– ¿No ha vuelto a la Mangachería desde el velorio de Domitila Yara? -dice el doctor Zevallos; no hay respuesta: el padre García tiene los ojos cerrados y ronca hurañamente.
– ¿Usted sabe que casi lo matan esa vez, en el velorio? -dice el chofer.
– Cállate, hombre -susurra el doctor Zevallos-. Si te oye, le va a dar una rabieta.
– ¿De veras se ha muerto el arpista, patrón? -dice el chofer-. ¿Por eso los llamaron a la Casa Verde?
La avenida Sánchez Cerro se prolonga como un túnel y, en la penumbra de las veredas, se delinea cada cierto trecho la silueta de un arbolito. Hacia el fondo, sobre un difuso horizonte de techumbres y arenales, apunta parpadeando una irisación circular.
– Se murió esta madrugada -dice el doctor Zevallos-. ¿O crees que el padre García y yo estamos todavía en edad de pasarnos la noche donde la Chunga?
– Para eso no hay edades, patrón -ríe el chofer-. Un compañero llevó a una de las mujeres a buscar al padre García, a esa que le dicen la Selvática. Él me contó que el arpista se moría, patrón, qué desgracia.
El doctor Zevallos mira, distraído, los muros encalados, los portones con aldabas, el edificio nuevo de los Solari, los algarrobos recién plantados en las aceras, frágiles y airosos en sus cuadriláteros de tierra: cómo volaban las noticias en este pueblo. Pero él tenía que saber, patrón, y el chofer baja la voz, ¿cierto lo que contaba la gente?, espía al padre García por el espejo retrovisor, ¿de veras el padre le quemó la Casa Verde al arpista? ¿Había conocido él ese bulín, patrón? ¿Era tan grande como decían, tan macanudo?
– Por qué son así los piuranos -dice el doctor Zevallos-. ¿No se han cansado en treinta años de darle vuelta a la misma historia? Le han envenenado la vida al pobre cura.
– No hable mal de los piuranos, patrón -dice el chofer-. Piura es mi tierra.
– También la mía, hombre -dice el doctor Zevallos-. Además, no estoy hablando, sino pensando en voz alta.
– Pero debe haber algo de cierto, patrón -insiste el chofer-. Si no, por qué hablaría la gente, por qué eso de quemador, quemador.
– Qué sé yo -dice el doctor Zevallos-. ¿A que no te atreves a preguntárselo al padre?
– ¡Con el genio que se gasta! Ni de a vainas -ríe el chofer-. Pero dígame al menos si existió ese bulín o si son inventos de la gente.
Pasan ahora por el nuevo sector de la avenida: la vieja carretera se encontrará pronto con esta pista asfaltada y los camiones que vienen del sur y siguen viaje hacia Sullana, Talara y Tumbes ya no tendrán que cruzar el centro de la ciudad. Las aceras son anchas y bajas, los postes grises de la luz están recién pintados, ese altísimo esqueleto de cemento armado será, quizás, un rascacielo más grande que el Hotel Cristina.
– El barrio más moderno se codeará con el más viejo y pobre -dice el doctor Zevallos-. Ya no creo que dure mucho la Mangachería.
– Le pasará lo que a la Gallinacera, patrón -dice el chofer-. Le meterán tractores y harán casas como éstas, para blancos.
– ¿Y adónde diablos se van a ir los mangaches con sus cabras y sus piajenos? -dice el doctor Zevallos-. ¿Y dónde se podrá tomar buena chicha en Piura, entonces?
– Van a estar tristísimos los mangaches, patrón -dice el chofer-. El arpista era su dios para ellos, más popular que Sánchez Cerro. Ahora también le pondrán velas a don Anselmo y le rezarán como a la santera Domitila.
El taxi abandona la avenida y, dando brincos, barquinazos, avanza por una callejuela terrosa, entre chozas de caña brava. Levanta una gran polvareda y enfurece a los perros vagabundos que corren, pegados a los guardafangos, ladrándole, patrón: tenían razón los mangaches, aquí amanecía más tempranito que en Piura. En la claridad azul, a través de nubes de polvo, se distinguen cuerpos tumbados sobre esteras a las puertas de las viviendas, mujeres con cántaros a la cabeza que cruzan las esquinas, asnos de mirada soñolienta y apática. Atraídos por el rugido del motor, salen chiquillos de las chozas y, desnudos o en harapos, corren tras el taxi, haciendo adiós, qué había, bostezando, qué pasaba: nada, padre, ya estaban en tierra prohibida.
– Déjanos aquí -dice el doctor Zevallos-. Caminaremos un poco.
Bajan del taxi y, tomados del brazo, despacio, sosteniéndose uno al otro, recorren un sendero oblicuo, escoltados por chiquillos que brincan, ¡quemador!, chillan y ríen, ¡quemador!, ¡quemador!, y el doctor Zevallos simula coger una piedra y lanzársela: mierdas, churres de mierda, menos mal que ya llegaban.
La cabaña de Angélica Mercedes es más grande que las otras y las tres banderitas que flamean sobre su fachada de adobes le dan un aire coqueto y gallardo. El doctor Zevallos y el padre García entran estornudando, eligen dos banquitos y una mesa de tablas bastas, se sientan. El suelo está recién regado y huele a tierra húmeda, culantro y perejil. No hay nadie en las otras mesas ni en el mostrador. Aglomerados en la puerta, los chiquillos siguen gritando, alargan sus cabezas sucias e hirsutas, ¡doña Angélica!, sus brazos flacos, ¡doña Angélica!, ríen mostrando los dientes. El doctor Zevallos se frota las manos pensativo y el padre García, entre bostezo y bostezo, mira la puerta con el rabillo del ojo. Angélica Mercedes viene por fin, fresca, rolliza, matutina, el ruedo de su pollera trazando maromas sobre los banquitos. El doctor Zevallos se levanta, doctor, le abre los brazos, pero qué gusto, qué milagro verlo aquí a estas horas, tantos meses que no venía y ella estaba cada día más buena moza, Angélica, ¿cómo hacía para no envejecer?, ¿cuál era
su secreto? Y por fin dejan de palmearse, Angélica, ¿no veía a quién le había traído?, ¿no lo reconocía? Como atemorizado, el padre García junta los pies y esconde las manos, buenos días, la bufanda muge hoscamente y el sombrero se agita un segundo, ¡Virgen santa, era el padre García! Las manos unidas sobre el corazón, los ojos alborozados, Angélica Mercedes se inclina, padrecito, qué alegría le daba verlo, él no sabía, qué bien que lo hubiera traído, doctor, y una mano huesuda y desconfiada se eleva sin afecto hacia Angélica Mercedes, se retira antes que ella la bese.
– ¿Puedes prepararnos algo caliente, comadre? -dice el doctor Zevallos-. Estamos medio muertos, hemos pasado la noche en vela.
– Claro, claro, ahora mismo -Angélica Mercedes limpia la mesa con su pollera-, ¿un caldito y un piqueo? ¿También unos claritos? No, es muy temprano para eso, les haré unos juguitos y café con leche. Pero ¿cómo no se han acostado todavía, doctor? Me lo está usted malcriando al padre García.
Un sarcástico gruñido sube de la bufanda y el sombrero se endereza, los ojos hondos del padre García miran a Angélica Mercedes y ella deja de sonreír, vuelve su cara intrigada hacia el doctor Zevallos que, la barbilla entre dos dedos, tiene ahora una expresión melancólica: ¿dónde habían estado, doctorcito? Su voz es tímida, su mano empuña el ruedo de la pollera a unos milímetros de la mesa y está inmóviclass="underline" donde la Chunga, comadre. Angélica Mercedes lanza un gritito, ¿donde la Chunga?, se demuda, ¿donde la Chunga?, se tapa la boca.
– Sí, comadre, ha muerto Anselmo -dice el doctor Zevallos-. Es una noticia triste para ti, ya sé. Para todos nosotros. Qué vamos a hacer, así es la vida.
¿Don Anselmo?, tartamudea Angélica Mercedes, la boca entreabierta, la cabeza ladeada, ¿se ha muerto, padrecito?, y su nariz palpita muy rápido, unos hoyuelos aparecen en sus mejillas, los chiquillos de la puerta han echado a correr y ella sacude la cabeza, se soba los brazos, ¿se ha muerto, doctor?, llora.
– Todos tienen que morirse -ruge el padre García, golpeando la mesa; la bufanda se abre y su cara lívida, sin afeitar, está deformada por el temblor de su boca-. Tú, yo, el doctor Zevallos, a todos nos tocará, nadie se libra.