía obligarla. Sabía que era Sarah quien debía decidirlo.