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– ¿Menecmo? -preguntó en voz alta Heracles Póntor.

El ruido que siguió, inmenso, impropio de aquella penumbra mineral, hizo trizas el silencio. Alguien había quitado la tabla que cerraba una de las amplias ventanas -la más cercana al podio-, dejándola caer al suelo. Un mediodía fúlgido y tajante como la maldición de un dios atravesó la sala sin hallar obstáculos; el polvo giraba a su alrededor en visibles nubes calizas.

– Mi taller cierra por las tardes -dijo el hombre.

Sin duda existía una puerta oculta tras los cortinajes, pues ni Heracles ni Diágoras habían advertido su llegada.

Era muy delgado, y presentaba un aspecto de enfermizo desaliño. En su cabello, revuelto y gris, las canas no habían terminado de extenderse y florecían en sucios mechones blancos; la palidez de su rostro se manchaba de ojeras. No existía un solo detalle en su aspecto que un artista no hubiese deseado perfilar: la barba rala y mal esparcida, los irregulares cortes del manto, el estropicio de las sandalias. Sus manos -fibrosas, morenas- mostraban una revuelta colección de residuos de origen diverso; también sus pies. Todo su cuerpo era una herramienta usada. Tosió, se alisó -en vano- el pelo; sus ojos sanguinolentos parpadearon; dio la espalda a sus visitantes, ignorándolos, y se dirigió a una mesa cercana al podio, repleta de utensilios, dedicándose, al parecer -pues no había modo de cerciorarse-, a elegir los más adecuados para su trabajo. Se escucharon distintos ruidos metálicos, como notas de címbalos desafinados.

– Lo sabíamos, buen Menecmo -dijo Heracles con pulcra suavidad-, y no venimos a adquirir tus estatuas…

Menecmo giró la cabeza y dedicó a Heracles un residuo de su mirada.

– ¿Qué haces aquí, Descifrador de Enigmas?

– Dialogar con un colega -repuso Heracles-. Ambos somos artistas: tú te dedicas a cincelar la verdad, yo a descubrirla.

El escultor prosiguió su labor en la mesa, provocando un desgarbado ajetreo de herramientas. Entonces dijo:

– ¿Quién te acompaña?

– Soy… -alzó la voz Diágoras, muy digno.

– Es un amigo -lo interrumpió Heracles-. Puedes creerme si te aseguro que tiene mucho que ver con mi presencia aquí, pero no perdamos más tiempo…

– Cierto -asintió Menecmo-, porque debo trabajar. Tengo un encargo para una familia aristocrática del Escambónidai, y he de terminarlo antes de un mes. Y otras muchas cosas… -volvió a toser: una tos, como sus palabras, sucia y estropeada.

Abandonó repentinamente su quehacer en la mesa -los movimientos, siempre bruscos, desajustados- y subió por una de las escalerillas del podio. Heracles dijo, con suma amabilidad:

– Serán sólo unas preguntas, amigo Menecmo, y si tú me ayudas acabaremos antes. Queremos saber si te suena de algo el nombre de Trámaco, hijo de Meragro, y el de Antiso, hijo de Praxínoe, y el de Eunío, hijo de Trisipo.

Menecmo, que en lo alto del podio se ocupaba de recoger las sábanas que cubrían la escultura, se detuvo.

– ¿Cuál es la razón de tu pregunta?

– Oh, Menecmo: si respondes a mis preguntas con preguntas, ¿cómo vamos a terminar pronto? Procedamos con orden: contesta tú ahora a mis cuestiones y yo contestaré a las tuyas después.

– Los conozco.

– ¿Por motivos profesionales?

– Conozco a muchos efebos en la Ciudad… -se interrumpió para tirar de una de las sábanas, que se resistía. No tenía paciencia; sus gestos poseían cualidades agonistas; los objetos parecían desafiarlo. Concedió al lienzo la oportunidad de dos intentos breves, casi de advertencia. Entonces apretó los dientes, afirmó los pies en el podio de madera y, lanzando un sucio gruñido, tiró con ambas manos. La sábana se desprendió con un ruido como de volcar desperdicios, desordenando las colecciones intangibles de polvo.

La escultura, descubierta al fin, era compleja: mostraba a un hombre sentado a una mesa repleta de rollos de papiros. La base, inacabada, se retorcía con la informe castidad del mármol virgen de cincel. De la cabeza de la figura, que daba la espalda a Heracles y Diágoras, sólo era visible la coronilla, tan concentrado parecía estar en lo que hacía.

– ¿Alguno de ellos te sirvió de modelo? -preguntó Heracles.

– En ocasiones -fue la lacónica respuesta.

– Sin embargo, no creo que todos tus modelos sean también actores de tus obras…

Menecmo había regresado a la mesa de utensilios y preparaba una hilera de cinceles de diferente tamaño.

– Les dejo libertad para elegir -dijo sin mirar a Heracles-. A veces hacen ambas cosas.

– ¿Como Eunío?

El escultor volvió la cabeza con brusquedad: Diágoras pensó que gustaba de maltratar a sus propios músculos como un padre ebrio maltrataría a sus hijos.

– Acabo de saber lo de Eunío, si es a eso a lo que te refieres -dijo Menecmo; sus ojos eran dos sombras fijas en Heracles-. No he tenido nada que ver con su arrebato de locura.

– Nadie ha dicho lo contrario -Heracles levantó ambas manos abiertas, como si Menecmo lo estuviera amenazando.

Cuando el escultor volvió a ocuparse de las herramientas, Heracles dijo:

– Por cierto, ¿sabías que Trámaco, Antiso y Eunío participaban en tus obras de incógnito? Los mentores de la Academia les prohibían hacer teatro…

Los huesudos hombros de Menecmo se alzaron a la vez.

– Creo haber oído algo parecido. ¡Es lo más necio que he escuchado jamás! -y diciendo esto, volvió a subir por la escalera del podio en dos saltos-. ¡Nadie puede prohibir el arte! -exclamó, y propinó un cincelazo impulsivo, casi azaroso, en una de las esquinas de la mesa de mármol; el sonido dejó en el aire un ligero vestigio musical.

Diágoras abrió la boca para replicar, pero pareció pensárselo mejor y desistió. Heracles dijo:

– ¿Y se mostraban temerosos de ser descubiertos?

Menecmo rodeó la estatua con expresión afanosa, como buscando alguna otra esquina desobediente que castigar. Dijo:

– Supongo. Pero sus vidas no me interesaban. Les ofrecí la posibilidad de actuar como coreutas, eso es todo. Ellos aceptaron sin rechistar, y los dioses saben que lo agradecí: mis tragedias, a diferencia de mis estatuas, no me dan fama ni dinero, sólo placer, y no es fácil encontrar gente que participe en ellas…

– ¿Cuándo los conociste?

Tras una pausa, Menecmo repuso:

– Durante los viajes que hacíamos a Eleusis. Soy devoto.

– Pero tu relación con ellos no se limitaba a compartir creencias religiosas, ¿no es cierto? -Heracles había iniciado un lento recorrido por el taller, deteniéndose a examinar varias obras con el limitado interés que podría manifestar un aristocrático mecenas.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir, oh Menecmo, que los amabas.

El Descifrador se hallaba frente a la figura de un inacabado Hermes con caduceo, sombrero pétaso y sandalias aladas. Dijo:

– Sobre todo a Antiso, por lo que veo.

Señalaba el rostro del dios, cuya sonrisa expresaba cierta bella malicia.

– ¿Y aquella cabeza de Baco, coronada de pámpanos? -prosiguió Heracles-. ¿Y ese busto de Atenea? -iba de una figura a otra, gesticulando como un vendedor que quisiera encarecerlas-. ¡Yo diría que advierto varios bellos rostros de Antiso repartidos entre las diosas y dioses del sagrado Olimpo!…

– Antiso es amado por muchos -Menecmo reanudó su trabajo con furia.

– Y ensalzado por ti. Me pregunto cómo te las arreglabas con los celos. Imagino que a Trámaco y a Eunío no les agradaría demasiado esta ostensible inclinación tuya por su compañero…

Por un instante, entre las notas del cincel, pareció que Menecmo jadeaba con fuerza: pero al volver el rostro, Heracles y Diágoras descubrieron que sonreía.

– Por Zeus, ¿crees que yo les importaba mucho?

– Sí, puesto que accedían a ser tus modelos y actuar en tus obras, desobedeciendo así los sagrados preceptos que recibían en la Academia. Creo que te admiraban, Menecmo: que, por ti, posaban desnudos o vestidos de mujer, y que, cuando el trabajo finalizaba, empleaban sus desnudeces o sus vestimentas andróginas para tu deleite… y se arriesgaban, de este modo, a ser descubiertos y deshonrar a sus familias…

Menecmo, sin dejar de sonreír, exclamó:

– ¡Por Atenea! ¿Crees de veras que valgo tanto como artista y como hombre, Heracles Póntor?

Heracles replicó:

– Para los espíritus jóvenes, que, al igual que tus esculturas, se hallan aún inacabados, cualquier tierra es buena para echar raíces, Menecmo de Carisio. Y mejor que ninguna, la que abunda en estiércol…