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y Nieves avanzan y los gritos los siguen y preceden, parecen venir del polvo luminoso que los cerca mientras suben la ladera. En el poblado murato, los huambisas revolotean entre las cabañas, pulverizan a puntapiés los delgados tabiques, tumban a machetazos los techos de yarina, uno apedrea el vacío, otro apaga el fogón y todos se tambalean, ¿ebrios? ¿Atontados? ¿Muertos de fatiga? Fushía va tras ellos, los sacude, los interroga, les da órdenes y Pantacha, sentado en un cántaro, sudoroso, los ojos saltones, boquiabierto, señala una cabaña indemne todavía: había un viejo ahí. Sí, por más que él les dijo, patrón, se la cortaron. Algunos huambisas se han calmado y escarban aquí y allá, pasan cargados de pieles, bolas de jebe, mantas que amontonan en el claro. El griterío se ha concentrado ahora, brota de las mujeres acorraladas entre un esqueleto de cañas y tres huambisas que las observan inexpresivos, a unos pasos de distancia. El patrón y Nieves entran a la cabaña y en el suelo, entre dos hombres arrodillados, hay unas piernas cortas y arrugadas, un sexo oculto por un estuche de madera, un vientre, un torso enclenque y lampiño de costillas que marcan la piel terrosa. Uno de los huambisas se vuelve, les muestra la cabeza que gotea, apenas ya, puntos granates. En cambio, el boquerón abierto entre los hombros huesudos surte siempre, esos perros, bocanadas intermitentes de sangre espesa, que se fijara en sus caras. Pero Nieves ha salido de la cabaña, saltando atrás como un cangrejo, y los dos huambisas no muestran entusiasmo alguno y tienen los ojos como entumecidos. Escuchan mudos, impasibles, a Fushía que chilla y hace gestos y estruja su revólver y cuando él calla salen de la cabaña y ahí está Nieves, apoyado en el tabique, vomitando. Era mentira, no se le había quitado el miedo todavía, pero que no le diera vergüenza, a cualquiera se le malograba el estómago, esos perros. ¿De qué servía el Pantacha? ¿De qué servía que el patrón diera órdenes? Y ésos nunca aprenderían, carajo, cualquier día les cortaban la cabeza a ellos. Pero aunque fuera a tiros, carajo, a patada limpia, carajo, esos carajos le obedecerían. Regresan al claro y los huambisas se apartan y todo ha sido ordenado en el suelo: pieles de lagarto, venado, serpiente y huangana, calabazas, collares, jebe, atados de barbasco. Siempre apiñadas y ruidosas, las mujeres revuelven los ojos, los perros ladran y Fushía examina los cueros a contraluz, calcula el peso del jebe y Nieves retrocede, se sienta en un tronco caído y Pantacha viene a su lado. ¿Sería el brujo? Quién sabía pero, eso sí, no trató de escapar y cuando entraron estaba sentadito y quemando unas hierbas. ¿Gritó? Quién sabía, él no lo oyó y primero quiso pararlos y después quiso irse y se fue y le temblaban las piernas y se cagó y no sintió que se cagaba. Eso sí, el patrón estaba furioso, no tanto porque lo mataron, ¿porque no le obedecieron?, sí. Y casi no había nada, esos cueros estaban dañados y el jebe era de la peor calidad, rabiaría. Pero ¿por qué se hacía? ¿No estaba enfermo también? Eran cristianos, en la isla uno se olvidaba que los chunchos eran chunchos, pero ahora se comprendía, no se podía vivir así, si hubiera masato se emborracharía. Y, además, que se fijara, le discutían al patrón, rabiaría, rabiaría. Oculto por los huambisas que lo amurallan, la voz de Fushía truena mediocremente en la mañana soleada, y ellos truenan con vehemencia, agitan los puños, escupen y vibran. Sobre sus cabelleras lacias, aparece la mano del patrón con el revólver, apunta al cielo y dispara y los huambisas murmuran un segundo, callan, otro disparo y las mujeres también callan. Sólo los perros siguen ladrando. ¿Por qué quería partir de una vez el patrón? Los huambisas estaban cansados, Pantacha también estaba cansado, y ellos querían celebrar, era justo, ellos no se sacaban la mugre por el jebe ni los cueros, sólo por el gusto, un día se calentarían, los matarían a ellos. Es que el patrón estaba enfermo, Pantacha, quería demostrar que no, pero no podía. ¿Antes no se ponía de buen humor? ¿No le gustaba celebrar también? Ahora ni miraba a las mujeres y siempre andaba rabiando. ¿Se estaría enloqueciendo por lo que no se hacía rico como quería? Fushía y los huambisas dialogan ahora con animación, sin violencia, no hay rugidos sino un cuchicheo vivaz, nervioso, circular, y algunos rostros se muestran joviales. Las mujeres están silenciosas, soldadas unas contra otras, abrazadas a sus criaturas y a sus perros. ¿Enfermo? Claro, la noche antes que Jum se fuera de la isla, Nieves entró y lo vio, las achuales le estaban sobando las piernas con resina y él, carajo, fuera, se enfureció, no quería que supieran que andaba enfermo. Fushía da instrucciones, los huambisas enrollan las pieles, se echan al hombro las bolas de jebe, pisotean y destruyen todo aquello que el patrón ha descartado y Pantacha y Nieves se acercan al grupo. Estaban cada vez peor esos perros, no querían obedecer, se le insolentaban, carajo, pero él les enseñaría. Es que querían festejar, patrón, y, además, había tantas mujeres. ¿Por qué no los dejaba el patrón? Semejante imbécil, ¿él también?, ¿la región no estaba llena de tropa?, serrano bruto, si se emborrachaban les duraría dos días, huevón, empezando por él, podían volver los juratos, sorprenderlos los soldados. El patrón no quería líos por tan poca cosa, que llevaran la mercadería al río, huevón, y bien rápido. Varios huambisas bajan ya la ladera y Pantacha va tras ellos, rascándose, apurándolos, pero los hombres andan sin prisa y sin ganas, en silenciosas y morosas filas curvas. Los que permanecen en el poblado murmuran, merodean confusamente de un lado a otro, evitan a Fushía que los observa, el revólver en la mano, desde el centro del claro. Por fin, unos tabiques comienzan a arder. Los huambisas dejan de moverse, esperan como apaciguados que las llamas abracen en un solo torbellino la vivienda. Luego, emprenden el regreso. Al descender la ladera pelada, se vuelven a mirar a las mujeres que en la cumbre echan manotones de tierra a la cabaña en llamas. Llegan al bosque y deben abrir de nuevo una trocha a machetazos y avanzar por un delgado, precario pasadizo sombreado, entre troncos, bejucos, lianas y breves aguajales. Cuando invaden la playa, Pantacha y sus hombres han sacado las canoas del ramaje e instalado la carga. Embarcan, parten, adelante la canoa del práctico, que va midiendo con la tangana la profundidad del lecho. Navegan toda la tarde, con un breve alto para comer, y, cuando oscurece, atracan en una playa, semioculta por chambiras mellizas erizadas de espinas. Encienden una fogata, sacan los fiambres, asan unas yucas y Pantacha y Nieves llaman al patrón: no, no quiere comer: Se ha tendido en la arena, de espaldas, usa sus brazos de almohada. Ellos comen y se tumban uno junto al otro, se cubren con una manta murato. Daba no sé qué ver al patrón tan cambiado, no sólo no comía, tampoco hablaba. Sería eso de las piernas, ¿se había fijado?, caminaba que apenas podía y siempre se quedaba atrás. Debían dolerle, seguro, y, además, no se quitaba el pantalón ni las botas para nada. Los murmullos se cruzan y descruzan en la negrura, la recorren en todas direcciones: voces de insectos, voces del río que bate las peñas, la grama y la tierra de la ribera. En las tinieblas del contorno los cocuyos brillan como fuegos fatuos. Pero Pantacha lo había visto cuando él sacó ese akítai de los muratos, era más bonito, con más colores que los que hacían los huambisas, lo había visto cuando él se lo escondía en el pantalón. ¿Ah, sí? ¿Y qué creía Pantacha, por qué se escaparía Jum de la isla? Que no le cambiara de conversación, ¿le llevaba a la shapra ese akítai?, ¿se había enamorado de ella? Cómo se iba a enamorar si ni siquiera se entendía con ella, ni siquiera le gustaba mucho. ¿Se le pasaría, entonces? ¿Cuando regresaran? ¿La misma noche? Sí, la misma noche que regresaran, si quería. ¿Para quién, entonces, ese akítai? ¿Para una de las achuales? ¿El patrón le iba a pasar una achual? Para nadie, para él solito, le gustaban las cosas de plumas y, además, sería un recuerdo.