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– ¿Y qué libro era ése?

– ¡Nunca lo supe! Únicamente me proporcionó algunos detalles de su aspecto: un tomo de pastas azules, de pocas páginas, con la cubierta remachada por cuatro clavos de oro y el perfil de sus hojas iluminado con el mismo metal precioso. Una pequeña joya con aspecto de breviario, sin duda importada de Oriente.

– Y os pusisteis manos a la obra con ayuda de fray Alessandro -tercié.

– Teníamos dos valiosas pistas que seguir. La primera era la persona a la que mi dienta había oído hablar por primera vez de aquel texto: el maestro Leonardo da Vinci. Por fortuna, vuestro bibliotecario lo conocía bien, y no le sería difícil acceder a él y averiguar si el pintor lo tenía o no en su poder.

– ¿Y la segunda?

– Me entregó un dibujo exacto del libro que debía recuperar.

– ¿Vuestra dienta tenía un dibujo del libro?

– Así es. Figuraba en un juego de naipes muy querido por ella. En una de sus cartas, la que mostraba el retrato de una gran mujer, aparecía representada esa obra. No era gran cosa, cierto, pero muchas veces había iniciado negocios con bastante menos información. En el naipe se identificaba a una religiosa que sostenía ese libro en sus manos. Un libro cerrado, sin título en la cubierta ni ningún otro signo identificativo.

«¿Un libro en un juego de naipes?», me alarmé. «¿No había sido fray Bandello quien me había hablado antes de algo parecido?»

– ¿Puedo preguntaros quién era vuestra dienta? -le interrogué.

– Claro. Por eso precisamente os he convocado a esta reunión: la princesa Beatrice d'Este.

Mis ojos se abrieron de par en par.

– ¿Beatrice d'Este? ¿La esposa del Moro? ¿Queréis decir que fray Alessandro y donna Beatrice se conocían?

– Y mucho. Y ahora, ya lo veis, ambos están muertos.

– ¿Qué insinuáis?

Jacaranda buscó asiento detrás de su escritorio, satisfecho de haber captado toda mi atención:

– Veo que comenzáis a entender mi preocupación, padre Leyre. Decidme, ¿hasta qué punto habéis conocido a meser Leonardo?

– Sólo he hablado con él una vez. Esta mañana.

– Debéis saber que se trata de una persona extraña, la más extravagante y oscura que haya venido jamás a estas tierras. Emplea cada minuto del día en trabajar, leer, dibujar y pensar sobre los asuntos más absurdos que uno pueda imaginar. Lo mismo inventa recetas de cocina con las que divierte al dux, que modela en mazapán máquinas de guerra de aspecto extravagante para sus banquetes. También es un hombre desconfiado. Tiene un gran celo por sus cosas, sus propiedades. Nunca deja que nadie curiosee en sus notas y mucho menos que husmee en su biblioteca, que no es difícil de imaginar grande y valiosa. ¡Incluso escribe de derecha a izquierda, como los judíos!

– ¿De veras?

– No os mentiría sobre algo así. Si quisierais leer alguno de sus cuadernos deberíais recurrir a un espejo. Sólo reflejando en él sus páginas lograríais comprender lo que ha escrito en ellas. ¿No es un ardid endiablado? ¿Quién conocéis vos capaz de escribir invertido, como si tal cosa? Ese hombre, creedme, esconde secretos terribles.

– Sigo sin comprender por qué me contáis esto -insistí.

– Porque… -hizo una pausa teatral-, estoy seguro de que han acabado con nuestro común amigo el padre Alessandro por orden de Leonardo da Vinci. Y creo que la culpa de todo la tiene la posesión de ese maldito libro, el mismo que ambicionó la princesa y que también ha terminado por costarle la vida.

Debí de palidecer.

– ¡Esa es una acusación muy grave!

– Comprobadla -me instó-. Vos sois el único que podéis. Vivís en Santa Maria delle Grazie, pero no estáis vendido al dux como los demás. El prior desea que el monasterio se termine con los dineros del Moro, y dudo que se atreva a arremeter contra su artista favorito y que peligren sus subvenciones. Os invito a resolver este enigma conmigo: conseguid ese libro y no sólo arrojaréis luz sobre las muertes de la princesa y de fray Alessandro, sino que os haréis con pruebas para acusar a Leonardo de asesinato.

– No me gustan vuestros métodos, señor Jacaranda.

– ¿Mis métodos? -rió-. ¿Os habéis fijado en el hombre que he derrotado en duelo?

– ¿Forzetta?

– Ese mismo. Pues os diré algo más de mis métodos: trabajaba para mí. Le ordené que se hiciera con el «libro azul» de la bottega de Leonardo. Forzetta había sido un viejo discípulo del toscano y conocía bien los lugares en los que podría estar escondido.

– ¿Le ordenasteis robar a Leonardo da Vinci?

– Quería resolver este asunto, padre. Pero reconozco mi fracaso. Ese inútil tomó de su estudio una obra distinta: la Divini Platones Opera Omnia. Un libro impreso hace unos años en Venecia, de escasísimo valor. Y pretendió estafarme con él, vendiéndomelo como si fuera el incunable que buscaba.

– Divini Platones… -murmuré-. Conozco esa obra.

– ¿De veras?

Asentí:

– Es la famosa traducción de las obras completas de Platón que hizo Marsilio Ficino para Cosme el Viejo de Florencia.

– Pues el muy bribón asegura que Leonardo la tenía en gran aprecio. Que llevaba días usándola para dar forma a uno de los apóstoles del Cenacolo. ¡Y a mí qué diablos me importa eso! He perdido a un amigo por culpa suya y quiero saber por qué. ¿Me ayudaréis?

29.

Porta Romana era el barrio elegante de la ciudad. Transitado día y noche por los carruajes más espléndidos de la Lombardía, presumía de ser el único acceso monumental a Milán. Sus pórticos estaban siempre atestados de gentes de buena presencia y las damas gustaban de pasar bajo ellos para tomarle el pulso diario a la ciudad. Nuncios papales, legaciones extranjeras o caballeros, todos procuraban dejarse ver por allí, aspirando a sentirse admirados. Su situación junto al principal canal de la ciudad hacía de Porta Romana una galería de vanidades sin igual.

Justo en la mitad de la calle se alzaba el Palazzo Vecchio. Era un edificio público querido por los milaneses, foro habitual de fraternidades, gremios e incluso de jueces. Tenía tres plantas, seis amplios salones y un laberinto de despachos que cambiaban de dueño con facilidad.

Pues bien, la noche que pasé en casa de Oliverio Jacaranda, todas sus estancias hervían de expectación. Más de trescientas personas hacían cola en la calle para admirar la última obra del maestro Leonardo; muchos de los prohombres de la ciudad se habían citado con tan oportuno pretexto para comentar los últimos acontecimientos de la corte. No había ciudadano o ciudadana que no quisiera invitación para aquel acto.

El toscano organizó su muestra a toda prisa, tal vez a instancias del propio dux, que a sólo cuarenta y ocho horas del entierro de su esposa ya pensaba en reactivar la vida pública milanesa.

El maestro Luini acudió acompañado por una radiante Elena Crivelli. Había insistido tanto que el joven maestro accedió a llevarla consigo. Todavía se sonrojaba al pensar en lo que había ocurrido entre ambos hacía sólo un par de días, y su interior seguía agitado como mar en tormenta. Para ponérselo más difícil, la hija de donna Lucrezia había elegido un impresionante atuendo para la ocasión: un vestido azul guarnecido de pieles, tocado con un corpino de escote cuadrado, bordado con hilo de oro. El pelo recogido en una redecilla de pedrería y el tono carmín de sus labios la elevaban a la categoría de diosa. Luini se esforzaba por mantener las distancias; por no rozarla siquiera.