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Los dominicos de Milán -entre ellos el padre Bandello- tuvieron varías veces a su alcance pruebas que demostraban que tanto donna Beatrice como su hermana Isabella, en Mantua, coleccionaban amuletos e ídolos paganos, y que ambas profesaban veneración desmedida a los vaticinios de astrólogos y charlatanes de todo pelaje. Y nunca hicieron nada. Las influencias que recibió Beatrice de aquéllos fueron tan nefastas, que la pobre pasó sus últimos días convencida de que nuestra Santa Madre Iglesia se extinguiría muy pronto. A menudo decía que la curia sería llevada a rastras hasta el Juicio Final y que allí, entre arcángeles, santos y hombres puros, el Padre Eterno nos condenaría a todos sin piedad.

Nadie en Roma conocía mejor que yo las actividades de la duquesa de Milán. Leyendo los informes que llegaban sobre ella, aprendí cuan sibilinas pueden llegar a ser las mujeres, y descubrí lo mucho que donna Beatrice había cambiado los hábitos y objetivos de su poderoso marido en apenas cuatro años de matrimonio. Su personalidad llegó a fascinarme. Crédula, entregada a lecturas profanas y seducida por cuantas ideas exóticas circulaban por su feudo, toda su obsesión era convertir Milán en la heredera del antiguo esplendor de los Médicis de Florencia.

Creo que fue eso lo que me alertó. Aunque la Iglesia había logrado minar poco a poco los pilares de tan poderosa familia florentina, socavando el apoyo que prestaron a pensadores y artistas amigos de lo heterodoxo, el Vaticano no estaba preparado para afrontar un rebrote de aquellas ideas en la gran Milán del norte. Las villas mediceas, el recuerdo de la Academia que fundara Cosme el Viejo para rescatar la sabiduría de los antiguos griegos, o su protección desmedida a arquitectos, pintores y escultores, fecundaron tanto la fértil imaginación de la princesa Beatrice como la mía. Pero ella las tomó como guías de su fe y contagió su venenosa fascinación al dux.

Desde que Alejandro VI llegara al trono de Pedro en 1492, estuve enviando mensajes a mis superiores jerárquicos para prevenirles sobre lo que allí podría ocurrir. Nadie me hizo caso. Milán, tan próxima a la frontera con Francia y con una tradición política tan rebelde respecto a Roma, era la candidata perfecta para albergar una escisión importante en el seno de la Iglesia. Betania tampoco me creyó. Y el Papa, tibio con los herejes -sólo un año después de haber tomado la tiara ya había pedido perdón por el acoso a cabalistas como Pico della Mirándola-, desoyó todas mis advertencias.

– Ese fray Agustín Leyre -solían decir de mí los hermanos de la Secretaría de Claves- presta demasiada atención a los mensajes del Agorero. Terminará tan chiflado como él.

3.

El Agorero.

Esa es la pieza que falta para armar este rompecabezas.

Su presencia merece una explicación. Y es que, además de mis avisos al Santo Padre y a las más altas instancias de la orden dominica sobre el rumbo errático que tomaba el ducado de Milán, existía otra fuente de información que abundaba en mis temores. Era un testigo anónimo, bien documentado, que cada semana remitía a nuestra Casa de la Verdad detalladísimas cartas denunciando la puesta en marcha de una gigantesca operación mágica en las tierras del Moro.

Sus misivas comenzaron a arribar en el otoño de 1496, cuatro meses antes de la muerte de donna Beatrice. Iban dirigidas a la sede de la orden en Roma, en el monasterio de Santa Maria sopra Minerva, donde se leían y se guardaban como si fueran la obra de un pobre diablo obsesionado con las presuntas desviaciones doctrinales de la casa Sforza. Y no los culpo. Vivíamos tiempos de locos, y las cartas de un visionario más o menos traían a nuestros padres superiores sin cuidado.

O a casi todos.

Fue el archivero de nuestra casa madre quien me habló de los escritos de ese nuevo profeta en el último capítulo general de Betania.

– Deberíais leerlas -dijo-. Nada más verlas pensé en vos.

– ¿De veras?

Recuerdo los ojos de lechuza del archivero, pestañeando de emoción.

– Es curioso: las ha escrito alguien con vuestros mismos temores, padre Leyre. Un profeta apocalíptico, culto, muy versado en gramática, como la cristiandad no había visto desde los tiempos de fray Tanchelmo de Amberes.

– ¿Fray Tanchelmo?

– Oh… Un viejo chiflado del siglo XII que denunció a la Iglesia por haberse convertido en un burdel, y acusaba a los sacerdotes de vivir en concubinato permanente. Nuestro Agorero no llega a tanto, aunque, por el tono de sus cartas, no creo que tarde mucho en hacerlo.

El archivero, encorvado y quejicoso, añadió algo más:

– ¿Sabéis qué le hace distinto de otros locos?

Sacudí la cabeza.

– Que parece mejor informado que cualquiera de nosotros. Ese Agorero es un maníaco de la precisión. ¡Lo sabe todo!

Aquel frailuco tenía razón. Sus pliegos de papel ahuesado y fino, escritos con una caligrafía impecable y amontonados en una caja de madera con el sello de riservatto, se referían con obsesiva insistencia a un plan secreto para convertir Milán en una nueva Atenas. Algo así era lo que yo sospechaba desde hacía tiempo. El Moro, como los Médicis antes que él, se contaba entre esos dirigentes supersticiosos que creían que los antiguos poseían conocimientos del mundo mucho más avanzados que los nuestros. La suya era una vieja idea. Según ésta, antes de que Dios castigara al mundo con el Diluvio, la humanidad había disfrutado de una Edad de Oro próspera que primero los florentinos y ahora el dux de Milán querían reinstaurar a toda costa. Y para conseguirlo no dudarían en dejar a un lado la Biblia y los prejuicios de la Iglesia, a sabiendas de que en aquel tiempo de gloria Dios aún no había creado una institución que lo representase.

Pero aún había más: sus cartas insistían en que la piedra angular de aquel proyecto se estaba colocando delante de nuestras narices. De ser cierto lo que el Agorero decía, la astucia del Moro era infinita. Su plan para convertir su feudo en la capital del renacimiento de la filosofía y la ciencia de los antiguos iba a apoyarse sobre una columna desconcertante. Nada menos que nuestro nuevo convento en Milán.