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– Un poquito, padre -dijo la Selvática-. Por el Club Grau.

– ¿Y para qué viniste hasta aquí entonces? -gruñó el padre García-. ¿Para qué existe la parroquia de Buenos Aires? ¿Por qué tenías que despertarme a mí y no al padre Rubio?

El Tres Estrellas estaba cerrado pero se veía luz en el interior, padre: la señora quería que viniera él. Tres hombres abrazados canturreaban en la esquina y otro, un poco más allá, orinaba contra la pared. Un camión sobrecargado de cajones avanzaba impávidamente por el centro de la calle, el chofer del taxi le pedía paso en vano, a bocinazos, apagando y encendiendo los faros y, de pronto, el sombrero de paño se adelantó hasta la boca misma de la Selvática: ¿qué señora quería que él viniera? El camión se apartó, por fin, y el taxi pudo pasar, padre, la señora Chunga, un sobresalto brusco, ¿qué?, ¿quién se estaba muriendo?, el hábito comenzó a agitarse y una especie de arcada estrangulaba la voz del padre García bajo la bufanda: ¿a quién estaba yendo a confesar?

– Al señor don Anselmo, padre -susurró la Selvática.

– ¿Se está muriendo el arpista? -exclamó el chofer-. ¿Qué cosa? ¿Era él?

El coche, frenado bruscamente, rechinó sobre la avenida Grau, luego salió despedido hacia adelante con más impulso y, las luces largas encendidas, siguió aumentando la velocidad y en las bocacalles no la reducía, se limitaba a anunciar su paso veloz con fuertes bocinazos. Entre tanto, el sombrero de paño pendulaba aturdido ante la cara de la Selvática y la garganta del padre García parecía empeñada en una ronca batalla contra algo que la obstruía y asfixiaba.

– Estaba tocando de lo más alegre y, de repente, se cayó al suelo -suspiró la Selvática-. Se puso todo morado el pobre, padre.

Una mano salió disparada de la sombra, sacudió a la Selvática del hombro y ella gimió, ¿estaban yendo al prostíbulo?, asustada, y se arrinconó contra la puerta del taxi: no, padre, no, a la Casa Verde. Ahí se estaba muriendo, por qué la empujaba así, qué le había hecho, y el padre García la soltó y a manotones se arrancó la bufanda del cuello. Respirando trabajosamente acercó su boca a la ventanilla y estuvo así un momento, inclinado, los ojos cerrados, aspirando con angustia el aire leve de la noche. Luego, se dejó caer de espaldas contra el asiento y volvió a arroparse con la bufanda.

– La Casa Verde es el prostíbulo, infeliz -roncó-. Ya sé quién eres tú, ya sé por qué estás medio desnuda y tan pintada.

– ¿No han llamado a un médico? -dijo el chofer-. Qué noticia tan triste, señorita. Perdóneme que me meta, pero es que conozco tanto al arpista. Quién no lo conoce, y todos lo estimamos mucho.

– Sí han llamado -dijo la Selvática-. Ahí está ya el doctor Zevallos. Pero dice que sería un milagro si no se muere. Todos están llorando, padre.

El padre García se había replegado en el asiento y no hablaba pero, intermitente, débil, pertinaz, el ruido escapaba siempre de la bufanda. El taxi se detuvo ante la reja del Club Grau; el motor siguió rugiendo y humeando.

– Yo entraría hasta la barriada -dijo el chofer-, pero la arena está muy floja y seguro que me atollo. Siento mucho lo que pasa, de veras.

Mientras la Selvática desanudaba un pañuelo, sacaba el dinero y pagaba, el padre García bajó y cerró la puerta con ira. Echó a caminar por el arenal, a trancazos. Daba traspiés a ratos, se hundía y elevaba en la superficie desigual y, en la noche clara, se lo veía avanzar entre las dunas amarillentas, jiboso y oscuro como un crecido gallinazo. La Selvática lo alcanzó a medio camino.

– ¿Usted lo conocía, padre? -susurró-. Pobrecito, ¿no es cierto? Si viera cómo tocaba, qué bonito. Y eso que apenas veía.

El padre García no respondió. Caminaba encogido, con las piernas muy abiertas, a un ritmo muy vivo, su respiración cada vez más ansiosa.

– Qué raro parece, padre -dijo la Selvática-. No se oye ningún ruido, y todas las noches la música de la orquesta llegaba hasta aquí. Más allá todavía, desde la carretera se oía clarito.

– Cállate, infeliz -rugió el padre García, sin mirarla-. ¡Cierra la boca!

– No se enoje, padre -dijo la Selvática-. Ni siquiera sé de qué hablo. Es que estoy con pena, usted no sabe cómo era don Anselmo.

– Sé de sobra, infeliz -murmuró el padre García-. Lo conozco desde antes que tú nacieras.

Dijo algo más, incomprensible, y de nuevo surgió el extraño sonido rauco y anhelante. En las puertas de las chozas de la barriada había gente, y, a su paso, se oían murmullos, buenas noches, algunas mujeres se persignaban. La Selvática tocó la puerta y, al instante, una voz de mujer: estaba cerrado, no se atendía, señora, era ella, aquí estaba el padre. Hubo un silencio, pasos precipitados, la puerta se abrió y una luz humosa iluminó el rostro flaco y decrépito del padre García, la bufanda que bailaba en su cuello. Entró en el local seguido de la Selvática, no respondió el saludo que dos voces masculinas le dirigieron desde el mostrador, tal vez ni escuchó el respetuoso murmullo que se había elevado en dos mesas rodeadas de figuras borrosas. Permaneció agrio e inmóvil frente a la pista de baile vacía y, cuando surgió ante él una silueta sin rostro, ¿dónde estaba?, gruñó rápidamente, y la Chunga, que había extendido su mano hacia él, la desvió y señaló la escalera: dónde, que lo llevaran. La Selvática lo tomó del brazo, padre, ella le enseñaría. Cruzaron el salón, subieron al primer piso y en el corredor, el padre García se zafó de un tirón de la mano de la Selvática. Ella tocó muy suavemente una de las cuatro puertas mellizas y la abrió. Se hizo a un lado y, cuando el padre García hubo entrado, la cerró y volvió al salón.

– ¿Hacía frío, afuera?-dijo el Bolas-. Estás temblando.

– Tómese esta copa -dijo el joven Alejandro-. La hará entrar en calor.

La Selvática tomó la copa, bebió y se secó los labios con la mano.

– El padre se puso furioso de repente -dijo-. En el taxi me agarró del hombro, me sacudió. Creí que me iba a pegar.

– Tiene muy mal humor -dijo el Bolas-. Yo no pensaba que vendría.

– ¿Sigue ahí el doctor Zevallos, señora? -dijo la Selvática.

– Bajó hace un momento, a tomar un café -respondió la Chunga-. Dijo que seguía igual.

– Voy a tomar otro trago, Chunguita, lo necesito para los nervios -dijo el Bolas-. No tengo plata, me lo descuentas.

La Chunga asintió y les llenó las copas a los dos. Luego, con la botella en la mano, fue hacia las mesas de la orilla de la pista de baile, donde las habitantas cuchicheaban discretamente: ¿querían tomar algo? No querían, señora, gracias, y tampoco valía la pena que se quedaran, podían irse. Un nuevo cuchicheo le repuso, más prolongado, una silla crujió, señora, si no importaba preferían quedarse, ¿podían?, y la Chunga, claro, como ellas quisieran y retornó al mostrador. Las sombras continuaron sus diálogos apagados y los músicos bebían en silencio, mirando de rato en rato la escalera.

– ¿Por qué no tocan algo? -dijo la Chunga, a media voz, con un gesto vago-. Si puede oírlos a lo mejor le gusta; sentirá que lo están acompañando.

El Bolas y el Joven dudaban, la Selvática sí, sí, la señora tenía razón, le gustaría, y las sombras dejaron de murmurar: bueno, le tocarían. Fueron hacia el rincón de la orquesta, despacio, el Bolas se instaló en el banquillo, contra la pared, y el joven alzó la guitarra del suelo. Comenzaron con un triste, y sólo un buen rato después se atrevieron a cantar, entre dientes, sin fe, pero poco a poco fueron subiendo de tono y acabaron por recobrar su soltura y su vivacidad habituales. Cuando interpretaban alguna composición del Joven, se les notaba más conmovidos, decían los versos con voz muy demorada y sentimental y al Bolas por momentos se le iba la música y callaba. La Chunga les alcanzó unas copas. Ella también parecía turbada y no andaba con el aplomo ligeramente arrogante de siempre, sino en puntas de pie, sin mover los brazos ni mirar a nadie, como atemorizada o confusa, señora: ahí bajaba el doctor Zevallos. El Bolas y el joven dejaron de tocar, las habitantas se levantaron, la Chunga y la Selvática también corrieron hacia la escalera.