– Cálmese, hombre -el doctor Zevallos abraza a Angélica Mercedes, que solloza apretando la pollera contra sus ojos-. Cálmate tú también, comadre. El padre García se ha puesto muy nervioso, mejor no hablarle, no preguntarle nada. Anda, prepáranos algo caliente, no llores.
Angélica Mercedes asiente sin dejar de llorar y se aleja, la cara entre las manos. En la otra habitación se la oye hablar sola, suspirar. El padre García ha recogido la bufanda, nuevamente la lleva enroscada en el cuello y se ha quitado el sombrero: erizados, grises, los mechones de cabellos de sus sienes sólo ocultan a medias su cráneo liso y con lunares. Apoya el mentón en el puño, una arruga cavilosa vetea su frente y la barba crecida da a sus mejillas un aspecto de cosa gastada y sucia. El doctor Zevallos enciende un cigarrillo. Es de día ya y el sol que anega el local y dora las cañas ha secado el suelo, moscas azules y siseantes invaden el aire. En el exterior, las voces, ladridos, balidos, rebuznos y ruidos domésticos aumentan gradualmente y, al lado, Angélica Mercedes se ha puesto a rezar, musita el nombre de la santera mezclado a invocaciones a Dios y a la Virgen, doctor: el marimacho ese lo había hecho a sabiendas.
– Pero a santo de qué -murmura el padre García-. ¿A santo de qué, doctor?
– Qué importa -dice el doctor Zevallos, viendo desvanecerse el humo-. Además, tal vez no fue a sabiendas. Pudo ser una casualidad.
– Tonterías, nos hizo llamar a usted y a mí por algo -dice el padre García-. Quería hacernos pasar un mal rato.
El doctor Zevallos se encoge de hombros. Recibe un rayo de sol en el centro de la frente y la mitad de su rostro está dorado y brillante; la otra mitad es un plomizo lunar. Tiene los ojos sumidos en una suave modorra.
– No soy nada perspicaz -dice, después de un momento-. Ni siquiera se me ocurrió pensar en eso. Pero tiene usted razón, a lo mejor quiso hacernos pasar un mal rato. Es una mujer rara, la Chunga. Yo creí que ella no sabía.
Se vuelve hacia el padre García y el lunar gana terreno, ocupa todo el rostro, sólo una oreja y la mandíbula reciben ahora el baño amarillo; que no sabía qué cosa. El padre García mira al doctor Zevallos de través.
– Que yo la traje al mundo -el doctor Zevallos alza la cabeza y ésta se enciende, su calva se destaca, luciente y granulosa-. ¿Quién le puede haber dicho? Anselmo no, estoy seguro. El creía que la Chunga vivía engañada.
– En este pueblucho chismoso todo acaba por saberse -gruñe el padre García-. Aunque sea treinta años después, se sabe todo lo que pasa.
– Nunca vino a mi consultorio -dice el doctor Zevallos-. Nunca me llamó para nada y ahora sí. Si quería hacerme pasar un mal rato, lo consiguió. Me hizo revivir todo de golpe.
– Lo de usted está claro -gruñe el padre García como si hablara con la mesa-. Éste vio morir a mi madre, que vea morir a mi padre también. ¿Pero, por qué tenía que llamarme a mí ese marimacho?
– ¿Qué significa esto? -dice el doctor Zevallos-. ¿Qué le pasa?
– Venga conmigo, doctor -la voz viene de la derecha, retumba en lo alto del zaguán-. Ahorita, tal como está doctor, no hay tiempo.
– ¿Cree que no lo reconozco? -dice el doctor Zevallos-. Salga de ahí, Anselmo. ¿Por qué se esconde? ¿Se ha vuelto loco, hombre?
– Venga, doctor, rápido -una voz quebrada en la oscuridad del zaguán que el eco repite, en lo alto-. Se me muere, doctor Zevallos, venga.
El doctor Zevallos levanta la lamparilla, busca y lo encuentra al fin, no lejos de la puerta: no está borracho ni furioso sino crispado de miedo. Sus ojos bailan locamente en las órbitas hinchadas y su espalda se pega a la pared como si quisiera echarla abajo.
– ¿Su mujer? -dice el doctor Zevallos, atónito-. ¿Su mujer, Anselmo?
– Pueden estar muertos los dos, pero yo no lo acepto -el padre García da un golpe en la mesa y su banquillo cruje-. No puedo aceptar esa infamia. Dentro de cien años también me parecería infame.
La puerta del vestíbulo se ha abierto y el hombre retrocede como si viera un fantasma, escapa del cono de luz de la lámpara. La figurilla envuelta en una bata blanca da unos pasos por el patio, hijito, se detiene antes de llegar al zaguán: ¿quién estaba ahí?, ¿por qué no entraban?
Era él, mamá, el doctor Zevallos baja la lamparilla, oculta con su cuerpo a Anselmo: tenía que salir un momento.
– Espéreme en el Malecón -susurra-. Voy a sacar mi maletín.
– Vayan tomando el caldito -Angélica Mercedes pone dos calabazas humeantes sobre la mesa-. Ya tiene sal y en un ratito más les traigo el piqueo.
Ya no llora pero su voz es quejumbrosa y se ha echado una manta negra sobre los hombros. Se aleja hacia la cocina, y ahora se contonea apenas al andar. El doctor Zevallos remueve el caldo pensativamente, el padre García alza la calabaza con cuatro dedos, la acerca a su nariz y aspira el aroma caliente.
– Yo tampoco lo entendí nunca y en ese tiempo creo que también me pareció infame -dice el doctor Zevallos-. Ahora ya estoy viejo, he visto pasar mucha agua por el río y nada me parece infame. Si usted hubiera sido testigo esa noche, no lo habría odiado tanto al pobre Anselmo, padre García, se lo juro.
– Se lo pagará Dios, doctor -lloriquea el hombre mientras corre dándose encontrones contra los árboles, las bancas y la baranda del Malecón-. Yo haré lo que me pida, le daré toda mi plata, doctor, toda mi vida, doctor.
– ¿Quiere conmoverme? -gruñe el padre García, mirando al doctor Zevallos, parapetado tras la calabaza que sigue olfateando-. ¿Tengo que ponerme a llorar yo también?
– En realidad, nada de eso importa ni un carajo ya -sonríe el doctor Zevallos-. Cosas que se llevó el viento, mi amigo. Pero por culpa de la Chunguita esta noche me volvieron a la cabeza y siguen ahí. Hablo de ellas para sacármelas de encima, no me haga caso.
El padre García toma la temperatura del caldo con la punta de la lengua, sopla, bebe un traguito, eructa, gruñe una disculpa y sigue bebiendo a sorbitos y soplando. Poco después, vuelve Angélica Mercedes con una fuente de piqueo y jugos de lúcuma. Se ha cubierto la cabeza con la manta, doctor, ¿no estaba bueno?, y su voz se esfuerza por ser natural, comadre, muy bueno. Un poquito caliente, apenas enfriara se la tomaba, y qué buena cara tenía el piqueo que les había hecho. Ahora les calentaba el café, cualquier cosa que la llamaran, nomás, padrecito. El doctor Zevallos acuna la calabaza con un dedo, examina meticulosamente la turbia y redonda superficie que oscila y el padre García ha comenzado a trinchar pedacitos de carne y a masticar con empeño. Pero, de repente, se interrumpe, ¿se habían enterado todos?, y queda con la boca abierta: ¿las perdidas y los perdidos que estaban ahí?
– Ellas sabían lo del romance desde el principio, como es lógico -murmura el doctor Zevallos, acariciando el borde de la calabaza-, pero no creo que se enterara nadie más. Había una escalerita que daba al patio de atrás, y por ahí subimos a la torre, los del salón no nos vieron. Venía una bulla salvaje de abajo y Anselmo debía haberlas instruido a ellas para que entretuvieran a la gente y no la dejaran maliciar qué pasaba.
– Qué bien conocía usted el sitio -el padre García mastica de nuevo-. No sería la primera vez que iba, me figuro.
– Había ido decenas de veces -dice el doctor Zevallos, con un fugaz destello en los ojos-. Yo tenía treinta años entonces. La flor de la edad, mi amigo.
– Suciedades, estupideces -gruñe el padre García, pero su mano baja el tenedor que se llevaba a la boca-. ¿Treinta años? Yo tendría esa edad, más o menos.
– Claro, si somos de la misma generación -dice el doctor Zevallos-. Anselmo también, aunque algo mayor que nosotros.
– Ya no quedan muchos de esa época -dice el padre García con ronco humor-. Los hemos enterrado a todos.