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– Necesito dinero -le dijo entonces a Guillem.

– Tuyo es -le contestó el moro consciente del desastre y de que aquella misma mañana Arnau había recibido la visita de un miembro de la Junta de Obra de Santa María.

Porque la fortuna había vuelto a sonreírles. Aconsejado por Guillem, Arnau optó por dedicarse a los seguros marítimos. Cataluña, huérfana de regulación al contrario de lo que sucedía en Genova, Venècia o Pisa, era un paraíso para los primeros que emprendieron este negocio, pero sólo los comerciantes prudentes como Arnau y Guillem lograron sobrevivir. El sistema financiero del principado se estaba hundiendo y con él la gente que pretendía obtener beneficios rápidos, como quienes aseguraban la carga por encima de su valor, con lo que difícilmente se volvía a tener noticias de ella, o como quienes aseguraban nave y mercaderías aun después de que se supiera que los corsarios habían apresado la nave, y apostaban que la noticia pudiera ser falsa. Arnau y Guillem eligieron bien las naves y mejor el riesgo, y pronto recuperaron para aquel nuevo negocio la vasta red de representantes con la que habían trabajado como cambistas.

El 26 de diciembre de 1379, Arnau no pudo preguntar a Guillem si podía destinar dinero a Santa María. El moro había fallecido un año atrás, de repente. Arnau lo encontró sentado en el huerto, en su silla, siempre orientada hacia La Meca, hacia donde rezaba en un secreto por todos conocido. Arnau habló con los miembros de la comunidad mora y, por la noche, se hicieron cargo del cadáver de Guillem.

Aquella noche, la del 26 de diciembre de 1379, un terrible incendio devastó Santa María. El fuego redujo a cenizas la sacristía, el coro, los órganos, los altares y todo lo que hasta entonces se había construido en su interior que no fuera de piedra. Pero también la piedra sufrió los efectos del incendio, siquiera fuese en su cincelado, y la piedra de clave en la que estaba representado el rey Alfonso el Benigno, padre del Ceremonioso, que pagó aquella parte de la obra, quedó totalmente destruida.

El rey montó en cólera ante la destrucción del homenaje a su regio progenitor y exigió que la obra se reconstruyese, pero bastante tenían los habitantes del barrio de la Ribera en costear una nueva piedra de clave como para satisfacer los deseos del monarca. Todo el esfuerzo y el dinero del pueblo se destinaron a la sacristía, el coro, los órganos y los altares; la figura ecuestre del rey Alfonso fue ingeniosamente reconstruida en yeso, pegada a la piedra de clave y pintada en rojo y oro.

El 3 de noviembre de 1383 se colocó la última clave de la nave central, la más cercana a la puerta principal y que portaba el escudo de la Junta de Obra, en honor a todos aquellos ciudadanos anónimos que permitieron la construcción de la iglesia.

Arnau levantó la vista hacia ella. Mar y Bernat lo acompañaron y los tres sonrieron cuando emprendieron el camino hacia el altar mayor.

Desde que la clave se montó en el andamio, esperando a que las nervaduras de los arcos llegasen hasta ella, Arnau repitió una y otra vez los mismos argumentos:

– Ésa es nuestra enseña -le dijo un día a su hijo Bernat.

El muchacho miró hacia arriba.

– Padre -le contestó-, ése es el escudo del pueblo. La gente como tú tiene sus propios escudos grabados en los arcos y en las piedras, en las capillas y en los… -Arnau levantó una mano tratando de interrumpir las palabras de su hijo, pero el muchacho continuó-: ¡Ni siquiera tienes un sitial en el coro!

– Ésta es la iglesia del pueblo, hijo. Muchos hombres han dado su vida por ella y su nombre no está en lugar alguno.

Entonces los recuerdos de Arnau viajaban hasta el muchacho que cargaba piedras desde la cantera real hasta Santa María.

– Tu padre -intervino en aquella ocasión Mar- ha grabado con su sangre muchas de estas piedras. No hay mejor homenaje que ése.

Bernat se volvió hacia su padre con los ojos abiertos de par en par.

– Como tantos otros, hijo -le dijo éste-, como tantos otros.

Agosto en el Mediterráneo, agosto en Barcelona. El sol brillaba con una magnificencia difícil de encontrar en ningún otro lugar del orbe; porque antes de colarse a través de las vidrieras de Santa María para juguetear con el color y la piedra, el mar devolvía al sol el reflejo de su propia luz y los rayos llegaban a la ciudad embebidos de una suerte de esplendor inigualable. En el interior del templo, el reflejo colorido de los rayos solares al pasar por las vidrieras se confundía con el titilar de miles de cirios encendidos y repartidos entre el altar mayor y las capillas laterales de Santa María. El olor a incienso impregnaba el ambiente y la música del órgano resonaba en una construcción acústicamente perfecta.

Arnau, Mar y Bernat se dirigieron hacia el altar mayor. Bajo el magnífico ábside y rodeada por ocho esbeltas columnas, delante de un retablo, descansaba la pequeña figura de la Virgen de la Mar. Tras el altar, adornado con preciosas telas francesas que el rey Pedro había prestado para la ocasión no sin antes advertir mediante una carta desde Vilafranca del Penedès que le fueran devueltas inmediatamente después de la celebración, el obispo Pere de Planella se preparaba para oficiar la misa de consagración del templo. La gente abarrotaba Santa María y los tres tuvieron que detenerse. Algunos de los presentes reconocieron a Arnau y le abrieron paso hasta el altar mayor, pero Arnau se lo agradeció y siguió allí, en pie, entre ellos: su gente y su familia. Sólo le faltaba Guillem… y Joan. Arnau prefería recordarlo como el niño con quien descubrió el mundo, más que como al amargado monje que se sacrificó entre llamas.

El obispo Pere de Planella inició el oficio.

Arnau notó que le asaltaba la ansiedad. Guillem, Joan, Maria, su padre… y la anciana. ¿Por qué siempre que pensaba en los que faltaban, terminaba recordando a aquella anciana? Le había pedido a Guillem que la buscara, a ella y a Aledis.

– Han desaparecido -le dijo un día el moro.

– Dijeron que era mi madre -recordó Arnau en voz alta-. Insiste.

– No las he podido encontrar -le volvió a decir al cabo de un tiempo Guillem.

– Pero…

– Olvídalas -le aconsejó su amigo no sin cierta autoridad en su tono de voz.

Pere de Planella continuaba con la celebración.

Arnau tenía sesenta y tres años, estaba cansado, y buscó apoyo en su hijo.

Bernat apretó con cariño el brazo de su padre y éste lo obligó a acercar el oído a sus labios a la vez que señalaba hacia el altar mayor.

– ¿La ves sonreír, hijo? -le preguntó.

Nota del autor

En el desarrollo de esta novela he pretendido seguir la Crónica de Pedro III con las necesarias adaptaciones que requería una obra de ficción como la propuesta. La elección de Navarcles como enclave del castillo y tierras del señor del mismo nombre ha sido totalmente ficticia, no así las baronías de Granollers, Sant Vicenç dels Horts y Caldes de Montbui que el rey Pedro concede a Arnau en dote por su matrimonio con su pupila Elionor -creación esta última del autor-. Las baronías en cuestión fueron cedidas en 1380 por el infante Martín, hijo de Pedro el Ceremonioso, a Guillem Ramon de Monteada, de la rama siciliana de los Monteada, por sus buenos oficios en pro del matrimonio entre la reina María y uno de los hijos de Martín, quien después reinaría bajo el sobrenombre de «El Humano». Esos dominios, no obstante, duraron menos en poder de Guillem Ramon de Monteada de lo que le duran al protagonista de la novela. Nada más recibirlos, el señor de Monteada los vendió al conde de Urgell para, con el dinero obtenido, armar una flota y dedicarse a la piratería.