– Es un infierno, ¿no os lo había dicho? Un infierno con diablo y todo…
– ¡Benedetto, por Dios! -lo recriminó el prior.
– No os preocupéis -tercié-. En Roma estamos siempre de obras; este ambiente me resulta familiar.
Separada del resto por unas mamparas de madera, en uno de los laterales del inmenso salón, se adivinaba un tablero en forma de «U», sobre el que se habían dispuesto grandes banquetas barnizadas de negro. Los restos de un fino baldaquino de madera descansaban también en aquel hueco oscuro, pudriéndose por culpa del moho. Según íbamos sorteando cachivaches, Bandello decía:
– No hay trabajo de decoración en este convento que no sufra algún retraso. Pero los peores son los de esta sala. Parece imposible ponerles fin.
– La culpa es de Leonardo -volvió a gruñir Benedetto-. Lleva meses jugando con nosotros. ¡Acabemos con él!
– Callad, os lo ruego. Dejadme explicar nuestro problema a fray Agustín.
Bandello miró a diestra y a siniestra, como si se asegurara de que no había nadie más escuchando. La precaución era absurda: desde que dejamos la iglesia no nos habíamos cruzado con ningún hermano a excepción del cíclope, y era poco probable que alguno de ellos estuviera agazapado allí cuando debieran estar preparándose para los funerales o atendiendo sus menesteres diarios. Sin embargo, el prior pareció inseguro, atemorizado. Quizá por eso bajó tanto la voz cuando se inclinó sobre mi oído:
– Enseguida comprenderéis mi precaución.
– ¿De veras?
Fray Vicenzo asintió nervioso.
– Meser Leonardo, el pintor, tiene fama de ser un hombre muy influyente y podría quitarme de en medio si supiera que os he permitido entrar sin su permiso…
– ¿Os referís al maestro Leonardo da Vinci?
– ¡No gritéis su nombre! -siseó-. ¿Tanto os extraña? El duque en persona lo llamó hace cuatro años para que ayudara a decorar este convento. El Moro quiere que el panteón familiar de los Sforza se sitúe bajo el ábside de la iglesia y necesita un entorno magnífico, incontestable, con el que justificar su decisión ante su familia. Por eso lo contrató. Y creedme si os digo que desde que el dux se embarcó en este proyecto no ha habido un solo día de descanso en esta casa.
– Ni uno solo -repitió Benedetto-. ¿Y sabéis por qué? Porque ese maestro que siempre viste de blanco, al que nunca veréis comer carne ni sacrificar un animal, es en realidad un alma perversa. Ha introducido una herejía siniestra en sus trabajos para esta comunidad, y nos ha desafiado a que la encontremos antes de que los dé por terminados. ¡Y el Moro lo apoya!
– Pero Leonardo no es…
– ¿Un hereje? -me atajó-. No, claro. A primera vista no lo parece. Es incapaz de hacerle daño a una mosca, pasa todo el día meditando o tomando notas en sus cuadernos, y da la impresión de ser un varón sabio. Pero estoy seguro de que el maestro no es un buen cristiano.
– ¿Puedo preguntaros algo?
El prior asintió.
– ¿Es cierto que ordenasteis reunir cuanta información fuera posible sobre el pasado de Leonardo? ¿Por qué no os fiasteis nunca de él? El hermano bibliotecario me puso al corriente.
– Veréis, fue justo después de que nos retara. Como comprenderéis, nos vimos obligados a indagar en su pasado para saber a qué clase de hombre nos enfrentábamos. Vos hubierais hecho lo mismo si hubiera desafiado al Santo Oficio.
– Supongo que sí.
– Lo cierto es que encargué a fray Alessandro que trazara un perfil de su obra que nos pudiera servir para adelantarnos a sus pasos. Fue así como averiguamos que los franciscanos de Milán ya habían tenido serios problemas con el maestro Leonardo. Al parecer, había utilizado fuentes paganas para documentar sus cuadros, induciendo a los fieles a graves equívocos.
– Fray Alessandro me habló de eso, y también de cierto libro herético de un tal fray Amadeo.
– El Apocalipsis Nova.
– Exacto.
– Pero ese libro es sólo una pequeña muestra de lo que halló. ¿No os dijo nada de los escrúpulos de Leonardo respecto a ciertas escenas bíblicas?
– ¿Escrúpulos?
– Eso es muy revelador. Hasta la fecha, no hemos sido capaces de localizar una sola obra de Leonardo que recoja una crucifixión. Ni una. Como tampoco ninguna que refleje alguna de las escenas de la Pasión de Nuestro Señor.
– Tal vez nunca le han encargado algo así.
– No, padre Leyre. El toscano ha evitado pintar esa clase de episodios bíblicos por alguna oscura razón. Al principio pensamos que podía ser judío, pero más tarde descubrimos que no. No guardaba las normas del sabbath, ni tampoco respetaba otras costumbres hebreas.
– ¿Y entonces?
– Bueno… Creo que esa anomalía debe de estar relacionada con el problema que nos ocupa.
– Habladme de él. Fray Alessandro nunca mencionó que Leonardo os hubiera desafiado.
– El bibliotecario no estuvo presente cuando ocurrió. Y en la comunidad apenas conocemos los hechos media docena de frailes.
– Os escucho.
– Fue durante una de las visitas de cortesía que donna Beatrice hacía a Leonardo, hace unos dos años. El maestro había terminado de pintar a santo Tomás en su Última Cena. Lo había representado como un hombre barbudo que levanta su dedo índice hacia el cielo, cerca de Jesús.
– Supongo que es el dedo que después metería en la llaga de Cristo, una vez resucitado, ¿no?
– Eso pensé yo y así se lo manifesté a su alteza, la princesa d'Este. Pero Leonardo se rió de mi interpretación. Dijo que los frailes no teníamos ni idea de simbolismo, y que si quisiera podría retratar una escena del propio Mahoma allí mismo sin que ninguno de nosotros se diera cuenta.
– ¿Eso dijo?
– Donna Beatrice y el maestro rieron, pero a nosotros nos pareció una ofensa. Pero ¿qué podíamos hacer? ¿Indisponernos con la esposa del Moro y con su pintor favorito? Si lo hacíamos, a buen seguro que Leonardo nos inculparía del retraso en sus trabajos con La Última Cena.
El prior prosiguió:
– En realidad, fui yo quien lo desafió. Quise demostrarle que no era tan torpe en el terreno de la interpretación de símbolos como pretendía, pero pisé un terreno que jamás debí hollar.
– ¿A qué os referís, padre?
– Por aquellas fechas, solía visitar el palacio Rochetta. Debía dar cuenta al dux de los avances en las obras de Santa Maria. Y no eran raras las ocasiones en las que sorprendía a donna Beatrice entreteniéndose en la sala del trono con un juego de naipes. Sus grabados eran figuras extrañas, llamativas, pintadas con vivos colores. En ellos se representaban ahorcados, mujeres sosteniendo estrellas, faunos, papas, ángeles con los ojos vendados, diablos…
Pronto supe que aquellas cartas eran un viejo legado de la familia. Las diseñó el antiguo duque de Milán, Filippo Maria Visconti, con la ayuda del condottiero Francesco Sforza, hacia 1441. Más tarde, cuando éste se hizo con el control del ducado, regaló aquel mazo a sus hijos, y una copia terminó en manos de Ludovico el Moro.