Donna Elena, aún desabrigada sobre el diván, miraba a su pintor sin comprender por qué, de repente, se había quedado rígido.
– ¿Estáis bien? -preguntó con dulzura.
El maestro calló.
– ¿Acaso no os ha complacido?
Luini, con los ojos húmedos y una mueca contenida, trató de sofocar los remordimientos que lo angustiaban. ¿Qué podía decirle a aquella criatura? ¿Acaso entendería su sensación de fracaso, de debilidad frente a la tentación? Y lo peor: ¿no le acababa de prometer, poniendo a Jesús por testigo, que le revelaría el secreto que tanto deseaba conocer? ¿Y cómo lo haría? ¿No tenía él tantos deseos de conocerlo como la propia Elena? Dando la espalda a su amante, maldijo para sí su flaqueza. ¿Qué iba a hacer? ¿Pecaría dos veces en una misma tarde, faltando a su castidad primero y a su palabra después?
– Estáis triste, mi amor -susurró, acariciándole los hombros. El pintor cerró los ojos, todavía incapaz de articular palabra. -En cambio, vos me habéis llenado de felicidad. ¿Es que os sentís culpable de haberme dado lo que os pedía a gritos? ¿Os pesa haber complacido a una dama?
La condesita, leyendo en el silencio las funestas ideas de aquel varón deshecho, trató de aliviarle la conciencia:
– No debéis reprocharos nada, maestro Luini. Otros, como fray Filippo Lippi, aprovecharon sus trabajos en conventos para seducir a jóvenes novicias. ¡Y él era un clérigo!
– ¿Qué decís?
– ¡Oh! -rió al ver a su amante sobresaltado-. Deberíais conocer la historia, maestro. El padre Lippi murió no hace ni treinta años; seguro que vuestro Leonardo lo trató en Florencia. Fue muy famoso.
– ¿Y decís que fray Filippo…?
– Desde luego -brincó sobre él-. En el convento de Santa Margarita, mientras terminaba unas tablas, sedujo a una tal Lucrezia Buti y hasta tuvo un hijo con ella. ¿No lo sabíais? ¡Oh, vamos! Muchos creen que la deshonrada familia Buti fue la que lo envió al otro mundo con una buena dosis de arsénico. ¿Lo veis? ¡Vos no sois culpable de nada! ¡No habéis atentado contra ningún voto sagrado! ¡Habéis dado amor a quien os lo pedía!
El maestro dudó. Aunque roto, era capaz de ver que la hermosa Elena trataba de ayudarlo. Conmovido, sus labios articularon al fin una frase inteligible:
– Elena… Si aún lo deseáis, si aún queréis acceder a ese misterio que tanto os intriga y que inspira el retrato que estoy pintando para vos, os contaré el secreto de María Magdalena.
La condesita lo observó con curiosidad. Luini parecía arrancar con dolor cada una de sus palabras.
– Sois hombre de honor. Cumpliréis vuestra promesa. Lo sé.
– Sí. Pero prometedme vos ahora que nunca más volveréis a tocarme. Ni hablaréis de lo que os diré con nadie.
– Y ese secreto, maestro, ¿me dará a conocer la razón de vuestra tristeza?
El pintor buscó la mirada transparente de la condesita, aunque apenas pudo sostenerla. Aquella insistente preocupación de Elena Crivelli por su bienestar lo desarmó. Recordó entonces lo que había oído decir de la extirpe de las Magdalenas: que su mirada era capaz de ablandar el corazón de cualquier hombre gracias a su poderoso hechizo de amor. Los trovadores no mentían. ¿Cómo no iba a merecer aquella criatura conocer la verdad sobre sus orígenes? ¿Iba a ser él tan desalmado como para no indicarle dónde estaba el camino que debía recorrer para averiguarlo?
Y así, Bernardino Luini, forzando su mejor sonrisa, accedió al fin a sus deseos.
26.
El secreto de María Magdalena según el maestro Luini.
– Atended, pues -dijo.
»Acababa de cumplir trece años cuando el maestro Leonardo me aceptó en su bottega de Florencia. Mi padre, un soldado de fortuna que había reunido cierta cantidad de dinero gracias a los Visconti de Milán, estimó conveniente que me instruyera en el arte de la pintura antes de consagrarme a la vida monástica o, al menos, a una existencia seglar regida por las leyes de Dios. Él, entonces, lo tenía más claro que yo: deseaba apartarme del fragor de la guerra y protegerme bajo el espeso manto de la Iglesia. Y como en Milán no existía un buen taller de bellas artes, me asignó una dote anual y me envío a la suntuosa Florencia, aún gobernada por Lorenzo el Magnífico.
»Allí empezó todo.
»Meser Leonardo da Vinci me instaló en una casona enorme y descuidada. Por fuera era negra. Asustaba. Por dentro, en cambio, era luminosa y casi desprovista de paredes. Sus habitaciones habían sido derribadas para dar paso a una sucesión de grandes espacios invadidos por los artefactos más extraños que uno pudiera imaginar. En la planta baja, junto al zaguán, se daban cita colecciones enteras de semilleros, tiestos y jaulas con alondras, faisanes y hasta halcones cetreros. Junto a ellas se apilaban moldes para fundir cabezas, patas de caballo y cuerpos de tritón en bronce. Espejos los había Por todas partes. Y velas también. Para llegar a la cocina había que atravesar un corredor vigilado por esqueletos de madera y hélices que amedrentaban a cualquiera; y sólo pensar en lo que el maestre podía esconder en el desván me llenaba de pavor.
En la casa también vivían otros discípulos del maestro. Todos eran mayores que yo, así que, tras las bromas de los primeros días me gané una situación más o menos confortable y pude empezar; aclimatarme a la nueva vida. Creo que Leonardo se encaprichó conmigo. Me enseñó a leer y a escribir latín y griego clásicos, y me explicó que sin esa preparación sería inútil mostrarme otra forma de escritura a la que llamaba la "ciencia de las imágenes".
¿Os lo imagináis, Elena? Mis asignaturas se multiplicaron! por tres, e incluyeron cosas tan peculiares como la botánica o la astrología. En aquellos años, la divisa del maestro era lege, lege, relege, ora, labora et invenies («Lee, lee, relee, reza, trabaja y encontrarás.») y sus lecturas favoritas (y por tanto, también las nuestras) eran las vidas de santos de Jacobo de la Vorágine.
Tommaso, Andrea y los demás aprendices odiaban aquellos escritos, pero para mí fueron todo un hallazgo. Aprendí cosas increíbles de ellos. Sus páginas me hicieron disfrutar con decenas de noticias curiosas, milagros y aventuras de santos, discípulos y apóstoles que jamás hubiera imaginado que existieran. Por ejemplo, allí leí que a Santiago el Menor lo llamaban el "hermano del Señor" porque se parecía a Él como un copo de nieve a otro. Cuando Judas concertó con el sanedrín la contraseña de besar a Nuestro Señor en el monte de los Olivos temía que los sicarios confundieran al verdadero Jesús con su casi gemelo Santiago.