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– Y la Chunga quisiera que usted diga la misa, padre García -dice Lituma, tratando de ser natural, pero su voz es demasiado lenta-. Fuimos a su casa a decírselo y no nos abrieron. Suerte encontrarlo aquí.

La calabaza vacía rueda al suelo y hay un torbellino de pliegues negros sobre la mesa, con qué permiso, el padre García aporrea la fuente de piqueo, quién le había autorizado a dirigirle la palabra, y Lituma se levanta de un brinco, quemador, qué tono era ése: quemador. El padre García trata de incorporarse y gesticula entre los brazos del doctor Zevallos, so canalla, chacal y la Selvática tironea el saco de Lituma, que se callara, dando grititos, que no le faltara, era un padre, que le taparan la boca. Pero ya lo vería en el infierno, so canalla, ahí las pagaría todas, ¿sabía lo que era el infierno, so canalla? El rostro inflamado, la boca torcida, el padre García tiembla como un trapo y Lituma sacude a la Selvática sin poder apartarla, quemador, a él no lo insultaba, no le decía canalla, quemador y el padre García pierde, recupera la voz, era peor que la perdida esta que lo mantenía, y alarga en el vacío sus manos exasperadas, un parásito de la inmundicia, un chacal y ahora también los León sujetan a Lituma: le iba a quebrar la jeta a ese viejo, no aguantaba, aunque fuera cura, quemador de mierda. La Selvática ha comenzado a llorar y Angélica Mercedes tiene un banquillo en las manos, lo bambolea frente a Lituma como dispuesta a quebrárselo en la cabeza si avanza un milímetro. En la puerta, detrás de las cañas, en todo el rededor del local hay cabezas atentas y excitadas, ojos, melenas, codazos y un vocerío creciente que parece propagarse hacia el resto del barrio y los nombres del arpista, de los inconquistables y del padre García despuntan a veces entre el coro chillón de los churres: quemador, quemador, quemador. Ahora el padre García tose, los brazos en alto, desorbitado, rojo como una brasa, la lengua afuera, y riega saliva en torno suyo. El doctor Zevallos le sostiene las manos en alto, la Selvática le hace aire, Angélica Mercedes le da golpecitos suaves en la espalda y Lituma parece ahora confuso.

– A cualquiera se le va la lengua cuando lo insultan porque sí -dice con voz vacilante-. No es mi culpa, a ustedes les consta que él empezó.

– Pero le faltaste y es viejito, primo -dice el Mono-. Estuvo toda la noche sin pegar los ojos.

– No debiste, Lituma -dice José-. Pídele disculpas, hombre, mira cómo lo has puesto.

– Le pido disculpas -tartamudea Lituma-. Ya cálmese, padre García. No es para tanto, tampoco.

Pero el padre García sigue estremecido de tos y de arcadas, y tiene el rostro empapado de mocos, babas y lágrimas. La Selvática le limpia la frente con su falda, Angélica Mercedes trata de hacerle beber un vasito de agua y Lituma palidece, le estaba pidiendo disculpas, padre, y se pone a chillar, qué más querían que hiciera, aterrado, si él no quería que se muriera, maldita sea, y se retuerce las manos.

– No te asustes -dice el doctor Zevallos-. Es el asma y la arena que se le ha metido a la garganta. Ya se le va a pasar.

Pero Lituma no puede ya dominar sus nervios, lo insultaba y él mismo se descomponía, y se lamenta casi llorando entre los León que lo abrazan, uno andaba amargado con tanta desgracia, hace pucheros y por momentos parece que fuera a romper en sollozos, primo, tranquilo, ellos comprendían, y él golpeándose el pecho: lo habían hecho desvestirlo al arpista, lavarlo, vestirlo de nuevo, no había quien resistiera, uno era humano. Y ellos que se calmara, primo, ánimo, pero él no podía, carajo, carajo, no podía, y se desploma sobre un banquillo, la cabeza entre las manos. El padre García ha dejado de toser y, aunque respira todavía con esfuerzo, tiene el rostro más sereno. La Selvática está arrodillada junto a él, padrecito, ¿se sentía mejor? Y él asiente, pasaba que fuera una perdida, allá ella, gruñendo, desdichada, pero había que ser bruta, condenarse por mantener a un inútil, a un asesino, había que ser bruta y ella sí, padrecito, pero que no se enojara, que se calmara, ya había pasado.

– Déjalo que te insulte si eso lo tranquiliza, primo -dice el Mono.

– Está bien, me dejo, me aguanto -susurra Lituma-. Que me insulte, asesino, inútil, que siga, todo lo que quiera.

– Cállate, chacal -gruñe el padre García, sin ímpetu, con notorio desgano, y, en la puerta, detrás de las cañas, hay una ola de risas-. Silencio, chacal.

– Estoy callado -ruge Lituma-. Pero ya no me insulte, soy un hombre, no me gusta, cierre su boca, padre García. Pídaselo usted, doctor Zevallos.

– Ya pasó, padrecito -dice Angélica Mercedes-. No diga palabrotas, en usted parece pecado, padre, no se enfurezca así. ¿Quiere otro cafecito?

El padre García saca un pañuelo amarillento de su bolsillo, bueno, otro cafecito, y se suena con fuerza. El doctor Zevallos se alisa las cejas, se limpia la saliva de las solapas con un gesto de fastidio. La Selvática pasa su mano por la frente del padre García, le asienta los mechones de las sienes y él la deja hacer, enfurruñado y dócil.

– Mi primo quiere pedirle perdón, padre García -dice el Mono-. Siente mucho lo que ha pasado.

– Que pida perdón a Dios y deje de explotar a las mujeres -gruñe tranquilamente el padre García, aplacado del todo-. Y ustedes también pidan perdón a Dios, so vagos. ¿Y tú también mantienes a este par de ociosos?

– Sí, padrecito -dice la Selvática y hay una nueva onda de risas en la calle. El doctor Zevallos escucha con aire divertido.

– No se puede decir que te falte franqueza -gruñe el padre García, escarbándose la nariz con el pañuelo-. Vaya idiota consumada que eres tú, infeliz.

– Yo misma me digo eso muchas veces, padre -reconoce la Selvática, sobando la frente rugosa del padre García-. Y se lo digo a ellos en su cara, no crea.

Angélica Mercedes trae otra tacita de café, la Selvática vuelve a la mesa de los León y la gente amontonada en la puerta y detrás de las cañas después de un momento comienza a disgregarse. Los churres retornan a sus carreras polvorientas, de nuevo se oyen sus voces delgadas e hirientes. Los transeúntes hacen un alto frente a la chichería, meten la cabeza, señalan al padre García que, agachado, bebe su café a sorbitos, parten. Angélica Mercedes, los inconquistables y la Selvática, hablan a media voz de viandas y bebidas, calculan cuánta gente vendrá al velorio, musitan nombres, cifras y discuten precios.

– ¿Acabó su café? -dice el doctor Zevallos-. Ya tenemos ajetreos de sobra por hoy, vámonos a la cama.

No hay respuesta: el padre García duerme apaciblemente, la cabeza inclinada sobre el pecho, una punta de la bufanda sumergida en la tacita.

– Se quedó dormido -dice el doctor Zevallos-. No sé qué me da despertarlo.

– ¿Quiere que le preparemos una camita? -dice Angélica Mercedes-. En el otro cuarto, doctor. Lo abrigaremos bien, no haremos ruido.

– No, no, que se despierte y me lo llevo -dice el doctor Zevallos-. Él no da nunca su brazo a torcer, pero yo lo conozco. La muerte de Anselmo lo ha afectado bastante.

– Más bien debía estar contento -susurra el Mono, apenado-. Siempre que veía a don Anselmo en la calle, lo insultaba. Le tenía odio.

– Y el arpista no le contestaba, se hacía el que no oía y se iba a la otra vereda -dice José.

– No lo odiaba tanto -dice el doctor Zevallos-. Por lo menos, ya no en estos últimos años. Sólo que era una costumbre en él, un vicio.

– Cuando debió ser al revés -dice el Mono-. Don Anselmo sí tenía razones para odiarlo.

– No digas eso, es pecado -dice la Selvática-. Los padres son los ministros de Dios, no se los puede odiar.

– Si es verdad que le quemó la casa, ahí se ve el alma grande que tenía el arpista -dice el Mono-. Nunca le oí ni media palabra contra el padre García.

– ¿A don Anselmo le quemaron esa casa de verdad, doctor? -dice la Selvática.