Bonifacia se paró y, muy despacio, fue de uno a otro, llenándoles de nuevo las copas, separando apenas los pies de ese suelo resbaladizo que las humilladas bestiecillas observaban desde lo alto con desconfianza.
– Si hubieras nacido en Piura, no andarías pisando huevos -rió Lituma, abriendo los ojos-. Estarías acostumbrada a los zapatos.
– Ya no le pelee a la prima -dijo el Mono-. Que no te dé la rabieta, Lituma.
Las gotitas doradas de algarrobina caían al suelo enemigo, no a la copa de Josefino y la boca y la nariz de Bonifacia, como sus manos, también se habían puesto a temblar, pero no era pecado, e incluso su voz: Dios la había hecho así.
– Claro que no es pecado, prima, qué va a ser -dijo el Mono-. Tampoco las mangaches se acostumbran a los tacos.
Bonifacia dejó la botella en una repisa, se sentó, las bestiecillas se sosegaron y, de pronto, silenciosos, rebeldes, rapidísimos, ayudándose uno al otro, sus pies se libraron de los zapatos. Se inclinó, sin premura los colocó bajo la silla y ahora Lituma había dejado de mecerse, los inconquistables ya no cantaban y una vivaz, beligerante agitación conmovía a las figurillas verdioscuras que se exhibían con descaro.
– Ésta no me conoce todavía, no sabe con quién se mete -dijo Lituma a los León; y alzó la voz-: Ya no eres una chuncha, sino la mujer del sargento Lituma. ¡Ponte los zapatos!
Bonifacia no respondió, ni se movió cuando Lituma se puso de pie, la cara empapada y colérica, ni esquivó la cachetada que sonó breve, silbante, y los León saltaron y se interpusieron: no era para tanto, primo. Sujetaban a Lituma, que no fuera así, y lo reñían bromeándole, que controlara esa sangre mangache. La humedad había teñido el pecho y la espalda de su camisa caqui que sólo en los brazos y en los hombros seguía siendo clara.
– Tiene que educarse -dijo, meciéndose otra vez, pero más a prisa, al ritmo de su voz-. En Piura no se puede portar como una salvaje. Y, además, quién manda en la casa.
Las bestiecillas espiaban entre los dedos de Bonifacia, casi invisibles, ¿llorosas?, y Josefino se sirvió un poco de algarrobina. Los León se sentaron, no hay amor sin golpes decía la gente, y las cholas chulucanas mi marido más me pega más me quiere, pero quizás en la montaña las mujeres pensaban de otra forma y una dos y tres, que la prima lo perdone, que alce la carita, que sea buenita, una sonrisita. Pero Bonifacia siguió con la cara oculta y Lituma se paró, bostezando.
– Voy a dormir una siestecita -dijo-. Quédense nomás, séquense esa botella, después nos iremos por ahí -miró de soslayo a Bonifacia, moduló virilmente la voz-: Si no hay cariño en la casa, se busca afuera.
Hizo un guiño desganado a los inconquistables y entró al otro cuarto. Se oyó silbar una tonada, chirriaron unos resortes. Ellos siguieron bebiendo, una copa, callados, dos copas, y a la tercera comenzaron los ronquidos: hondos, metódicos. Ahí estaban las bestiecillas de nuevo, secas y crispadas detrás de los pelos.
– Esas guardias de toda la noche le malogran el humor -dijo el Mono-. No le haga caso, prima.
– Qué maneras de tratar a la mujer son ésas -dijo Josefino, buscando los ojos de Bonifacia, pero ella miraba al Mono-. Es un verdadero cachaco.
– ¿Usted sí sabe tratarlas, primo, no es cierto? -dijo José, echando una ojeada a la puerta: ronquidos prolongados, graves.
– Claro que sí -Josefino sonreía y rampaba sobre la estera hacia Bonifacia-. Si ella fuera mi mujer, yo nunca le pondría la mano encima. Es decir, para pegarle, nomás para hacerle cariños.
Ahora tímidas, asustadizas, las bestiecillas examinaban las paredes descoloridas, las vigas, las moscas azules zumbando junto a la ventana, los granitos de oro inmersos en los prismas de luz, las nervaduras del entarimado. Josefino se detuvo, su cabeza tocaba los pies descalzos que retrocedieron y los León eres el hombre-lombriz y Josefino la serpiente que tentó a Eva.
– En Santa María de Nieva no hay calles como aquí -dijo Bonifacia-. Son de tierra y llueve tanto, es puro barro. Los tacos se hundirían y las mujeres no podrían caminar.
– Pisando huevos, qué brutalidad tan bruta -dijo Josefino-. Y, además, mentira. Si camina tan bonito, cuántas quisieran caminar como ella.
Las cabezas de los León se movían sincrónicamente hacia la puerta: una iba, otra volvía. Y, una vez más, Bonifacia estaba temblando, gracias por lo que decía, sus manos, su boca, pero ella sabía que era por decir, nomás, y, sobre todo, su voz, no lo pensaba en el fondo. Y los pies retrocedieron. Josefino hundió la cabeza bajo la silla y su voz venía morosa y asfixiada, lo pensaba con todita su alma, palabras lentas, ingrávidas, llenas de miel, y mil cosas más, se las diría si no hubiera gente.
– Por mí no se moleste, inconquistable -dijo el Mono-. Estás en tu casa y aquí sólo hay un par de sordomudos. Si quieres, nos vamos a ver si llueve. Como ustedes digan.
– Vayan, vayan -relamidas, musicales-, déjenme con Bonifacia para consolarla un poco.
José tosió, se puso de pie y, de puntillas, se llegó a la puerta. Regresó risueño, de veras estaba rendido, dormía como una marmota, y las curiosas, movedizas bestiecillas exploraban incansablemente las maderas de la repisa, las patas de las sillas, el filo de la estera, el largo cuerpo yacente.
– A la prima no le gustan los piropos -dijo el Mono-. Se ha puesto colorada, Josefino.
– Todavía no conoces a los píntanos, prima -dijo José-. No pienses nada malo. Así somos, las mujeres nos jalan la lengua.
– Anda, Bonifacia -dijo Josefino-. Mándalos a ver si llueve.
– Le va a contar a Lituma si sigues -dijo el Mono-. Y el primo se va a calentar.
– Que le cuente -pegajosas, tibias-, no me importa. Ustedes ya me conocen, a mí me gusta una mujer y se lo digo, sea quien sea.
– Se te trepó la algarrobina -dijo José-. Habla más bajo.
– Y a mí Bonifacia me gusta -dijo Josefino-. Que lo sepa de una vez.
Las manos de Bonifacia se cerraron sobre sus rodillas y su rostro se elevó: los labios sonreían heroicamente bajo las espantadas bestiecillas.
– ¡Cómo corres, primo! -dijo el Mono-. Campeón de los cien metros planos.
– No sigas por ese camino -dijo José-. La estás asustando.
– Si lo oyera se enojaría -balbuceó Bonifacia; miró a Josefino, él le envió un beso volado y ella el techo, la repisa, el suelo-. Si supiera, se enojaría.
– Que se enoje, qué tanto -dijo Josefino-. ¿Quieren saber una cosa, muchachos? Bonifacia no se libra de ser mi mujer un día.
Ahora el suelo, fijamente, y sus labios murmuraron algo. Los León tosían, no quitaban los ojos del cuarto vecino: una pausa, un ronquido, otro más largo, tranquilizador.
– Basta, Josefino -dijo el Mono-. No es piurana, nos conoce apenas.
– No te atolondres, prima -dijo José-. Síguele la cuerda o dale un sopapo.
– No me asusto -susurraba Bonifacia-, sólo que si supiera y, además, si lo oyera…
– Pídele disculpas, Josefino -dijo el Mono-, dile es broma, fíjate cómo la has puesto.
– Era broma, Bonifacia -rió Josefino, rampando hacia atrás-. Te juro. No te pongas así.
– No me pongo así -balbuceaba Bonifacia-. No me pongo así.
– ¿Para qué tanto teatro, de cuándo acá tan amanerados? -dijo el Rubio-. ¿Por qué no entrar en patota y sacarlo a las buenas o a las malas?
– Es que el sargento está haciendo méritos -dijo el Chiquito-. ¿No viste qué cumplidor se ha puesto? Quiere que todo se haga como Dios manda. Será que el matrimonio lo ha maleado, Rubio.
– Y al Pesado ese matrimonio lo va a matar de envidia -dijo el Rubio-. Parece que anoche se chupó otra vez, donde Paredes, y otra vez se maldecía por no haberse adelantado, otra vez perdí mi última chance de encontrar mujer. La hembrita tendrá sus cositas, pero el Pesado exagera.
Estaban apostados entre los bejucos y encañonaban la cabaña del práctico, suspendida sobre el ramaje, a pocos metros de ellos. Un débil resplandor aceitoso crecía en su interior y alcanzaba a iluminar una esquina de la baranda. ¿No había salido nadie, muchachos? Una silueta se inclinó sobre el Rubio y el Chiquito: no, mi sargento. Y el Pesado y el Oscuro ya estaban al otro lado, sólo podría escaparse volando. Pero que no se alocaran, muchachos, el sargento hablaba despacio, si le hacían falta los llamaría, sus movimientos eran también calmados y, arriba, unas nubes ligeras filtraban la luz de la luna sin ocultarla. A lo lejos, limitada por las tinieblas del bosque y el suave relumbre de los ríos, Santa María de Nieva era un puñado de luces y de brillos furtivos. Sin apresurarse, el sargento abrió su cartuchera, sacó el revólver, le quitó el seguro, susurró algo más a los guardias. Siempre lento, tranquilo, se alejó en dirección a la cabaña, desapareció absorbido por los bejucos y la noche, y, poco después, reapareció junto a la esquina iluminada de la baranda, su rostro se retrató un segundo en la macilenta claridad que escapaba del tabique.
– ¿Te has fijado cómo anda y cómo habla? -dijo el Oscuro-. Está medio ahuevado. Algo le pasa, antes no era así.
– La chuncha lo está exprimiendo como a un limón -dijo el Pesado-. Seguro se encama con ella tres veces al día y tres en la noche. ¿Por qué crees que con cualquier pretexto se sale del puesto? Para encamarse con la chuncha, claro.
– Están en luna de miel y es justo -dijo el Oscuro-. Tú te mueres de envidia, Pesado, no disimules.
Estaban tendidos, también, en una raja minúscula de playa, tras un parapeto de matorrales, muy cerca del agua. Tenían los fusiles en la mano, pero no apuntaban la cabaña que, desde allí, se veía oblicua y en sombras, alta.
– Se le han subido los humos -dijo el Pesado-. ¿Por qué no vinimos a sacar a Nieves apenas llegó la orden del teniente, a ver? Esperemos que oscurezca, hay que hacer un plan, vamos a rodear la casa, dónde has oído tantas cojudeces juntas. Para impresionar a don Fabio, Oscuro, para darse importancia, nada más.