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Descorrió las cortinas del lecho y apartó las sábanas para mirar mi cuerpo. Yo me aferraba al camafeo de mi amado Laborde esperando el momento en que sus manos, sus labios iniciaran sobre mí todos los previsibles y sincopados recorridos de un deseo sin amor. Con los ojos cerrados, con el cuerpo laxo e inerte de quien no se opone pero tampoco colabora, fingí estar dormida y me dejé hacer. Sus manos, temblonas, comenzaron a desatar primero las cintas de mi camisa de noche hasta desnudarme por completo y luego, tras observarme así unos segundos, comenzó a recorrer mi torso no con besos ni con caricias, sino con toda su lengua, igual que un perro. Nunca lo había visto actuar de ese modo e imaginé que estaba borracho, pero su aliento, aunque húmedo y acre, no delataba vestigio alguno de licor. «Dios mío, ayúdame», pensé cuando primero sus dedos y a continuación su sexo empezaron a abrirse paso entre mi carne. Ya era imposible fingirme dormida. Podía sentir su baba en mi boca y el peso de su cuerpo sobre el mío mientras continuaba con sus embates, abriéndose paso con inusual violencia. Ni siquiera se había tomado la molestia de despojarse de sus ropas; estaba completamente vestido, incluidas las botas, y yo desnuda, pero a pesar del dolor y la humillación, ni una queja salió de mis labios. Ni cuando me violentó una vez, ni cuando lo hizo una segunda, ni tampoco cuando continuó con sus extraños lamidos de can y otras prácticas que no menciono porque aún hoy procuro olvidarlas. No, ni una lágrima brotó de mis ojos, esos que tanto habían llorado por la desgracia de mi padre; desgracia y deshonra que–no había más que ver la reacción de mi marido–también se habían convertido en causa de las mías. Que la violación existe dentro del matrimonio es algo que saben muchas mujeres, pero yo hasta entonces no había tenido que sufrirla nunca. Al fin y al cabo, Jean y yo éramos eso que se conoce como un matrimonio «abierto» y nuestras sesiones de amor conyugal tenían algo de cortesanas y mucho de frío y, a la vez, compartido sentido del deber. Era cosa instaurada, por ejemplo, que los hombres de nuestra clase se embarcaran en ellas diciendo que lo hacían por «cumplir con mi legítima» o por «visitar el establo», según dos expresiones populares de la época. Nosotras, por nuestra parte, y puesto que estaba tan de moda todo lo inglés, utilizábamos una frase muy conocida en el idioma de Shakespeare. «¿Qué haces tú–me había preguntado un día no muy lejano madame de Staël–cuando tu marido visita el establo?». Yo entonces era muy niña y no tenía respuesta para según qué cosas, de modo que, a la gallega, le devolví la pregunta con un « ¿Y vos qué hacéis?». «Muy sencillo, querida; hago como nuestras amigas las inglesas: I look at the ceiling and think of England». La frase la pronunció en su idioma original, pero, al adoptarla yo también como propia, pude constatar que la mayoría de mis amigas la conocían y la usaban traducida y convenientemente adaptada: cuando había que cumplir con el débito conyugal, todas, «mirábamos al techo y pensábamos en la patria».

Era así, con una mezcla de humor y resignación, como maridos y mujeres de ciertas clases sociales procedíamos a copular. Y una vez acabado tan latoso trámite, nos agradecíamos mutuamente con cortesía: «Merci, madame». «Merci á vous, monsieur».

Sin embargo, lo de aquella noche estaba muy lejos de ser un trámite y ese día aprendí, dolorosamente, una lección que no pocas mujeres conocen: que los hombres, incluso los que no nos aman–o tal vez habría que decir precisamente éstos-, gustan cobrarse en sexo determinados favores, como el que Jean me había brindado horas atrás, por ejemplo, al fingirse el marido ideal ante nuestros invitados una vez descubierta la desgracia de mi padre. A algunos hombres, me dije entonces, les produce un incomprensible placer violentar a mujeres que no les aman, y por las que tampoco ellos sienten especial afecto, sólo para demostrar quién es más fuerte. Se había tratado sin duda de un acto de poder, de sometimiento, del que yo me defendí con la única arma con la que cuenta una mujer forzada que no puede ni debe protestar o rebelarse: con la imaginación. Hasta el momento en que las caricias se convirtieron en violencia, me esforcé en imaginar que sus besos eran los besos de mi otro Jean; sus caricias, las de otras manos; sus gritos de placer, los de mi amado. Sí, las mujeres casadas sabemos mucho de violaciones dentro del matrimonio, pero ellos no saben nada de la libertad de nuestros pensamientos, y ésa es nuestra pequeña pero no del todo desdeñable venganza.

Cuando por fin se fue, tan en silencio como había venido, me costó mucho conciliar el sueño y, cuando al cabo de unas horas logré adormilarme, lo hice llorando y aferrada al camafeo con la silueta de mi adorado Laborde. Por un momento, en aquel intranquilo duermevela, la imagen de mis dos amantes, Alexandre Lameth y Félix Lepeletier, apareció para confundirse con la de mi amado y eso me hizo comprender, dolorosamente, cuán importante era la una y cuán débiles las otras dos. Nunca los había querido en realidad. ¿Volvería a amar a alguien alguna vez? Parecía del todo imposible.

DOS AÑOS INCIERTOS

El año de 1791 trajo finalmente el destronamiento de Teresa Cabarrús como reina de los salones de París. Mi sustituta era menos bella que yo, pero, mucho me temo, harto más fascinante y sensual para los hombres: me refiero a esa dama exigente y caprichosa a la que llaman… política. Y es que, por aquellas fechas, en los salones mundanos ya no se amaba ni se reía como antaño; tampoco se jugaba a las cartas ni se bailaba; sólo se platicaba, se discutía. Y los temas de conversación no puede decirse que fueran atractivos para una muchacha como yo, que aún no había cumplido los dieciocho años.

Se hablaba mucho, por ejemplo, de lo difícil que estaba siendo vencer la resistencia del pueblo frente al problema religioso. Y de cómo, a pesar de que miles de sacerdotes habían jurado la Constitución, la mayoría de los franceses seguía siendo fiel a los refractarios o partidarios del Papa, creando una suerte de corriente contrarrevolucionaria que muchos tachaban de extremadamente peligrosa. Se hablaba también de la Ley d'Allarde, que abolía el régimen corporativo. Y se hablaba sobre todo de la cada vez más desesperada situación económica del país. Y es que en toda Francia escaseaba el pan y los productos esenciales, lo que hacía crecer día a día la impopularidad del Rey y el odio a l’autrichienne.

Aumentaba también de modo notable la lista de aristócratas que optaban por el exilio. Y una vez fuera del país, su mayor empeño era instar a las distintas potencias extranjeras a que invadieran Francia para reinstaurar en la persona del cada vez más debilitado Rey, o si eso no era posible, en la de alguno de sus dos hermanos, una monarquía absolutista como la de antes, lejana a limitaciones constitucionales, escarapelas tricolores y otras zarandajas.

Con todos estos temores, olvidadas quedaron ya para siempre aquellas frívolas meriendas, vestidos unos de pastores y otros de jóvenes revolucionarios, en las que nos dedicábamos a tomar helados en Fontenay–aux–Roses. También desaparecieron las deliciosas veladas en nuestra casa de París, reunidos para hablar del amor y otros demonios. Ahora, el único Luzbel que infestaba los salones mundanos era la fiebre revolucionaria. Mi rival, la política, como femme fatale que es, lo devoraba todo, creencias, amores y, por supuesto, devoraba la presa que le es más preciada: la inocencia de aquellos que se consideraban sus amantes.