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Leaphorn estaba de pie a plena vista, con el rifle apoyado en el brazo.

– ¡Señor Gershwin! -gritó-. Roy, ¿qué hace usted por aquí?

Gershwin se detuvo, se quedó inmóvil un momento y luego se volvió hacia Leaphorn.

– Vaya, vaya; pues no sé qué decirle, la verdad. Si le hubiera visto yo primero, le habría hecho la misma pregunta.

Leaphorn se echó a reír.

– Pues seguramente, yo le habría contestado que andaba por aquí cazando codornices. Pero entonces, usted se habría dado cuenta de que esto es un rifle, y no una escopeta de matar pájaros, y no me habría creído.

– Seguramente no -dijo Gershwin-. Diría que está usted pensando en todo el dinero que robaron en el casino, en que tendrían que haberlo escondido en alguna parte y que, a lo mejor, lo habían escondido en esta vieja mina.

– Bueno -dijo Leaphorn-, es cierto que la pensión de jubilación de la nación navaja no es muy alta. ¿Y la suya? ¿Necesita unos cuantos billetes sin marcar?

– ¿Habla usted como agente de la ley o como persona civil?

– Soy la misma persona civil a la que entregó la lista de nombres -contestó Leaphorn-. Cuando uno abandona el cuerpo, ya no vuelve a entrar.

– Bien, en ese caso, espero que tenga mejor suerte que yo. Ahí dentro no hay dinero; he removido hasta el último trozo de chatarra y no hay nada. ¡Una pérdida de tiempo! -Gershwin reanudó sus pasos.

– He oído unos disparos -dijo Leaphorn-, ¿a qué se debían?

Gershwin dio media vuelta otra vez y se quedó mirando hacia la mina fijamente.

– Venga -dijo-, se lo voy a enseñar, y también se lo voy a contar. ¿Se acuerda de que le dije que iba a retirarme, a trasladarme a un motel, porque no quería quedarme esperando a que esos malditos de la milicia vinieran a por mí? Bueno, pues pensé que ni hablar, que ya soy muy viejo como para dejarme atosigar por esos canallas, y decidí enfrentarme.

– Un minuto -dijo Leaphorn-, quiero presentarle a un amigo mío. -Hizo una seña a Chee para que se acercara.

Chee enfundó la pistola y salió de detrás de los matojos saludando con la mano en alto. Si Gershwin llevaba algún arma, no la tenía a la vista. Si fuera grande, tendría que llevarla en el cinturón, tapada con la camisa, y no en un bolsillo. El ruido de los disparos le pareció de arma grande, no de un veintidós de bolsillo.

– Le presento al sargento Jim Chee -dijo Leaphorn-. Roy Gershwin.

– Sí -dijo Gershwin, sorprendido, e hizo un gesto de asentimiento hacia Chee.

– Chee también anda mal de dinero -dijo Leaphorn-. Es soltero, pero malvive con el sueldo de policía.

Gershwin miró a Chee otra vez, asintió y volvió a ponerse en camino hacia la mina.

– Bueno, como le decía, vine aquí pensando que tendría que enfrentarme a esos desgraciados, para llevármelos, entregarlos y cobrar la recompensa, o echarlos y matarlos si me obligaban. Se supone que la recompensa vale igual, vivos o muertos. Preferí no huir, soy muy viejo ya, para andar huyendo.

– ¿Los ha matado? -preguntó Leaphorn.

– A uno. He matado a Baker. George Ironhand ha escapado.

Ya habían alcanzado las ruinas; cruzaron la doble entrada que se abría en el muro medio derruido y entraron en una sala enorme moteada de luz y oscuridad. La luz que se colaba por las grietas del tejado iluminaba a franjas la gran cantidad de trastos esparcidos por el suelo de tierra. Estaba más o menos como lo había descrito el agente especial Cabot, vacío, a excepción de la chatarra y la porquería. El suelo estaba lleno de cascotes del tejado que se había derrumbado, planchas de contrachapado envueltas y capas de arena, polvo y basura que el viento había ido depositando a lo largo de los años. Contra la pared del fondo se amontonaban plantas rodadoras y, junto a ellas, yacía el cadáver de un hombre vestido con un mono gris verdoso de camuflaje.

– Baker -dijo Gershwin, señalando el cadáver-. El muy cabrón quiso matarme.

– Cuéntenos cómo fue -dijo Leaphorn.

– Bien, aparqué ahí fuera, un poco lejos para que no me oyeran llegar. Me acerqué muy sigilosamente y miré dentro, y ése -Gershwin señaló el cadáver que yacía junto a la pared- parecía que estaba dormido. El alto estaba sentado por allá y, cuando entré, se abalanzó a por su pistola enseguida; le grité para que se detuviera, pero la agarró y, entonces, le disparé y cayó. Entonces, el otro se despertó, se levantó de un brinco y sacó una pistola, y también le pedí que la dejara, pero me disparó y yo también le disparé.

– ¿Adonde fue el primero al que disparó? -preguntó Chee.

– Que me aspen si lo sé -contestó Gershwin-. Creí que ya no volvería a levantarse y me distraje con el otro; cuando fui a ver cómo estaba, había desaparecido. Supongo que salió de aquí, pero no sé cómo. ¿No lo vieron ustedes escapar?

– No -dijo Leaphorn-, y ahora, vamos al coche. Tenemos que informar de esto para que vengan a levantar el cadáver e inicien la búsqueda del que se fugó.

– Me sorprende que no le vieran -dijo Gershwin.

– ¿Dónde está su arma? -preguntó Leaphorn-. Tiene que entregársela al sargento Chee.

– La tiré -dijo Gershwin-. Nunca había disparado a un hombre hasta ahora y, al darme cuenta de lo que había hecho, me entraron ganas de vomitar, así que me acerqué a esa puerta lateral de ahí y tiré la pistola al cañón.

Habían salido a la luz del sol por el umbral derrumbado. Chee mantenía la mano cerca de la culata de la pistola, pensando que era imposible que Leaphorn se lo hubiera creído, que se trataría de un arma de mano y que, seguramente, la llevaría en la mochila, o escondida en el cinturón y tapada con la camisa.

– Es una sensación horrible -dijo Gershwin-, matar a un hombre de un tiro. -Y, mientras hablaba, se metió la mano rápidamente bajo la camisa y la sacó empuñando una pistola.

Pero Chee ya le apuntaba al pecho.

– ¡Suéltela! -le ordenó-. ¡Suéltela o disparo!

Gershwin lanzó un gruñido y dejó caer la pistola.

– ¡Cuidado! -gritó Leaphorn.

Se oyó una fuerte detonación procedente de la oscuridad y Gershwin cayó al suelo de bruces.

– Está bajo esa plancha grande de contrachapado -gritó Leaphorn-. Vi que se levantaba por un lado y luego, el fogonazo de la boca de un cañón.

La plancha se encontraba debajo de la estructura triangular de vigas que se elevaba por encima de los restos del tejado. Chee y Leaphorn se acercaron como quien se acerca a una serpiente de cascabel, con precaución. Chee se aproximó por la puerta lateral, donde estaba mejor cubierto. Llegó el primero e hizo una seña a Leaphorn para que avanzara. Se apostaron a ambos lados de la puerta, mirando hacia el interior.

– Gershwin ha muerto -dijo Leaphorn.

– Eso me pareció -contestó Chee.

– Si apartamos esa plancha de contrachapado, supongo que encontraremos un pozo vertical -dijo Leaphorn-, pero el que la ha levantado un poco y ha sacado la boca del rifle tenía que estar de pie en algún sitio.

– Probablemente, en una escala de cuerda -dijo Chee- o, a lo mejor, cavaron una especie de nicho. -Trató de imaginarse lo que habría debajo de la plancha, pero no lo consiguió.

Leaphorn le observaba.

– ¿Quieres levantarla y ver lo que hay?

Chee se rió.

– Prefiero esperar a que llegue el agente especial Cabot con sus hombres y que lo hagan ellos. No quiero estropearle al departamento el escenario del crimen.

Capítulo 29

Jim Chee se despatarró en el asiento trasero de la unidad 11 con el pie en alto sobre un cojín; tenía el tobillo dolorido y se acordó de lo que le había dicho el médico respecto a apoyar el pie del esguince antes de que se curase. Por lo demás, no le dolía nada, estaba tranquilo y satisfecho. Era cierto que George Ironhand seguía libre por los cañones, herido o no, pero eso no le concernía.

Se relajó y se quedó escuchando el ruido de los limpiaparabrisas, que combatían el chaparrón con su movimiento continuo; de vez en cuando, prestaba atención a la conversación de el Lugarteniente Legendario y la agente Manuelito (Leaphorn la llamaba Bernie) y repasaba los acontecimientos de la tensa y agotadora jornada.