Miren -dijo el Pesado-. Ya para de llover.
Alargadas, azules, una rajas cuarteaban el cielo, entre las aglomeraciones grises resonaba aún, destemplada, la tormenta, y había dejado de llover. Pero en torno al sargento, los guardias y Nieves, el bosque seguía chorreando: goterones calientes rodaban desde los árboles, los filos de la carpa y las raíces adventicias hasta la playa de guijarros convertida en ciénaga y, al recibirlos, el fango se abría en diminutos cráteres, parecía hervir. La lancha se balanceaba en la orilla.
– Esperemos que desagüe un poco, sargento -dijo el práctico Nieves-. Con la lluvia los pongos andarán rabiosos.
– Sí, claro, don Adrián, pero no hay razón para que sigamos como sardinas -dijo el sargento-. Vamos a armar la otra carpa, muchachos. Podemos dormir aquí.
Tenían las camisetas y los pantalones empapados, costras de barro en las polainas, la piel brillante. Se frotaban el cuerpo, escurrían sus ropas. El práctico Nieves avanzó chapoteando por la playa y, cuando llegó a la lancha, era una figurilla de brea.
– Mejor calatos -dijo el Rubio-. Porque vamos a embarrarnos.
El Pesado estaba sin calzoncillos y ellos se reían de sus nalgas gordas. Salieron de la carpa, el Chiquito trastabilló, cayó sentado, se levantó maldiciendo. Cruzaron la ciénaga de la mano. Nieves les iba alcanzando los mosquiteros, las latas, los termos, ellos llevaban los paquetes al hombro hasta la carpa, volvían y, de pronto, se disforzaron: corrían lanzando alaridos, se zambullían en el fango, se aventaban pelotas de barro, mi sargento, no quedará ni una galleta seca, ataje ésta, a lo mejor también se nos jodió el anisado y para el Chiquito ya estaba bien de selva, Oscuro, ya le había llegado hasta la coronilla. Se lavaron las salpicaduras en el río, apilaron la carga bajo un árbol y allí mismo clavaron las estacas, tendieron la lona y afirmaron las sogas en raíces que irrumpían de la tierra, pardas y torcidas. A veces, bajo una piedra, aparecían retorciéndose larvas de color rosado. El práctico Nieves preparaba una fogata.
– Hicieron la carpa justito debajo del árbol -dijo el sargento-. Nos van a llover arañas toda la noche.
El montón de leña crujía, comenzaba a humear y, un momento después, brotó una llamita azul, otra roja, una llamarada. Se sentaron alrededor del fuego. Las galletas estaban mojadas, el anisado caliente.
– No nos libramos, mi sargento -dijo el Oscuro-. Habrá que aguantarse una buena requintada ahora, en Nieva.
– Era cosa de locos salir así -dijo el Rubio-. El teniente debió darse cuenta.
– Él sabía que era de balde -se encogió de hombros el sargento-. Pero, ¿no vieron cómo estaban las madres y don Fabio? Nos mandó por darles gusto, nomás.
– Yo no me hice guardia civil para andar de niñera -dijo el Chiquito-. ¿No le friegan estas cosas, mi sargento?
Pero el sargento llevaba diez años en el cuerpo; estaba curtido, Chiquito y ya nada lo fregaba. Había sacado un cigarrillo y lo secaba junto a la llama, haciéndolo girar entre sus dedos.
– ¿Y para qué te hiciste tú guardia civil? -dijo el Pesado-. Todavía eres nuevecito, estás naciendo. Para nosotros todo este ajetreo es pan comido, Chiquito. Ya aprenderás.
No era eso, el Chiquito había estado un año en Juliaca, y la puna era más brava que la montaña, Pesado. Los bichos y los chaparrones no le fregaban tanto como que lo mandaran al monte a perseguir criaturas. Bien hecho que no las pescaran.
– A lo mejor volvieron solitas, las mocosas -dijo el Oscuro-. A lo mejor nos las encontramos en Santa María de Nieva.