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Capítulo 26

El sargento Jim Chee mantuvo el pie en alto, apoyado en varios cojines en el asiento trasero de la vieja y destartalada unidad 11 de la agente Bernie Manuelito, envuelto en una bolsa de plástico llena de cubitos. El tobillo no le dolía tanto, y se sentía mucho mejor. El vendaje y los cuidados profesionales que le habían procurado en la clínica habían logrado efectos maravillosos en la lesión, y el respeto que su antiguo jefe le había demostrado le había aliviado las magulladuras morales.

Bernie conducía en dirección oeste por la U.S. 160. Dejó atrás Red Mesa School y continuó hacia el cruce con la Navajo 35, en Mexican Water. Chee iba detrás de ella, desplomado hacia el lado del conductor y mirando el perfil canoso de Leaphorn. El lugarteniente no estaba tan taciturno como Chee lo recordaba. Iba contando a Bernie que Gershwin le había dejado los nombres escritos en un papel en la taberna navaja, que por eso había ido a casa de Jorie, que luego se enteró de que Jorie había denunciado a Gershwin y todo lo demás. Bernie escuchaba con atención cada una de sus palabras, y Leaphorn disfrutaba con un auditorio tan entregado. Acababa de explicarle por qué nunca había creído en las coincidencias, pero Chee había oído esos argumentos tantas veces, cuando trabajaba como ayudante suyo en la comisaría de Window Rock, que se los sabía de memoria. Era pura filosofía navaja; todo estaba interconectado, no había efecto sin causa, las alas de un insecto afectan a la brisa, el canto de la alondra doblega el estado de ánimo del guerrero, una nube negra en el horizonte occidental se abre, deja pasar el sol del poniente, tiñe las montañas de oro, influye en el humor y en las decisiones del consejo tribal navajo… O, como dijo el poeta, ningún hombre es una isla.

Y Bernie, con la amabilidad que la caracterizaba, comprendía las carencias que la soledad imponía en aquel hombre y le hacía todas las preguntas oportunas. ¡Qué muchacha!

– ¿Para eso le sirve el mapa del que tanto me habla el sargento Chee? -Y, naturalmente, así era.

– Creo que Jim tiene la misma opinión que yo -dijo Leaphorn-, y espero que me corrija si me equivoco. El asunto del casino, por ejemplo. El casino se encuentra al lado del monte Ute Durmiente. Los atracadores abandonan el vehículo en el que se dan a la fuga a ciento sesenta kilómetros al oeste, en Casa del Eco Mesa. Cerca hay un cobertizo con un avión. Alguien roba el avión ese mismo día. El momento y el lugar coinciden o están muy próximos. Cerca hay también una antigua mina. Las leyendas de los utes insinúan que el padre de uno de los bandidos la utilizaba como vía de escape. Y ya tenemos todo un cúmulo de coincidencias.

– Sí -dijo Bernie, poco convencida.

– Pero hay más -prosiguió Leaphorn-. Recordemos la gran persecución de 1998. Tres hombres, tiroteo con la policía, vehículo robado y abandonado posteriormente. Comienza la gran persecución. El hombre al que se tenía por cabecilla es hallado muerto. El FBI lo declara suicidio. Los otros dos desaparecen en los cañones.

Como el tobillo ya no le dolía tanto, la modorra se apoderaba de Chee. Apoyó la cabeza en la tapicería y bostezó. ¿Cuánto tiempo hacía que no dormía a gusto?

– Otra coincidencia -dijo Bernie-, pero también duda que lo sea, ¿no es cierto?

– Jim dijo que el primer delito podía ser la causa del segundo -dijo Leaphorn.

Chee ya no tenía sueño. ¿Qué quería decir Leaphorn? No recordaba haber dicho nada semejante.

– ¡Ah! -dijo Bernie-. Eso es más difícil de dilucidar. Y podría decirse lo mismo de los otros dos. Por ejemplo, al descubrir la camioneta abandonada y oír lo del atraco en la radio, el señor Timms creyó haber encontrado la forma de deshacerse de su avión. Dijo que se lo habían robado y cursó la reclamación de la mutua de seguros.

– De esa forma, también sería causa y efecto, naturalmente -dijo Leaphorn-. O quizás el avión fuera el motivo por el que abandonaron la camioneta donde la abandonaron, como dedujo el FBI al principio.

Chee se incorporó en el asiento. «¿Adonde demonios quiere ir a parar Leaphorn?».

– Creo que me he perdido -dijo Bernie.

– Con tu permiso, voy a explicarte una teoría nueva sobre todo el asunto -dijo Leaphorn-. Supongamos que sucedió lo siguiente: una persona de este territorio fronterizo siguió con atención el delito de 1998, y en él se inspiró para encontrar la solución a un problema. A dos problemas, mejor dicho, porque conseguiría un dinero necesario y además eliminaría a un enemigo. Pongamos que dicha persona tiene vínculos con la milicia, con los supervivalistas, con los de Earth Fristers o con cualquier otro grupo radical, y que recluta a dos o tres hombres para que le ayuden so pretexto de que el dinero servirá para financiar la causa política. Entonces, implica al señor Timms y le alquila el avión por adelantado para realizar un vuelo o le incluye en el plan y le ofrece una parte del botín.

– Se refiere a Everett Jorie-dijo Bernie.

– Sí, podría ser -dijo Leaphorn-, pero en mi propuesta, Jorie tiene el papel del enemigo al que hay que eliminar.

– Un minuto, lugarteniente -dijo Chee, tras aclararse la garganta-. ¿Y qué hay de la nota de suicidio y todo eso?

Leaphorn se volvió hacia Chee y torció el gesto.

– Tuve la ventaja de estar allí; vi al hombre en su propia casa, vi lo que leía, su biblioteca, las cosas que guardaba y que constituían su vida. Cuando me paro a pensarlo, tengo la impresión de que empiezan a pesarme los años. Si la agente Manuelito o tú hubierais encontrado el cadáver, si lo hubierais visto todo, habrías sospechado mucho antes que yo.

Chee pensaba que todavía no sospechaba nada, pero dijo:

– De acuerdo. ¿Cómo fue?

Bernie había reducido la marcha.

– ¿Es aquí donde quiere que me desvíe? ¿Por este camino de tierra?

– Está en malas condiciones, pero es mucho más rápido que ir por la 191 y luego tener que retroceder.

– Prefiero el camino más corto -dijo Bernie y salieron de la carretera asfaltada para entrar en el camino de tierra.

– Creo que los ladrones del casino tomaron este camino -dijo Leaphorn-. Seguro que conocían este otero, viviendo por aquí, y seguro que sabían que los llevaría a un callejón sin salida. -Se rió-. Otro argumento para mi heterodoxa teoría del delito. Si hubieran ido por la 191 para retroceder después y perderse habría sido demasiada coincidencia, en mi opinión.

– Lugarteniente -dijo Chee-, ¿por qué no continúa contándonos lo que ocurrió en casa de Jorie?

– Lo que creo que pudo ocurrir -puntualizó Leaphorn-. Bien; supongamos que nuestro villano llama a la puerta de Jorie, le apunta con la pistola asesina, le obliga a entrar en su despacho y a sentarse en la silla del ordenador y le dispara a quemarropa para que parezca un suicidio. Luego enciende el ordenador, se inclina sobre el cadáver, escribe la Carta, deja el ordenador encendido y desaparece de la escena.

– ¿Por qué? -preguntó Chee-. Bueno, tengo cuatro o cinco porqués, en realidad. Creo que intuyo algunos motivos, pero otros se me escapan.

– Jorie vivía de los litigios. Como abogado reconocido en el colegio de Utah, podía presentar todas las demandas que quisiera sin tener que pagar mucho. Tenía una demanda pendiente incluso con Timms, porque con su avioneta asustaba al ganado, decía, a consecuencia de lo cual, las reses perdían peso, los terneros se morían y demás. En otra demanda, acusaba a Timms de violar sus tierras de pasto con su pista ilegal de aterrizaje. Pero Timms no es la clase de villano en el que pienso. En otra demanda, Jorie pretendía anular el permiso de arriendo de tierras de la administración territorial de nuestro villano.

– Estamos hablando del señor Gershwin, naturalmente -dijo Chee-, ¿no es así?

– En teoría, sí -dijo Leaphorn.

– De acuerdo -contestó Chee-. ¿Qué más?

– Ahora ya ha eliminado dos problemas: al enemigo y los molestos juicios. Pero le queda uno.

– El dinero -dijo Bernie-. ¿Cree que sólo conseguiría un tercio?