– Es algo que me he preguntado siempre -dice el doctor Zevallos-. Las habitantas decían que él la mimaba y que la muchacha parecía contenta.
– ¿Ahora ya le parece normal? -gruñe el padre García-. Robarse a una ciega, meterla a un prostíbulo, ponerla encinta. ¿Muy bien que hiciera eso? ¿Lo más normal del mundo? ¿Había que premiarlo por esa gracia?
– No tiene nada de normal -dice el doctor Zevallos-, pero no levante tanto la voz, cuidado con su asma. Sólo digo que quién sabe lo que ella pensaba. La Antonia no sabía lo que era bueno ni malo, y, después de todo, gracias a Anselmo fue una mujer completa. Yo siempre he creído…
– ¡Cállese, hombre! -el padre García arremete a manotazos contra las moscas que huyen despavoridas-. ¡Una mujer completa! ¿Las monjas son incompletas? ¿Los curas somos incompletos porque no hacemos porquerías? No le permito herejías tan estúpidas.
– Está usted peleando contra fantasmas -sonríe el doctor Zevallos-. Sólo quería decirle que creo que Anselmo la quiso de veras, y que probablemente ella lo quiso también.
– Esta conversación me disgusta -gruñe el padre García-. No nos vamos a poner de acuerdo, y no quiero pelearme con usted.
– Sólo faltaba esto -murmura el doctor Zevallos-. Mire quiénes llegan.
Eran los inconquistables, no querían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y venían a desayunar, caramba: quién estaba aquí.
– Vámonos -gruñe el padre García, exasperado-. No quiero estar junto a esos bandidos.
Pero los León no le dan tiempo a levantarse y caen sobre él batiendo palmas, padre García, los cabellos enmarañados, padrecito, los ojos llenos de resacas nocturnas. Brincan en torno al padre García, hoy caería nieve en Piura y no arena, tratan de estrecharle la mano, era el milagro de los milagros, lo palmean, día de fiesta para los mangaches recibir esta visita. Están en camiseta, sin medias, los zapatos desanudados, huelen a transpiración y el padre García, agazapado detrás de la bufanda, bajo el sombrero que se ha puesto a toda prisa, permanece inmóvil, mira fijamente el piqueo atacado de nuevo por las moscas.
– No acepto que le falten el respeto -dice el doctor Zevallos-. Atención con esas lenguas, muchachos. Es un hombre de hábito y con canas.
– Pero si nadie le falta el respeto, doctor -dice el Mono-. Estamos felicisísimos de verlo aquí, palabra, sólo queremos que nos dé la mano.
– Nunca se vio a un mangache faltar a la hospitalidad, doctor -dice José-. Buenos días, doña Angélica. Hay que festejar el acontecimiento, tráigase algo para brindar con el padre García. Vamos a hacer las paces con él.
Angélica Mercedes viene con dos tacitas de café en las manos, muy seria.
– ¿Por qué esa cara de enojo, doña Angélica? -dice el Mono-. ¿No está contenta con esta visita?
– Ustedes son lo peor de esta ciudad -gruñe el padre García-. El pecado original de Piura. Ni aunque me maten tomaré nada con ustedes.
– No se sulfure, padre García -dice el Mono-. No le estamos tomando el pelo, de veras estamos contentos de que haya vuelto a la Mangachería.
– Corrompidos, vagabundos -el padre García ha iniciado una nueva ofensiva contra las moscas-. ¡Con qué derecho me hablan, perdidos!
– Vea usted, doctor Zevallos -dice el Mono-. Quién falta el respeto a quién.
– Déjenlo tranquilo al padre -dice Angélica Mercedes-. Don Anselmo se ha muerto. El padre y el doctor lo estuvieron atendiendo, no han dormido toda la noche.
Deja la tacita sobre la mesa, regresa a la cocina, y, cuando su silueta desaparece en la habitación del fondo, sólo se oye en el local el tintineo de las cucharillas, los sorbos de café del doctor Zevallos, la afanosa respiración del padre García. Los León se miran, como mareados.
– Ya ven, muchachos -dice el doctor Zevallos-. No es día para bromas.
– Se murió don Anselmo -dice José-. Se nos murió el arpista, Mono.
– Pero si era el mejor hombre, doctor -balbucea el Mono-. Si era un gran artista, doctor, una gloria de Piura. Y el más bueno de todos. Se me parte el alma, doctor Zevallos.
– Como el padre de todos nosotros, doctor -dice José-. Bolas y el joven se estarán muriendo de pena, Mono. Sus discípulos, doctor, uña y carne con el arpista. Usted no sabe cómo lo cuidaban, doctor.
– No sabíamos nada, padre García -dice el Mono-. Le pedimos perdón por esas bromas.
– ¿Se murió así, de repente? -dice José-. Si ayer estaba de lo más bien. Anoche comimos con él aquí, doctor Zevallos, y él se reía y bromeaba.
– ¿Dónde está, doctor? -dice el Mono-. Tenemos que ir a verlo, José, hay que prestarse corbatas negras.
– Está allá, donde se murió -dice el doctor Zevallos-. Donde la Chunga.
– ¿Se murió en la Casa Verde? -dice el Mono-. ¿Ni siquiera lo llevaron al hospital al arpista?
– Esto es como un terremoto para la Mangachería, doctor -dice José-. Ya no será lo mismo sin el arpista.
Menean las cabezas, consternados, incrédulos, y prosiguen sus monólogos y sus diálogos, mientras el padre García bebe su café, sin apartar la taza de los labios que apenas desbordan la bufanda. El doctor Zevallos ha tomado el suyo ya, y ahora juega con la cucharilla, trata de mantenerla en equilibrio en la punta de un dedo. Los León callan, por fin, y se sientan en una mesa vecina. El doctor Zevallos les ofrece cigarrillos. Cuando entra Angélica Mercedes, rato después, ellos fuman en silencio, igualmente abrumados y ceñudos.
– Por eso no ha venido Lituma -dice el Mono-. Estará acompañando a la Chunguita.
– Se hacía la indiferente, la mujer helada -dice José-. Pero en sus adentros estará sangrando también. ¿No cree, doña Angélica? La sangre llama a la sangre.
– Estará con pena, quizás -dice Angélica Mercedes-.
Pero nunca se puede saber con ésa, ¿acaso era buena hija? -¿Por qué dices eso, comadre? -dice el doctor Zevallos.
– ¿A usted le parece bien que tuviera a su padre de empleado? -dice Angélica Mercedes.
– Al doctor Zevallos todo le parece bien -gruñe el padre García-. Con la vejez ha descubierto que no hay nada malo en el mundo.
– Usted lo dice como un sarcasmo -sonríe el doctor Zevallos-. Pero, fíjese, hay algo de cierto en eso.
– Don Anselmo se hubiera muerto si no tocaba, doña Angélica -dice el Mono-. Los artistas viven de su arte. ¿Qué había de malo en que tocara allá? La Chunguita le pagaba bien.
– Apúrese con el café, mi amigo -dice el doctor Zevallos-. Se me ha venido el sueño de golpe, se me cierran los ojos.
– Ahí llega nuestro primo, Mono -dice José-. Qué cara de duelo trae.
El padre García hunde la nariz en la tacita de café, lanza un gruñido sordo cuando la Selvática, los zapatos en la mano, los ojos muy maquillados y la boca sin pintura, se inclina hacia él y le besa la mano. Lituma se sacude el polvo que ensucia su terno gris, la corbata de motas verdes, los zapatos amarillos. Tiene los pelos despeinados y brillantes de vaselina, las facciones demacradas y saluda muy serio al doctor Zevallos.
– Lo van a velar aquí, doña Angélica -dice-. La Chunga me encargó avisarle.
– ¿En mi casa? -dice Angélica Mercedes-. ¿Y por qué no lo dejan donde está? Para qué van a moverlo, al pobre.
– ¿Quieres que lo velen en un prostíbulo? -ronca el padre García-. ¿Dónde tienes la cabeza, tú?
– Yo encantada de prestar mi casa, padre -dice Angélica Mercedes-. Sólo que creí que era pecado andar con el difunto de aquí para allá. ¿No es sacrilegio?
– ¿Acaso sabes siquiera lo que quiere decir sacrilegio? -gruñe el padre García-. No hables de lo que no entiendes.
– El Bolas y el Joven han ido a comprar el cajón y a arreglar lo del cementerio -Lituma se ha sentado entre los León-. Después, lo traerán. La Chunga pagará todo, doña Angélica, los licores, las flores, dice que usted sólo preste la casa.
– A mí me parece bien que el velorio sea en la Mangachería -dice el Mono-. Era un mangache, que lo velen sus hermanos.