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Era una chica delgada, y tan pálida y vacía. En términos clínicos, su piel demacrada decía a los forenses que Rebecca se había desangrado hasta la muerte. Había muerto rápidamente. Nadie podía sobrevivir mucho tiempo con la carótida abierta de un tajo. Era un triste consuelo después de la semana de terror que había vivido la chica.

Quinn tapó el cuerpo.

– ¿Han llamado al forense?

– Llegará a mediodía -dijo Nick, asintiendo con la cabeza-. Estaba en medio de la autopsia de aquel escalador que encontramos en las montañas más al norte hace unos días.

– Y ¿quién encontró el cuerpo?

– Tres chicos… los hermanos McClain y Ryan Parker. Los Parker tienen una hacienda, a unos cinco o seis kilómetros de aquí. Los chicos salieron a caballo a disparar con sus rifles calibre veintidós, conejos, ya sabes. -Se encogió de hombros y añadió-: Es sábado.

– ¿Dónde están ahora?

– Un ayudante del sheriff los ha llevado a casa. Les dijo que se quedaran donde los Parker y no se movieran hasta que yo llegara.

Quinn asintió, recorriendo con la mirada la escena que Nick había delimitado con la cinta negra de la policía. Observó el claro, el viejo sendero, los árboles.

– Parece que llegó a través de esos arbustos, más allá -dijo Nick, y señaló el lugar-. Le he echado un vistazo pero todavía no he bajado por el sendero.

– Si a eso se le puede llamar sendero -dijo Quinn, frunciendo el ceño ante la espesura de la vegetación-. Echaré una mirada rápida mientras llamas a tu equipo. ¿Cuántos hombres tienes?

– En este momento, tengo a una docena de mis hombres, y vendrán otros más tarde, además de un especialista en escenas de crimen. Necesitaré voluntarios, si queremos hacerlo bien.

– De acuerdo. Cuantos más ojos, mejor, pero nada de listillos. No queremos que nadie se dedique a hacer chapuzas.

Quinn le puso una mano en el hombro a Nick.

– Ya sé que esperabas que el muy cabrón la palmara después de que encontraron a Ellen y a Elaine Croft. Siento no haber venido personalmente en esa ocasión, pero la agente Thorne es buena. Habría encontrado alguna cosa.

Nick estaba de acuerdo, pero seguía sintiendo la misma impotencia. El Carnicero era el único cabrón que se había salido con la suya durante su mandato como sheriff.

– Han pasado tres puñeteros años. Tres años desde la última vez que mató. Y no teníamos nada en aquel momento, ni pistas, ni sospechosos.

– Y hay más chicas desaparecidas. -Quinn no tenía por qué recordárselo. Las chicas desaparecidas se le aparecían a Nick en sus sueños.

– Ha sido lento, pero estamos recogiendo pruebas -siguió Quinn-. Tenemos casquillos, balas, una huella digital parcial en el medallón de Elaine Croft. Lo cogeremos. -Quinn se giró y Nick lo vio alejarse por el sendero. Hablaba con tanta seguridad. ¿Por qué él no habría de sentirse igual?

Volvió a mirar por última vez el cuerpo de Rebecca Douglas. Al menos tendría un entierro decente. Para su familia, sería un punto final. Pero no para él.

Pensó en Miranda.

Se dirigió a su furgoneta. Ya había ordenado que todos los agentes disponibles se dirigieran a aquel lugar. Y entonces oyó el ruido familiar del jeep rebotando en los baches del accidentado camino. No tenía que mirar el vehículo para saber quién se acercaba.

– Maldita sea.

El jeep rojo se detuvo bruscamente detrás del coche de alquiler de Peterson. Casi antes de detenerse, Miranda Moore bajó de un salto y, sin que el lodo fuera obstáculo para sus pesadas botas, se acercó a grandes zancadas. El ayudante Booker fue hacia ella, pero Miranda le lanzó una mirada furiosa mientras, sin detenerse, se ponía un anorak rojo sobre su camisa negra de franela. En cualquier otra situación, Nick habría sonreído al ver cómo se apartaba Booker.

Miranda fijó sus penetrantes ojos azules en él.

A Nick se le aceleró el corazón y sintió un retortijón en el estómago. Ojalá hubiera tenido más tiempo para prepararse para su inminente llegada. De haber sabido que se dirigía hacia allí, se habría mentalizado para el enfrentamiento.

– Miranda -dijo, al ver que se acercaba-, yo…

– ¡Maldito seas, Nick! -dijo ella, dándole con el índice en el pecho-. ¡Maldita sea! -Nada intimidaba a Miranda. Aunque era alta para ser mujer, al menos un metro setenta y cinco, él le sacaba quince centímetros y pesaba cuarenta y cinco kilos más. Lo normal sería que él la intimidara a ella, que cualquier hombre le diera miedo después de lo que había vivido pero, al final, no había de qué sorprenderse. Miranda era una superviviente nata. No dejaba que se notara su miedo.

– Miranda, iba a llamarte. No estaba seguro de que fuera Rebecca. No quería que tuvieras que volver a pasar por lo mismo.

En sus ojos oscuros vio que no le creía.

– A la mierda con eso. ¡A la mierda contigo! Me prometiste que llamarías. -Pasó a su lado y se acercó a la lona. Se quedó mirando el cuerpo cubierto. Tenía los puños cerrados con fuerza y hasta los hombros le temblaban de la tensión.

Nick quería detenerla, protegerla de tener que ver otra chica muerta. Sobre todo quería protegerla de sí misma.

Y ella siempre había dejado claro que no quería la protección de Nick.

Miranda hizo un esfuerzo por controlar su ira. No debería haberle gritado a Nick, pero, ¡joder! Él se lo había prometido. Hacía siete días que buscaban a Rebecca, mientras las pesadillas le impedían dormir las pocas horas de sueño que se concedía. Nick le había prometido que sería la primera en saberlo cuando la encontraran.

Ni ella ni Nick confiaban en encontrar a Rebecca con vida.

Se quedó mirando la lona amarilla en medio de los tonos marrones de la tierra y respiró hondo, con la garganta enardecida por la rabia y un miedo frío como el hielo. Tenía los puños tan apretados que las uñas llegaron a hincársele en las palmas de las manos. Sabía que era Rebecca Douglas, pero tenía que verlo con sus propios ojos, tenía que obligarse a ver a la última víctima del Carnicero. Para hacerse más fuerte, para tener valor.

Para la venganza.

Enfundó sus largos dedos en los guantes de látex, se arrodilló junto a la mujer muerta y tocó el borde de la lona.

– Rebecca -dijo, con un susurro de voz-. No estás sola. Te lo prometo, lo encontraré. Pagará por lo que te ha hecho.

Tragó saliva, vaciló un momento y luego retiró la lona para ver a la chica en cuya búsqueda había invertido veinte horas al día durante la última semana.

Al principio, Miranda no vio la cara hinchada, el cuello rebanado o las múltiples heridas lavadas por la lluvia. La imagen de la chica de veinte años en el recuerdo de Miranda era bella, como lo había sido cuando estaba viva.

Candi, su mejor amiga, decía que Rebecca tenía una risa contagiosa. Se preocupaba por las personas que no tenían nada y, una noche a la semana, acudía como voluntaria para leer a los enfermos en el hospital de Deaconess, según había informado su tutor en la universidad, Ron Owens. Según Greg Marsh, su profesor de biología, Rebecca era una estudiante con excelentes notas en todas las asignaturas.

Rebecca no era una persona perfecta. Pero durante el tiempo que duró su desaparición nadie había hablado de las historias menos agradables.

Y nadie las repetiría ahora que había muerto.

Mientras la miraba, la imagen de Rebecca que había guardado tan cerca de su corazón durante las horas de búsqueda se fue transformando ante sus ojos hasta quedar convertida en un cuerpo descoyuntado.

– Eres libre -dijo -. Por fin libre.

Sharon, lo siento tanto.