Выбрать главу

Aquello dolía.

No hizo caso de los recuerdos y volvió a sacar su cantimplora. Bebió un trago largo y dijo:

– Vamos.

Caminaron en silencio, mirando el suelo en busca de pruebas. Cada ciertos pasos verificaban que fueran por el buen camino, gracias a alguna rama rota o a huellas muy marcadas. En un punto, vieron que Rebecca se había caído, no había duda. La prueba era un largo mechón de pelo rubio prendido de una rama, arrancado de cuajo de la cabellera. Quinn colocó un banderín naranja sin decir nada, la fotografió. Cortó la rama y la metió en una bolsa de pruebas con el mechón de pelo.

Cuando acabó, se dio cuenta de que Miranda se había detenido y lo estaba mirando. No, no lo miraba a él sino a algo que estaba más allá. Como si viera algo que no estaba ahí.

El corazón se le aceleró. Le dolía ver que Miranda se ponía en situaciones que la obligaban a revivir lo que le había sucedido. Su angustia era visible. Recordó el momento en que encontró el cuerpo de Sharon, su dolor, su evidente desazón. Miranda era fuerte pero no indestructible.

Le dieron ganas de acercarse a ella y tocarla, estrecharla.

– Miranda -dijo, con voz suave-. ¿Te encuentras bien?

Ella volvió rápidamente su atención a él.

– Estoy pensando -dijo-. Cayó aquí. ¿Por qué? No hay ramas que la hicieran tropezar. Está en el claro. Y él le disparó.

– No se sabe… -dijo él, y se detuvo. Podría ser. Siguió la dirección de su mirada mientras ella caminaba dibujando un lento círculo-. Quizá -dijo-, pero dónde está la prueba.

– Aquí cambió de dirección -murmuró, como si estuviera hablando sola.

– ¿Qué?

– No habría seguido en línea recta después de que le disparara. Habría cambiado de dirección, se habría girado, habría hecho algo diferente para que él no pudiera seguirle la pista. -Miranda empezó a caminar dibujando un arco, hacia atrás y hacia adelante, hasta detenerse, a unos quince metros monte abajo, en un ángulo de cuarenta grados en relación con el sendero por donde avanzaban.

– ¡Aquí! -dijo, con la voz teñida por la emoción.

Quinn se reunió con ella más abajo. Había otros dos casquillos. Quinn plantó un banderín.

– Tenemos que bajar -dijo ella, señalando hacia una pendiente muy acusada.

– Es muy empinado.

– Sí, pero vinieron por aquí.

Tenía razón. Había un árbol pequeño pisado y roto en la dirección que señalaba Miranda. El límite del claro acababa bruscamente unos quince metros más allá. Quinn detuvo a Miranda cuando llegaron al perímetro.

Doce años antes habían caminado juntos por una pendiente similar para llegar a la cabaña donde Miranda y Sharon habían estado encerradas. Quinn nunca olvidaría el valor de Miranda aquel día.

– ¿Estás preparada para lo que podamos encontrar? -preguntó con voz queda.

– Desde luego que sí -dijo ella. Pero cuando Quinn la miró no era rabia lo que brillaba en sus ojos oscuros sino los recuerdos.

¿También ella pensaba en ese día?

Él estiró la mano, queriendo conectar con ella, pero Miranda lo rechazó con un movimiento casi imperceptible de la cabeza. Él dejó caer el brazo, molesto consigo mismo por haberlo intentado, pero deseando que Miranda no insistiera en llevar sola sobre sus hombros todo el peso del dolor de Rebecca.

Caminaron siguiendo el límite del claro y se detuvieron al cabo de un momento. A Quinn le llamó la atención algo que parecía fuera de lugar.

– Aquí -dijo, y se agachó para examinar las huellas de pisadas en el suelo.

– Vamos.

Quinn desenfundó su pistola y asintió cuando ella lo imitó con una Beretta de nueve milímetros un poco más pequeña. Nunca olvidaría que Miranda había obtenido el tercer puesto en la competición de la Academia. Era un buen resultado si se tenía en cuenta que habían participado cien personas más.

Pero ella se había enfadado consigo misma por no obtener el primer puesto. La competencia en la Academia era cosa seria, pero nadie la sometía a tanta presión como ella misma.

Miranda respiró hondo y reunió todo el valor posible a medida que se internaban en el bosque. La vegetación se volvió más espesa cuando abandonaron el claro inundado de luz, y el aire, frío y húmedo. El frío le mantenía alto el nivel de adrenalina mientras barría el monte silenciosamente con la mirada en busca de cualquier indicio de movimiento.

En busca del Carnicero.

A medida que se internaban en la espesura, los animales que se escabullían, el graznido de las aves y las botas que aplastaban el suelo cubierto de hojas eran los únicos ruidos. El aire estaba fresco y limpio después de la lluvia, la tierra renovada. Sin embargo, al mismo tiempo, a Miranda le llegó el olor penetrante y desagradable de la podredumbre. Le recordó su propia caída, cuando estaba sucia y tenía frío y le dolía todo.

Quinn se detuvo para mirar el sendero. La ladera del monte era más suave, muy distinta del terreno rocoso de más arriba por donde había escapado Miranda. A Rebecca la habían tenido más cerca de la civilización, a sólo unos diez kilómetros a vuelo de pájaro.

Miranda cerró los ojos y respiró hondo para serenarse. Cuando volvió a abrirlos al cabo de un minuto, todo parecía más vivo y brillante. El verde era más verde, el marrón más marrón. Unos potentes rayos cortaban la sombra entre los árboles e inundaban el suelo con manchas de luz. A Miranda le fascinaban los días como ése, después de la lluvia de primavera que dejaba el aire limpio, cuando todo quedaba fresco y nuevo y la culpa que ella sentía por estar viva se desvanecía.

De pronto, un destello llamó su atención.

Un leve reflejo en un techo de zinc medio oxidado. Se quedó mirando, tan concentrada en su descubrimiento que los ruidos del bosque pasaron a un segundo plano. No oía más que los latidos de su corazón. La madera combada y vieja que sostenía el frágil techo no habría podido aguantar la reciente tormenta, pero las apariencias engañan. Aquella cabaña había soportado los duros inviernos de Montana, golpeada por la lluvia y sepultada a medias por la nieve.

– Miranda.

– Allá -dijo ella, saliendo de su ensimismamiento.

Él miró con expresión inescrutable. Sacó el walkie-talkie y apretó la tecla para hablar.

– Sheriff, hemos encontrado una choza. A unos… -dijo, y miró hacia lo alto del monte empinado-, seiscientos metros del borde del claro. Hay una bandera naranja que marca el punto donde nos hemos apartado del campo.

Sonó la estática.

– Entendido. -La voz de Nick, distorsionada por la comunicación, rompió el silencio-. Enviaré un equipo.

– Entendido. Cambio y fuera. – Quinn se metió el aparato en el bolsillo y se volvió hacia Miranda.

Ella alzó el mentón, sabiendo que podía enfrentarse a lo que fuera.

– Vamos.

Miranda siguió a Quinn, lo bastante cerca como para no pasar nada por alto. Los dos se pusieron los guantes de látex para preservar lo que probablemente sería la escena del crimen.

Donde Rebecca había sido violada y torturada.

Miranda cerró brevemente los ojos y luego pestañeó, sorprendida. Tenía lágrimas en los ojos. Ahora, no, se recriminó a sí misma, con su severa voz interior.

Quinn le hizo una seña para que se apartara mientras él inspeccionaba el perímetro de la barraca. Ella obedeció sin rechistar.

Aquella barraca destartalada probablemente llevaba décadas ahí. La madera estaba desgastada, casi negra. De hecho, debería estar convertida en un montón de troncos, pudriéndose bajo capas de hojas en descomposición y cubierta de musgo. Pero aunque no parecía muy sólida, estaba bien construida. Una vieja barraca abandonada, como tantas otras.