El día había amanecido gris y amenazaba lluvia, pero nada pareció deslucir el gran acontecimiento, al menos al principio. Trescientas mil personas (quinientas mil según otros cálculos más optimistas) se dieron cita en el Champ de Mars, que lucía espléndido después de tantos preparativos. Reparé en que la mayoría de los presentes llevaba el llamado gorro frigio, que, según me explicó alegremente Blondinet, comenzaba a hacerse muy popular porque estaba inspirado en los bonetes que usaran antaño los esclavos romanos que lograban alcanzar su libertad. Vale la pena señalar además que dieciocho mil guardias nacionales, con mi amigo La Fayette al frente, tomaron parte en un gran desfile patriótico que dio paso más tarde a la celebración de una misa. Arriba, en el altar, tan bizarro como siempre y arrastrando con gran majestad su pierna tullida, pude ver a Talleyrand presto a oficiar misa acompañado en esta ocasión por sesenta capellanes, todos ellos sacerdotes constitucionales, naturalmente. El gesto de elevar los brazos durante la consagración me permitió percatarme por primera vez de que, en efecto, tal como se contaba por ahí, el jurado obispo de Autun no lucía bajo la casulla el alba blanca, como es habitual, sino una tricolor a juego con las escarapelas que campeaban en los sombreros o en las solapas de todos los presentes.
Fue más o menos hacia la comunión cuando empezaron a caer las primeras gotas. Algunos criados de la familia real intentaron entonces desplegar sus paraguas para proteger a los reyes, pero la muchedumbre protestó airadamente: «¡Nada de paraguas! ¡Queremos verles la cara!».
Me volví para mirar a los soberanos. El Rey estaba serio, con una gran escarapela tricolor posada en su sombrero como una incongruencia. Su cara era la de alguien que no sabe bien qué hacer o a quién mirar. Su ojos iban del pueblo llano engalanado a los ci–devant nobles (o, lo que es lo mismo, «los ex nobles»), que vestían de negro y parecían una procesión funeraria. Por fin, algo distrajo la atención del Rey y también la de todos los presentes.
Era La Fayette en su caballo blanco que se acercaba caracoleando hasta llegar al estrado. El llamado héroe del Nuevo Mundo no miró al Rey, tampoco a ninguno de nosotros; estaba demasiado inmerso en la representación de su papel de gran figura aclamada por la multitud. Descabalgó, subió las escaleras del escenario bellamente construido días atrás por los ciudadanos, incluido el Rey, y se dispuso a jurar fidelidad a la Nación, y a la Ley; juramento que fue coreado con júbilo por todos los presentes. Empezaba ahora a arreciar la lluvia, pero a nadie pareció importarle. En ese momento, La Fayette se acercó al Rey para ofrecerle que jurara también. Luis XVI miró primero al cielo y luego a María Antonieta, que tenía una gélida sonrisa en sus labios. Todos lo vimos vacilar e incluso llevarse la mano a la escarapela tricolor, como si aquello le estorbara o le ahogase. Por fin logró trocar el gesto en una especie de saludo tímido a la concurrencia y la muchedumbre prorrumpió en aplausos. Extendió entonces la mano. «Yo juro…», dijo, y a continuación sus palabras quedaron silenciadas por un gran trueno seguido de varios relámpagos.
Ahora sí que llovía a mares. Las bellas terrazas de tierra, tan naturales y bucólicas, empezaron a deshacerse como azucarillos en el agua. Las plumas de mi tocado hacía rato que se habían desmayado sobre mi cabeza, la gente corría en desbandada buscando cobijo y hasta Talleyrand, con sus albas tricolores, intentaba sin mucho éxito mantener cierta compostura, si no eclesiástica, al menos revolucionaria, a la hora de sortear los charcos.
Entonces fue cuando una voz a mi derecha dijo algo que me hizo girarme. Se trataba de un anciano caballero con peluca y librea, debía de tener lo menos setenta años y se resguardaba del viento y la lluvia con un gran paraguas verde, el denostado color de los nobles. «¿Ve usted, madame? — dijo señalando las nubes con un gesto burlón y sabio-. On dirait que le ciel est aristocratique».
Cuando por fin Alex, Félix y yo pudimos llegar, calados hasta los huesos, a nuestro carruaje y ya estábamos a buen recaudo, intenté comentar con ellos lo que había dicho el anciano. «¡En verdad se diría que el cielo es aristocrático!», dije, pero ninguno de los dos pareció ver gracia alguna en aquella ironía. Tanto Alex como Blondinet, con sus bellos rizos rubios chorreando agua, se robaban la palabra para admirarse de lo magnífico que estaba el Champ de Mars a pesar del diluvio, de la majestuosa entrada de La Fayette en su caballo blanco y de lo vistosa que había resultado la misa de Talleyrand, concelebrada con tantos sacerdotes jurados. Yo asentía a todo con la cabeza, pero lo cierto es que la forma en que aquel alarde de triunfo revolucionario había sido disuelto por una tormenta no podía por menos que hacerme cavilar. Mis amigos parisinos decían siempre que yo tenía algo de gitana y de adivina, que mi sangre española me permitía anticipar cosas que otros no veían. Los franceses siempre exageran el exotismo de los extranjeros: haber nacido en Carabanchel no aporta, desde luego, tantos poderes enigmáticos como nacer en el Sacromonte, que yo sepa, pero aun así debo decir que una cierta inquietud se había despertado en mi interior. Miré por la ventanilla intentando distraerme. Remontábamos ahora lentamente la Rue Saint–Honoré con nuestro carruaje rodeado de patriotas de toda edad y condición que, llenos de alegría, celebraban su nacimiento civil. Los gritos eran de júbilo, de entusiasmo en el futuro, de amor a la naturaleza y, sin embargo, entre sus voces fueron colándose poco a poco otras que coreaban una canción que nació esa misma tarde y que estaba destinada a ser, junto a La Marsellesa, un himno de la Revolución. Su nombre es Ça ira y dice así:
Ah! ça ira, ça ira, ça ira!
En dépit des aristocrates et de la pluie,
ah! ça ira, ça ira, ça ira!
Nous nous mouillerons, mais ça finira.
Aquella noche al llegar a casa abracé a Devin de Fontenay, mi marido, como no lo había hecho desde los primeros días de nuestro noviazgo.
— ¿Estás bien, Thérésia? — me preguntó con la frialdad que acompañaba siempre nuestras conversaciones, pero también con no poca extrañeza.
— Abrázame–le dije-. Abrázame fuerte, te lo ruego.
Él me miró con esos ojos suyos azules y helados en los que no brillaba hacia mí más afecto que el que se le tiene a un objeto propio y muy bello pero que ya no despierta emoción alguna.
— He intentado decírtelo muchas veces, pero tú preferías aceptar la visión ingenua de esos pisaverdes que te rodean y que se dicen tan «avanzados». De esos aprendices de brujo que coquetean con la libertad hasta que ésta se desata y lo arrasa todo. Lo que está ocurriendo en París… — dijo. Y a continuación dio rienda suelta a toda una serie de temores propios de la clase que él representaba, la de quien ha sido consejero real y, a pesar de un cierto coqueteo con los jacobinos, tiembla al oír hablar de patriotas y de escarapelas tricolores y de explosiones de júbilo. Habló de lo que estaba pasando en la calle. De la peligrosa contradicción que existía entre un pueblo que por mucha fiesta y mucha algarabía que hubiera, lo cierto es que no tenía pan que dar a sus hijos cuando llegaba a casa cansado de cantar Ça ira. También de lo fácil que era para las clases acomodadas dejarse engañar por las situaciones de euforia y del peligro de coquetear con las pasiones más sensibles del ser humano. Nuestra conversación de aquella noche fue paradigmática de lo que nos ocurría a todos por aquellos tiempos. Nos debatíamos entre la esperanza y la desazón, la euforia y el temor, mientras que el pueblo lo hacía entre la quimera y la desconfianza, la ilusión y el hambre. Un día todos pensábamos que, en efecto, Ça ira; es decir, que todo iría bien. Al siguiente no podíamos por menos que temer que la ilusión y el deseo de cambio de todos los franceses hubiera despertado a un monstruo cuya cara nadie conocía aún. ¿Sería verdad aquello que decía el señor Moratín de que el camino del infierno está siempre empedrado de buenas intenciones? ¿Y qué habría sido, por cierto, de mi buen amigo, el de los amores tristes, el de los buenos consejos?