– ¿Valía la pena tanto peligro para tan poca ganancia? -dijo Aquilino-. La verdad, no creo, Fushía.
– Pero no ha sido mi culpa -dijo Fushía-. Yo no podía trabajar como los demás, a ellos no los perseguía la policía, yo tenía que agarrar el negocio que me salía al encuentro.
– Vez que me hablaban de ti, sudaba frío dijo Aquilino-. Qué te hubieran hecho si te agarraban en las tribus, Fushía. No sé quién te tenía más ganas.
– Una cosa, viejo, de hombre a hombre -dijo Fushía-. Ahora puedes franquearte conmigo. ¿Nunca te sacaste tus comisiones?
– Ni un solo centavo -dijo Aquilino-. Mi palabra de cristiano.
– Es algo que va contra la razón, viejo -dijo Fushía-. Ya sé que no me mientes, pero no me cabe en la cabeza, palabra. Yo no lo hubiera hecho por ti, ¿sabes?
– Claro que sé -dijo Aquilino-. Tú me hubieras robado hasta el alma.
– Hemos sentado denuncias en todas las comisarías de la región -dijo el doctor Portillo-. Pero eso es lo mismo que nada. Toma el avión a Lima y que intervenga el Ejército, julio. Eso les dará un susto.
– El coronel dijo que ayudaría con mucho gusto, señor Reátegui -dijo Fabio Cuesta-. Sólo esperaba órdenes. Y yo en Santa María de Nieva ayudaré también, en lo que sea. A propósito, don julio, todos lo recuerdan con mucho cariño.
– ¿Por qué has parado? -dijo Fushía Todavía no es de noche.
– Porque estoy cansado -dijo Aquilino-. Vamos a dormir en esa playita. Y, además, ¿no ves el cielo? Ahorita comienza a llover.
En el extremo norte de la ciudad hay una pequeña plaza. Es muy antigua y, en un tiempo, sus bancos fueron de madera pulida. y de metales lustrosos. La sombra de unos algarrobos esbeltos caía sobre ellos y, a su amparo, los viejos de las cercanías recibían el calor de las mañanas, y veían a los niños corretear en torno a la fuente: una circunferencia de piedra y, en el centro, en puntas de pie, las manos en alto como para volar, una señora envuelta en velos de cuya cabellera brotaba el agua. Ahora, los bancos están resquebrajados, la fuente vacía, la bella mujer tiene el rostro partido por una cicatriz y los algarrobos se curvan sobre sí mismos, moribundos.
A esa placita iba a jugar Antonia cuando venían los Quiroga a la ciudad. Ellos vivían en la hacienda de La Huaca, una de las más grandes de Piura, un mar al pie de las montañas. Dos veces al año, para la Navidad y para la procesión de junio, los Quiroga viajaban a la ciudad y se instalaban en la casona de ladrillos que forma esquina precisamente en esa plaza que ahora lleva su nombre. Don Roberto usaba gruesos bigotes, los mordía suavemente al hablar y tenía modales aristocráticos. El agresivo sol de la comarca había respetado las facciones de doña Lucía, mujer pálida, frágil, muy devota: ella misma tejía las coronas de flores que depositaba en el anda de la Virgen cuando la procesión hacía un alto en la puerta de su casa. La noche de Navidad, los Quiroga celebraban una fiesta a la que asistían muchos principales. Había regalos para todos los invitados y, a medianoche, desde las ventanas, llovían monedas hacia los mendigos y vagabundos agolpados en la calle. Vestidos de oscuro, los Quiroga acompañaban la procesión las cuatro lentísimas horas, a través de barrios y suburbios. Llevaban a Antonia de la mano, discretamente la amonestaban cuando descuidaba las letanías. Durante su estancia en la ciudad, Antonia aparecía muy temprano en la placita y, con los niños de la vecindad, jugaba a ladrones y celadores, a las prendas, trepaba a los algarrobos, disparaba terrones a la señora de piedra o se bañaba en la fuente, desnuda como un pez.
¿Quién era esta niña, por qué la protegían los Quiroga? La trajeron de La Huaca un mes de junio, antes de saber hablar, y don Roberto refirió una historia que no convenció a todo el mundo. Los perros de la hacienda habrían ladrado una noche y cuando él, alarmado, salió al vestíbulo, descubrió a la niña en el suelo, bajo unas mantas. Los Quiroga no tenían hijos, y los parientes codiciosos aconsejaron el hospicio, algunos se ofrecían a criarla. Pero doña Lucía y don Roberto no siguieron los consejos, ni aceptaron las ofertas, ni parecieron incómodos con las habladurías. Una mañana, en medio de una partida de rocambor en el Centro Piurano, don Roberto anunció distraídamente que habían decidido adoptar a Antonia.
Pero no llegó a ocurrir, porque ese fin de año los Quiroga no llegaron a Piura. Nunca había pasado: hubo inquietud. Temiendo un accidente, el veinticinco de diciembre un pelotón de jinetes salió por el camino del norte.
Los encontraron a cien kilómetros de la ciudad, allí donde la arena borra la huella y destruye todo signo y sólo imperan la desolación y el calor. Los bandoleros habían golpeado salvajemente a los Quiroga, y les habían robado las ropas, los caballos, el equipaje, y también los dos sirvientes yacían muertos, con pestilentes heridas que hervían de gusanos. El sol seguía llagando los cadáveres desnudos y los jinetes tuvieron que apartar a tiros a los gallinazos que picoteaban a la niña. Entonces, comprobaron que ésta vivía.
Por qué no murió? -decían los vecinos-. ¿Cómo pudo vivir si le arrancaron la lengua y los ojos?
– Difícil saberlo -respondía el doctor Pedro Zevallos, moviendo perplejo la cabeza-. Tal vez el sol y la arena cicatrizaron las heridas y evitaron la hemorragia.
– La Providencia -afirmaba el padre García-. La misteriosa voluntad de Dios.
– La lamería una iguana -decían los brujos de los ranchos-. Porque su baba verde no sólo aguanta el aborto, también seca las llagas.
Los bandoleros no fueron hallados. Los mejores jinetes recorrieron el desierto, los más hábiles rastreadores exploraron los bosques, las grutas, llegaron hasta las montañas de Ayabaca sin encontrarlos. Una y otra vez, el prefecto, la Guardia Civil, el Ejército, organizaron expediciones que registraban las aldeas y caseríos más retirados. Todo en vano.
Los barrios se volcaron al cortejo que seguía los ataúdes de los Quiroga. En los balcones de los principales había crespones negros, y el obispo y las autoridades asistieron al entierro. La desgracia de los Quiroga se divulgó por el departamento, perduró en los relatos y en las fábulas de los mangaches y de los gallinazos.
La Huaca fue seccionada en muchas partes y, al frente de cada una, quedó un pariente de don Roberto o de doña Lucía. Al salir del hospital, Antonia fue recogida por una lavandera de la Gallinacera, Juana Baura, que había servido a los Quiroga. Cuando la niña aparecía en la plaza de Armas, una varilla en la mano para detectar los obstáculos, las mujeres la acariciaban, le obsequiaban dulces, los hombres la subían al caballo y la paseaban por el Malecón. Una vez estuvo enferma y Chápiro Seminario y otros hacendados que bebían en La Estrella del Norte obligaron a la banda municipal a trasladarse con ellos a la Gallinacera y a tocar la retreta frente a la choza de Juana Baura. El día de la procesión, Antonia iba inmediatamente detrás del anda, y dos o tres voluntarios hacían una argolla para aislarla del tumulto. La muchacha tenía un aire dócil, taciturno, que conmovía a las gentes.
Ya los habían visto, mi capitán, el cabo Roberto Delgado señala lo alto del barranco, ya se habían ido a avisar: las lanchas encallan una tras otra, los once hombres saltan a tierra, dos soldados amarran las embarcaciones a unos pedruscos, Julio Reátegui bebe un trago de su cantimplora, el capitán Artemio Quiroga se quita la camisa, el sudor empapa sus hombros, su espalda, y la exprime, don julio, este maldito calor les iba a asar los sesos. Enjambres de mosquitos asedian al grupo y en lo alto se oyen ladridos: ahí venían, mi capitán, que mirara arriba. Todos alzan la vista: nubes de polvo y muchas cabezas han aparecido en la cima del barranco. Algunas siluetas de torsos pálidos se deslizan ya por la arenosa pendiente y, entre las piernas de los urakusas, brincan perros ruidosos, los colmillos al aire. Julio Reátegui se vuelve hacia los soldados, a ver, que les hicieran adiós y usted, cabo, agache la cabeza, póngase detrás, que no lo reconocieran y el cabo Roberto Delgado sí señor gobernador, ya lo había visto, ahí estaba Jum, mi capitán. Los once hombres agitan las manos y algunos sonríen. En el declive hay cada vez más urakusas; descienden casi en cuclillas, gesticulando, chillando, las mujeres son las más bulliciosas y el capitán ¿les salían al encuentro, don julio?, porque él no se fiaba nada. No, nada de eso, capitán, ¿no veía lo contentos que bajaban? Julio Reátegui los conocía, lo importante era ganarles la moral, que lo dejaran, cabo, ¿cuál era Jum? El de adelante, señor, el que tenía la mano alzada y Julio Reátegui atención: iban a correr como chivatos, capitán, que no se les escaparan todos, y, sobre todo, mucho ojo con Jum. Amontonados al filo del barranco, en un angosto terraplén, semidesnudos, tan excitados como los perros que saltan, menean los rabos y ladran, los urakusas miran a los expedicionarios, los señalan, cuchichean. Mezclado a los olores del río, la tierra y los árboles, hay ahora un olor a carne humana, a pieles tatuadas con achiote. Los urakusas se golpean los brazos, los pechos, rítmicamente y, de pronto, un hombre cruza la polvorienta barrera, ése era mi capitán, ése, y avanza macizo y enérgico hacia la ribera. Los demás lo siguen y Julio Reátegui que era el gobernador de Santa María de Nieva, intérprete, que venía a hablar con él. Un soldado se adelanta, gruñe y acciona con desenvoltura, los urakusas se detienen. El hombre macizo asiente, describe con la mano un trazo lento, circular, indicando a los expedicionarios que se aproximan, éstos lo hacen y Julio Reátegui: ¿Jum de Urakusa? El hombre macizo abre los brazos, ¡Jum!, toma aire: ¡piruanos! El capitán y los soldados se miran, Julio Reátegui asiente, da otro paso hacia Jum, ambos quedan a un metro de distancia. Sin prisa, sus ojos tranquilamente posados en el urakusa, Julio Reátegui libera la linterna que cuelga de su cinturón, la sujeta con todo el puño, la eleva despacio, Jum extiende la mano para recibirla, Reátegui golpea: gritos, carreras, polvo que lo cubre todo, la estentórea voz del capitán. Entre los aullidos y los nubarrones, cuerpos verdes y ocres circulan, caen, se levantan y, como un pájaro plateado, la linterna golpea una vez, dos, tres. Luego el aire despeja la playa, desvanece la humareda, se lleva los gritos. Los soldados están desplegados en círculo, sus fusiles apuntan a un ciempiés de urakusas adheridos, aferrados, trenzados unos a otros. Una chiquilla solloza abrazada a las piernas de Jum y éste se tapa la cara, por entre sus dedos sus ojos espían a los soldados, a Reátegui, al capitán, y la herida de su frente ha comenzado a sangrar. El capitán Quiroga hace danzar su revólver en un dedo, gobernador, ¿había oído lo que les gritó? ¿Piruanos querría decir peruanos, no? Y Julio Reátegui se imaginaba dónde oyó esa palabreja este sujeto, capitán: lo mejor sería empujarlos arriba, en el pueblo estarían mejor que aquí, y el capitán sí, habría menos zancudos: ya oyó, intérprete, ordéneles, hágalos subir. El soldado gruñe y acciona, el círculo se abre, el ciempié comienza a andar, pesado y compacto, nuevamente se levantan nubecillas de polvo. El cabo Roberto Delgado se echa a reír: ya lo había reconocido, mi capitán, estaba que se lo quería comer con los ojos. Y el capitán también a Jum, cabo, qué espera para subir. El cabo empuja a Jum y éste avanza muy tieso, las manos siempre en la cara. La chiquilla sigue prendida a sus piernas, estorba sus movimientos y el cabo la coge de los cabellos, zafa, trata de separarla, súeltate, del cacique y ella resiste, araña, chilla como un frailecillo, mierda, el cabo le pega con la mano abierta y Julio Reátegui qué pasa, carajo: ¿cómo trataba así a una niña, carajo?, ¿con qué derecho, carajo? El cabo la suelta, señor, no quería pegarle, sólo hacerla que soltara a Jum, que no se molestara, señor, y además ella lo había arañado.