– Ya. -Ella no lo creía.
– Puede que ya lo haya cometido.
– ¿Por qué piensas eso? -preguntó ella, sintiendo que se le aceleraba el corazón.
– Penny Thompson.
– ¿Por qué hablar de ella ahora? Encontramos el cuerpo tres años después de que la asesinara.
– Voy a revisar todos los archivos de la universidad. ¿Te acuerdas de Vigo, el experto en perfiles? Insiste en que el asesino conocía a su primera víctima personalmente. Dedicamos tanto tiempo hace doce años a investigar las pistas tuyas y las de Sharon que cuando supimos que Penny era la primera víctima y volvimos a sus pistas, éstas no nos dijeron nada. Su novio, el tipo que el sheriff creía culpable de la desaparición, tenía una coartada a prueba de fuego para el asesinato de Sharon.
– Nos centraremos en las partes del perfil de Vigo que nos ayuden a reducir la lista, después de tantos años. Que el asesino siga soltero, que tenga ahora más de treinta y cinco años, que viva de un empleo con horarios flexibles, que esté físicamente en forma. Que tenga familia en la región, o que todavía viva por aquí. Merece la pena.
– Es un tiro al aire -dijo ella, aunque la perspectiva la entusiasmaba. Habría cientos de antecedentes por investigar, cientos de hombres que superficialmente encajaban en el perfil. Sin embargo, el tiempo habría descartado a muchos posibles sospechosos, que se habrían casado, que se habrían ido, o que ahora tendrían un empleo de alto perfil y de horarios rígidos. Si reducían la lista podrían investigar en profundidad a los sospechosos y, con suerte, acabarían con un puñado de hombres a los que tendrían que interrogar. Quizás incluso conseguir una orden judicial para registrar una casa o un coche, sobre todo si alguno de los sospechosos no tenía coartada para la fecha de la muerte de Rebecca.
Quizás había una esperanza de que triunfara la justicia. Y aunque fuera pequeña, Miranda se aferraría a ella con fuerza.
– Por ahora, es lo único que tenemos -dijo Quinn y, tras una pausa, preguntó-: ¿Miranda?
Ella lo miró a los ojos, a esos ojos que podían derretirla o irritarla, que podían reflejar amor o frustración.
Había pasado tanto tiempo que ella ya no sabía cómo interpretar a Quinn. Él había cambiado, y ella también.
La mirada de Quinn era cálida. Bajó los párpados casi imperceptiblemente. Su rostro se relajó y se inclinó hacia delante, apenas un centímetro.
– Estás más delgada -dijo, con voz grave.
– Lo sé. -Miranda ni pensaba en comer cuando estaba en una misión de búsqueda.
– Sigues siendo una mujer bella.
Ella se quedó sin aliento. ¿Era su corazón lo que aleteaba de esa manera? ¿Cómo era posible que todavía la afectara tan profundamente? Después de todos esos años, Quinn seguía siendo parte de ella. Una parte importante. El había contribuido a hacer de ella lo que era, en lo bueno y en lo malo. Sin él, ella no sabía si hubiera sido capaz de superar los días, semanas y meses más negros después del secuestro. Él había sido la roca en que apoyarse, su salvación. Firme y seguro. Ella se había enamorado de él por quien era, pero también por lo que hacía por ella.
Que hubiera tenido tan poca fe en ella después de conocerla tan íntimamente era algo que la desgarraba por dentro.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Quinn preguntó:
– ¿Por qué no volviste a Quantico?
¿Qué podía contestar a eso? Ni siquiera ella lo sabía cabalmente. Salvo que su falta de fe y de confianza en ella le dolió más que el test psicológico que la tildaba de obsesiva.
– Si era una obsesiva, un año no iba a cambiar nada -dijo finalmente.
– En un año las cosas pueden cambiar mucho.
– Habían pasado dos años, Quinn. -Dos años desde que su vida quedó irrevocablemente unida a la de un asesino.
– Ya lo sé -dijo él, y se reclinó en el respaldo de la silla, mientras jugaba con el tenedor.
Se quedaron mirando. Quinn parecía tan perdido y confundido como ella.
– Siento mucho haberte herido -dijo, de sopetón.
Ella se tragó unas lágrimas. ¿Cómo era posible que una simple confesión la afectara tanto?
Porque sabía que no era sólo Quinn. Era verdad que ella era una obsesiva. Prueba de ello era su intensa concentración en la búsqueda. Su vida entera había quedado en suspenso mientras buscaba a Rebecca. Sus amigos y su familia pasaban a segundo plano, ya se tratara de una mujer secuestrada por el Carnicero o de un niño perdido que se había alejado de su campamento. Nada le importaba más que la búsqueda.
Miranda quería rescatar a alguien. Si bien había tenido éxito encontrando a montañeros perdidos, cualquier mujer secuestrada por el Carnicero ya se podía dar por muerta. Ella añoraba desesperadamente un final feliz, pero ahí donde mirara sólo veía dolor y angustia. Quizá no era más que un reflejo de su propia culpa.
Si su reacción en la barraca servía de ejemplo, era evidente que nunca se había recuperado plenamente del ataque sufrido hacía doce años. Siempre sentiría claustrofobia en las habitaciones pequeñas o sin ventanas. Por eso había tragaluces por todas partes en su casa, y directamente encima de su cama. Tenía que ver el cielo, mirara donde mirara.
Pero ni siquiera el cielo con toda su inmensidad podía acallar los gritos de Sharon, ni la voz cruel y hueca del asesino sin rostro cada vez que Miranda cerraba los ojos.
– Debería haber vuelto a Quantico. -Nunca había dicho eso en voz alta, y se sorprendió a sí misma. Se pasó la lengua por los labios-. Estaba tan he… -Iba a decir herida. No. No estaba preparada para contarle eso a Quinn. No podía contárselo-…Enfadada -se corrigió-. Cegada por la rabia, supongo. Y cuando el año se cumplió, ya estaba trabajando en la Unidad de Búsqueda y Rescate, y me gustaba. Me había adaptado. Supongo que estoy hecha para eso.
– Habrías sido una agente muy buena -dijo él, con voz grave.
El corazón le dio un vuelco. Se preguntó qué haría él si ella lo besara.
Aquel pensamiento fugaz la desconcertó y se echó hacia atrás. Tenía las manos húmedas. ¿Una buena agente? Sí, eso lo sabía. Una agente muy buena.
Un año. ¡Un año! Había esperado más de dos años después de que el Carnicero matara a Sharon, presa del desasosiego, asistiendo a clases suplementarias, trabajando en la hostería, aprendiendo defensa personal. Todo y cualquier cosa con tal de no volver a sentirse vulnerable.
Al salir de Quantico, diez años antes, nunca se había sentido tan perdida. Entonces supo que jamás volvería.
– Gracias. -La voz se le quebró. Quería gritarle, mostrar su rabia por la injusticia que había cometido, más allá de las razones. Quizás hubiera un asomo de verdad en lo que decía Quinn, algo en su actitud que daba a entender que quizá no fuera capaz de manejarse en una misión.
Concentró la mirada en su vaso de leche y en su tarta. Quinn hizo lo mismo. El silencio era a la vez agradable y extraño. Ella deseaba saber qué pensaba él, pero no se atrevía a preguntar. Tenía ganas de decirle que nunca lo perdonaría y, aún así, quería ofrecerle una rama de olivo. Las emociones encontradas le pesaban en el corazón y el pensamiento.
Ella y Quinn se levantaron de la mesa al mismo tiempo y llevaron sus platos al fregadero. Ella los puso en remojo, esperando que el agua se calentara. Él estaba detrás, tan cerca que su aliento teñido de pacana le acariciaba el cuello. Miranda tragó saliva, sabiendo que no confiaba lo bastante en sí misma como para darse la vuelta. No estaba segura de que no lo tocaría, que no lo besaría y que no le pediría que pasara la noche con ella.