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El médico -una figura flaca y desgarbada, mucho más pálida que los propios cadáveres-, arrodillado, giraba la cabeza observando alternativamente los dos cuerpos; tocaba al viejo, e inmediatamente después al joven, como si quisiera compararlos entre sí, y murmuraba sus hallazgos con la perseverante lentitud de un niño que recitara las letras del alfabeto antes del examen. Un astínomo inclinado a su vera escuchaba y asentía con respetuosa aquiescencia.

Los cadáveres se hallaban frente a frente, tendidos de perfil en el suelo del taller sobre un majestuoso lago de sangre. Parecían figuras de bailarines pintadas en una vasija: el viejo, vestido con un astroso manto gris, flexionaba el brazo derecho y extendía el izquierdo por encima de la cabeza. El joven era una réplica simétrica de la posición del viejo, pero se hallaba completamente desnudo. Por lo demás, viejo y joven, esclavo y hombre libre, se igualaban en el horror social de las heridas: carecían de ojos, tenían el rostro desfigurado y cortes profundos les franjeaban la piel; por entre las piernas les asomaba una ecuánime amputación. Había otra diferencia: el viejo sostenía, en su crispada mano derecha, dos globos oculares.

– Son de color azul -declaró el médico como si hiciera un inventario.

Y, tras decir esto, absurdamente, estornudó. Después dijo:

– Pertenecen al joven.

– ¡El servidor de los Once! -anunció alguien tronchado el horroroso silencio.

Pero, aunque todas las miradas rastrearon entre el grupo de curiosos que se agolpaba a la entrada del zaguán, nadie pudo advertir quién era el recién llegado. Entonces, una voz repentina, con la sinceridad a flor de palabra, acaparó de inmediato la atención.

– ¡Oh Praxínoe, noble entre los nobles!

Era Diágoras de Medonte. Él y un hombre gordo de baja estatura habían llegado al taller un poco antes que Praxínoe, acompañados de otro hombre enorme y de raro aspecto que llevaba un pequeño perro en los brazos. El hombre gordo parecía haberse esfumado, pero Diágoras se había hecho notar durante bastante tiempo, pues todos lo habían visto llorar amargamente, postrado junto a los cadáveres. Ahora, sin embargo, se mostraba enérgico y decidido. Sus fuerzas parecían concentrarse en el punto fijo de la garganta, con el propósito, sin duda, de dotar a sus frases de la coraza necesaria. Tenía los ojos enrojecidos y el semblante mortalmente pálido. Dijo:

– Soy Diágoras de Medonte, mentor de Antiso en…

– Sé quién eres -lo interrumpió Praxínoe sin suavidad-. Habla.

Diágoras se pasó la lengua por los resecos labios y tomó aire.

– Quiero hacer de sicofante y acusar públicamente al escultor Menecmo por estos crímenes.

Se escucharon indolentes murmullos. La emoción, tras lenta batalla, había vencido en el rostro de Praxínoe: sonrojado, alzaba una de sus negras cejas, tirando con lentitud de los hilos del ojo y de los párpados; su respiración era audible. Dijo:

– Pareces estar seguro de lo que afirmas, Diágoras.

– Lo estoy, noble Praxínoe.

Otra voz clamó, con acento extranjero:

– ¿Qué ha pasado aquí?

Era, por fin (no podía ser otro), el servidor de los Once, el auxiliar de los once jueces que constituían la autoridad suprema en materia de crímenes: un hombretón vestido a la manera bárbara con pieles de animales. Un látigo de cuero de buey se enroscaba en su cinto. Su aspecto era amenazador, pero tenía cara de necio. Jadeaba con fuerza, como si hubiera venido corriendo, y, a juzgar por la expresión de su rostro, parecía sentirse defraudado de comprobar que lo más interesante había ocurrido durante su ausencia. Algunos hombres (que siempre los hay en tales ocasiones) se acercaron para explicarle lo que sabían, o lo que creían saber. La mayoría, sin embargo, permanecía pendiente de las palabras de Praxínoe:

– ¿Y por qué crees tú, Diágoras, que Menecmo les ha hecho esto… a mi hijo y a su viejo pedagogo Eumarco?

Diágoras volvió a pasarse la lengua por los labios.

– El mismo nos lo dirá, noble Praxínoe, si es preciso bajo tortura. Pero no dudes de su culpabilidad: sería como dudar de la luz del sol.

El nombre de Menecmo apareció en todas las bocas: diferentes formas de pronunciarlo, distintos tonos de voz. Su semblante, su aspecto, fue convocado por los pensamientos. Alguien gritó algo, pero se le ordenó callar de inmediato. Finalmente, Praxínoe soltó las riendas del silencio respetuoso y dijo:

– Buscad a Menecmo.

Como si ésta hubiera sido la contraseña esperada, la Ira levantó cabezas y brazos. Unos exigían venganza; otros juraron por los dioses. Hubo quienes, sin conocer a Menecmo siquiera de vista, ya pretendían que padeciera atroces torturas; aquellos que lo conocían meneaban la cabeza y se atusaban la barba pensando, quizá: «¡Quién lo hubiera dicho!». El servidor de los Once parecía ser el único que no acababa de comprender bien lo que estaba ocurriendo, y preguntaba a unos y a otros de qué hablaban y quién era el viejo mutilado que yacía junto al joven Antiso, y quién había acusado al escultor Menecmo, y qué gritaban todos, y quién, y qué.

– ¿Dónde está Heracles? -preguntó Diágoras a Crántor, al tiempo que tiraba de su manto. La confusión era enorme.

– No sé -Crántor encogió sus enormes hombros-. Hace un momento estaba olfateando como un perro junto a los cadáveres. Pero ahora…

Para Diágoras hubo dos clases de estatuas en el taller: unas no se movían; otras, apenas. Las sorteó a todas con torpeza; recibió empujones; oyó que alguien lo llamaba entre el tumulto; su manto tiraba de él en dirección contraria; volvió la cabeza: el rostro de uno de los hombres de Praxínoe se acercaba moviendo los labios.

– Debes hablar con el arconte si quieres iniciar la acusación…

– Sí, hablaré -dijo Diágoras sin comprender muy bien lo que el hombre le decía.

Se liberó de todos los obstáculos, se arrancó de la muchedumbre, se abrió paso hasta la salida. Más allá, el día era hermoso. Esclavos y hombres libres se petrificaban frente al pórtico de entrada, envidiosos, al parecer, de las esculturas del interior. La presencia de la gente era una losa sobre el pecho de Diágoras: pudo respirar con libertad cuando dejó atrás el edificio. Se detuvo; miró a ambos lados. Desesperado, eligió una calle cuesta arriba. Por fin, con inmenso alivio, distinguió a lo lejos los torcidos pasos y la marcha torpe, lenta y meditabunda del Descifrador. Lo llamó.

– Quería darte las gracias -dijo cuando llegó junto a él. En su voz se divisaba un apremio extraño. Su tono era como el de un carretero que, sin gritar, pretende azuzar a los bueyes para que avancen más deprisa-. Has hecho bien el trabajo. Ya no te necesito. Te pagaré lo convenido esta misma tarde -y como pareciera incapaz de soportar el silencio añadió-: Todo era, al fin, tal como tú me explicaste. Tenías razón, y yo estaba equivocado.

Heracles rezongaba. Diágoras casi tuvo que inclinarse para escuchar lo que decía, pese a que hablaba muy despacio:

– ¿Por qué ese necio habrá hecho esto? Se ha dejado llevar por el miedo o la locura, está claro… Pero… ¡ambos cuerpos destrozados!… ¡Es absurdo!

Diágoras replicó, con extraña y feroz alegría:

– El mismo nos dirá sus motivos, buen Heracles. ¡La tortura le soltará la lengua!

Caminaron en silencio por la calle repleta de sol. Heracles se rascó la cónica cabeza.

– Lo lamento, Diágoras. Me equivoqué con Menecmo. Estaba seguro de que intentaría huir, y no…

– Ya no importa -Diágoras hablaba como el hombre que descansa tras llegar a su destino después de una larga y lenta caminata por algún lugar deshabitado-. Fui yo quien me equivoqué, y ahora lo comprendo. Anteponía el honor de la Academia a la vida de estos pobres muchachos. Ya no importa. ¡Hablaré y acusaré!… También me acusaré a mí mismo como mentor, porque… -se frotó las sienes, como inmerso en un complicado problema matemático. Prosiguió-:… Porque si algo les obligó a buscar la tutela de ese criminal, yo debo responder por ello.

Heracles quiso interrumpirle, pero se lo pensó mejor y aguardó.

– Yo debo responder… -repitió Diágoras, como si deseara aprenderse de memoria las palabras-. ¡Debo responder!… Menecmo es sólo un loco furioso, pero yo… ¿Qué soy yo?

Sucedió algo extraño, aunque ninguno de los dos pareció percatarse de ello al principio: comenzaron a hablar a la vez, como si conversaran sin escucharse, arrastrando lentamente las frases, uno en tono apasionado, el otro con frialdad:

– ¡Yo soy el responsable, el verdadero responsable…!

– Menecmo sorprende a Eumarco, se asusta y…

– Porque, vamos a ver, ¿qué significa ser maestro? ¡Dime…!