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– Pero yo no soy como ellas, madre -dijo Bonifacia-. La madre Angélica y tú me dicen siempre ya saliste de la oscuridad, ya eres civilizada. Dónde voy a ir, madre, no quiero ser otra vez pagana. La Virgen era buena ¿cierto?, todo lo perdonaba ¿cierto? Ten compasión, madre, sé buena, para mí tú eres como la Virgen.

– A mí no me compras con zalamerías, yo no soy la madre Angélica -dijo la superiora-. Si te sientes civilizada y cristiana ¿por qué hiciste escapar a las niñas? Cómo no te importó que ellas vuelvan a ser paganas.

– Pero si las van a encontrar, madre -dijo Bonifacia-. Ya verás cómo los guardias las traen de nuevo. De ellas no me eches la culpa, se salieron al patio y quisieron irse, yo ni me daba bien cuenta de las cosas, madre, créeme que me había vuelto otra.

– Te habías vuelto loca -dijo la superiora-. O idiota, para no darte cuenta que se salían en tus narices.

– Peor qué eso, madre, una pagana igualita que las de Chicais -dijo Bonifacia-. Ahora pienso y me asusto, tienes que rezar por mí, quiero arrepentirme, madre.

La chiquilla mastica sin apartar la mano de la boca y va añadiéndose pedacitos de plátano frito a medida que traga. Ha apartado sus cabellos, que ahora enmarcan su rostro en dos bandas y, al masticar el pendiente de su nariz oscila, apenas. Sus ojos espían a Bonifacia y, de repente, su otra mano atrapa la cabellera de la chiquilla acurrucada contra su pecho. Su mano libre va hacia el plato de latón, captura un plátano y la cabecita oculta, obligada por la mano que empuña sus cabellos, gira: ésta no tiene horadada la nariz, sus párpados son dos pequeñas bolsas irritadas. La mano desciende, coloca el plátano junto a los labios cerrados que se fruncen todavía más, desconfiados, obstinados.

– ¿Y por qué no viniste a avisarme? -dijo la superiora-. Te escondiste en la capilla porque sabías que habías hecho mal.

– Tenía susto pero no de ti sino de mí, madre -dijo Bonifacia-. Me parecía una pesadilla cuando ya no las vi más y por eso entré a la capilla. Decía no es cierto, no se han ido, no ha pasado nada, me he soñado. Dime que no me vas a botar, madre.

– Te has botado tú misma -dijo la superiora-. Contigo hemos hecho lo que con ninguna, Bonifacia. Te hubieras quedado toda la vida en la misión. Pero ahora que vuelvan las niñas, no pueden verte aquí. Yo también lo siento, a pesar de lo mal que te has portado. Y sé que a la madre Angélica le va a dar mucha pena. Pero, por la misión es necesario que te vayas.

– Déjame como sirvienta nomás, madre -dijo Bonifacia-. Ya no cuidaré a las pupilas. Sólo barreré y llevaré las basuras y la ayudaré a la madre Griselda en la cocina. Te ruego, madre.

La que está tendida se resiste: tensa, los ojos cerrados, se muerde los labios, pero los dedos de la otra escarban implacables, porfían contra esa boca empecinada. Las dos transpiran con el forcejeo, tienen matitas de pelo adheridas a la piel brillante. Y, de repente, se abren: veloces, los dedos introducen en la boca abierta los restos casi disueltos del plátano y la chiquilla comienza a masticar. Con el plátano, han ingresado a su boca unas puntas de cabellos. Bonifacia se lo indica a la del pendiente con un gesto y ella eleva la mano otra vez, sus dedos cogen los cabellos atrapados y delicadamente los retiran. La chiquilla tendida traga ahora, una bolita sube y baja por su garganta. Segundos después, abre la boca de nuevo y queda así, con los ojos cerrados, esperando. Bonifacia y la del pendiente se miran a la claridad aceitosa del mechero. A un mismo tiempo, se sonríen.

– ¿Ya no quieres más? -dijo Aquilino-. Tienes que alimentarte un poco, hombre, no puedes vivir del aire.

– Me acuerdo de esa puta todo el tiempo -dijo Fushía-. Es tu culpa, Aquilino, hace dos noches que me la paso viéndola y oyéndola. Pero como era de muchacha, cuando la conocí.

– ¿Cómo la conociste, Fushía? -dijo Aquilino-. ¿Fue mucho después que nos separamos?

– Hace un año, doctor Portillo, más o menos -dijo la mujer-. Entonces vivíamos en Belén y con la llena el agua se nos entraba a la casa.

– Sí, claro, señora -dijo el doctor Portillo-. Pero hábleme del japonés, ¿quiere?

Justamente, el río se había salido, el barrio de Belén parecía un mar y el japonés pasaba todos los sábados frente a la casa, doctor Portillo. Y ella quién será, y qué raro que siendo tan bien vestido venga él mismo a embarcar su mercadería y no tenga quien se ocupe. Ésa había sido la mejor época, viejo. Comenzaba a ganar plata en Iquitos, trabajando para el perro de Reátegui, y un día una muchachita no podía cruzar la calle con el agua y él pagó a un cargador para que la cruzara y la madre salió a agradecerle: una alcahueta terrible, Aquilino.

– Y siempre se paraba a conversar con nosotras, doctor Portillo -dijo la mujer-. Antes de ir al embarcadero, o después, y todas las veces muy amable.

– ¿Ya sabía usted en qué negocio andaba? -dijo el doctor Portillo.

– Parecía muy decente y muy elegante a pesar de su raza -dijo la mujer-. Nos traía regalitos, doctor. Ropa, zapatos y una vez hasta un canario.

– Para esa patacala de su hija, señora -dijo Fushía-. Para que la despierte cantando.

Se entendían a las mil maravillas, aunque sin darse por entendidos, viejo; la alcahueta sabía lo que él quería y él sabía que la alcahueta quería plata, y Aquilino ¿y la Lalita?, qué decía ella de todo eso.

– Ya tenía sus pelos larguísimos -dijo Fushía-. Y entonces su cara era limpia, ni un granito siquiera. Qué bonita era, Aquilino.

– Venía con una sombrilla, vestido con ternos blancos y zapatos también blancos -dijo la mujer-. Nos sacaba a pasear, al cine, una vez la llevó a Lalita a ese circo brasileño que vino, ¿se acuerda?

– ¿Le daba mucho dinero a usted, señora? -dijo el doctor Portillo.

– Muy poco, casi nada, doctor -dijo la mujer-. Y muy rara vez. Nos hacía regalitos, nomás.

Y la Lalita ya estaba grande para ir al colegio: él le daría un puesto en su oficina y el sueldo sería una gran ayuda para las dos, ¿cierto que a la Lalita le gustaba la idea? Ella había pensado en el porvenir de su hija, y en las necesidades, doctor Portillo, en los apuros que pasaban: total, que la Lalita se fue a trabajar con el japonés.

– A vivir con él, señora -dijo el doctor Portillo-. No tenga vergüenza, el abogado es como un confesor para sus clientes.

– Le juro que Lalita dormía siempre en la casa -dijo la mujer-. Pregúntele a las vecinas si no me cree, doctor.

– ¿Y en qué la hizo trabajar a su hija, señora? -dijo el doctor Portillo.

En un trabajo estúpido, viejo, que lo habría hecho rico para siempre si duraba un par de añitos más. Pero alguien denunció la cosa, y Reátegui quedó sano y salvo de culpa y él tuvo que cargar con todo, escapar, y ahí comenzó lo peor de su vida. Un trabajo de lo más estúpido, viejo: recibir el jebe, almacenarlo con mucho talco para quitarle el olor, embalarlo como tabaco y despacharlo.

– ¿Estabas enamorado de la Lalita en esa época?-dijo Aquilino.

– La agarré virgencita -dijo Fushía-, sin saber nada de nada de la vida. Se ponía a llorar y, si yo estaba de malas, le daba un sopapo, y, si de buenas, le compraba caramelos. Era como tener una mujer y una hija a la vez, Aquilino.

– ¿Y por qué le echas la culpa a la Lalita también de eso? -dijo Aquilino-. Estoy seguro que ella no los denunció. Más bien sería la madre.

Pero ella sólo supo por los periódicos, doctor, se lo estaba jurando por lo más santo. Sería pobre, pero honrada como la que más, y en el depósito estuvo apenas una vez y ella qué hay ahí, señor, y el japonés tabaco y ella cándida se lo creyó.

– Ningún tabaco, señora -dijo el doctor Portillo-. Eso diría en los cajones, pero usted sabe que adentro había caucho.

– La alcahueta nunca se enteró de nada -dijo Fushía-. Fue alguno de esos perros que me ayudaban a echar talco y a embalar. En los periódicos decían que ella era otra de mis víctimas, porque le robé a su hija.