Выбрать главу

– Es verdad que comparten templo, Santidad -se excusó la comadreja, turbado-, pero son varones de personalidades opuestas. Ficino es un estudioso que merece todos nuestros respetos. Un sabio que ha traducido al latín innumerables textos antiguos, como los tratados egipcios que han servido a Pinturicchio para decorar estos techos.

– ¿De veras?

– Antes de trabajar en vuestros frescos, Pinturicchio leyó las obras de Hermes que Ficino acababa de traducir del griego. En ellas se narran estas hermosas escenas de amor entre Isis y Osiris…

– ¿Y Leonardo? -gruñó el Pontífice a Nanni-. ¿También él leyó a Ficino?

– Y trató con él, Santidad. Pinturicchio lo sabe. Ambos fueron discípulos suyos en el taller del Verocchio, y ambos siguieron sus explicaciones sobre Platón y su creencia en la inmortalidad del alma. ¿Puede haber algo más profundamente cristiano que esa idea?

Nanni pronunció aquella última frase desafiando las críticas del maestro Torriani. Sabía de sobra que la mayoría de los dominicos eran tomistas, defensores de la teología de Tomás de Aquino inspirada en Aristóteles, y enemigos de todo lo que significara rescatar a Platón del olvido. Mi maestro general entendió que tenía las de perder contra aquel interlocutor, porque enseguida bajó la mirada y anunció sumiso su despedida:

– Santidad. Venerable Annio -los saludó cortés-. Es inútil que sigamos especulando sobre las fuentes de inspiración de esa Última Cena de Milán, en tanto no concluyan nuestras averiguaciones. Si dais vuestra bendición, la investigación proseguirá tal como hasta ahora y determinará la clase de pecado que Leonardo está cometiendo contra nuestra doctrina.

– Si lo hubiere -matizó el de Viterbo.

El Papa devolvió el saludo a Torriani y, trazando la señal de la cruz en el aire, añadió:

– Os daré un consejo antes de que os retiréis, padre Torriani: en adelante, vigilad bien el terreno que pisáis.

35.

Nunca vi rostros tan largos como los de los monjes de Santa María aquella mañana de domingo. Antes de tocar maitines, el prior en persona había recorrido el convento, celda por celda, despertándonos a todos. A gritos ordenó que nos aseáramos cuanto antes y que preparáramos nuestras conciencias para un capítulo extraordinario de la comunidad.

Por supuesto, nadie rechistó. No había fraile que no supiera que la muerte de su sacristán les pasaría factura tarde o temprano. Quizá eso explicara por qué todos habían comenzado a recelar de todos casi de un día para otro. A ojos de un extranjero como yo, la situación se había hecho insostenible. Los frailes se juntaban en pequeños grupos según su origen. Los del sur de Milán no se hablaban con los del norte, quienes, a su vez, evitaban relacionarse con los de los lagos, como si éstos hubieran tenido algo que ver en el desgraciado fin de fray Giberto. Santa Maria estaba dividida… y yo ignoraba por qué.

Esa madrugada, después de lavarme y vestirme en penumbra, comprendí cuan profunda era la crisis. Aunque era cierto que no había fraile que no murmurara contra otro, todos parecían estar de acuerdo en algo: debían mantenerme lo más alejado posible de sus cuitas. Y es que, si había algo que los aterrorizaba era que, en virtud de mis poderes como inquisidor, pudiera abrir un proceso contra su comunidad. El rumor de que fray Giberto había muerto predicando como un cátaro los aterraba. Ninguno, por supuesto, se atrevió a manifestarlo abiertamente. Me miraban como si yo hubiera obligado a fray Alessandro a ahorcarse y hubiera conseguido que su sacristán perdiera el juicio. Tal era el diabólico poder que me conferían.

Aunque lo que más llamó mi atención fue ver el modo en el que Vicenzo Bandello sacó provecho de aquellos miedos.

Tras despertarnos, el prior nos condujo a una gran mesa vacía que él mismo había dispuesto en un salón cerca de las caballerizas. Hacía frío y la estancia estaba aún peor iluminada que nuestras celdas. Pero fue así, casi a tientas, como Bandello nos hizo partícipes del intenso programa que nos había preparado. De maitines a completas, dijo, nos entregaríamos a ejercicios espirituales, revisión de los pecados, actos de contrición y confesión pública. Y para cuando acabara el día, un grupo de hermanos designado por él mismo se ocuparía de acudir al Claustro de los Muertos y exhumar los restos de fray Alessandro Trivulzio. No sólo se arrancarían sus pobres despojos del abrazo de la tierra, sino que se llevarían más allá de los muros de la ciudad para exorcizarlos, quemarlos y aventarlos. Y con ellos, también los huesos del hermano Giberto.

Bandello quería que su monasterio quedara limpio de herejía antes del anochecer. Él, que había creído en la inocencia del hermano bibliotecario y había defendido incluso la existencia de un complot contra su vida, sabía ya que fray Alessandro había vivido de espaldas a Cristo, poniendo en serio peligro la integridad moral de su priorato.

Vi a Mauro Sforza, el enterrador, persignarse nervioso en un extremo de la mesa.

Encontramos al padre Vicenzo más serio y taciturno que nunca. No había dormido bien. Las bolsas de sus ojos caían a plomo sobre sus mejillas, confiriéndole un aspecto desolador. Y en parte, la culpa de aquel deplorable estado la tenía yo. La tarde anterior, mientras el maestro Torriani y el papa Alejandro se entrevistaban en Roma a mis espaldas, Bandello y este humilde siervo de Dios conversamos sobre lo que implicaba haber tenido a dos cátaros infiltrados en la comunidad. Milán -le expliqué- estaba siendo atacada por las fuerzas del mal como nunca en los últimos cien años. Todas mis fuentes lo confirmaban. Al principio, el prior me miró incrédulo, como si dudara de que un recién llegado pudiera comprender los problemas de su diócesis, pero a medida que le fui exponiendo mis argumentos fue mudando de actitud.

Le argumenté por qué creía que la extraña cadena de muertes que habíamos sufrido no obedecía a simples casualidades. Incluso le expliqué el modo en el que estaban vinculadas a las de los peregrinos asesinados en la iglesia de San Francesco. La propia policía del Moro me daba la razón. Sus oficiales concluyeron que también esos desgraciados murieron sin oponer resistencia, igual que fray Alessandro. Es más: el lugar exacto de los crímenes de San Francesco había sido el altar mayor, justo debajo de una tabla del maestro Leonardo a la que llamaban la Maesta. Ese detalle, unido al de que entre sus pertenencias sólo encontraron una hogaza de pan y un mazo de cartones ilustrados, me hizo recelar. Todos los muertos llevaban encima el mismo equipaje. Como si aquello formara parte de algún oscuro ritual. Tal vez, admití, de un ceremonial cátaro hasta entonces desconocido.

Era extraño. Leonardo, tal y como sugerí al prior, era una singular fuente de problemas. Fray Alessandro había muerto después de posar para él como Judas Iscariote, y me constaba que el sacristán también estaba entre los frailes que más simpatizaban con el toscano. Y eso por no hablar de donna Beatrice: desposeída de la vida después de haberle extendido toda su protección. ¿Cómo era posible no ver el hilo sutil que unía aquellos acontecimientos? ¿No resultaba evidente que Leonardo da Vinci estaba rodeado de poderosos enemigos, quizá tan celosos de su heterodoxia como nosotros mismos, pero capaces de llegar a las armas para acabar con él y los suyos?