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— Al «artilugio», así lo llaman, y ha sido instalado en la plaza del Carrousel, frente a las Tullerías.

— Otros lo llaman «la máquina» — intervino entonces Frenelle, que venía también de la calle después de comprar lo poco que había encontrado, apenas unas cebollas y dos coles. La escasez era general entonces salvo en lo concerniente a las noticias. Éstas corrían a raudales y las malas tardaban apenas unos minutos en atravesar París de lado a lado con todo lujo de detalles.

— Y ese «artilugio», que yo diría que mide poco más de cinco pies, madame, es en realidad muy sencillo. Consta de dos palos verticales, luego una plancha horizontal y por fin una cuchilla de filo oblicuo que cae a plomo. Según he podido averiguar, hasta ahora estaba instalado en la plaza de Gréve y se usaba sólo para ajusticiar a los malditos falsificadores y agiotistas, esos miserables que se quedan con el dinero de los pobres.

— ¿Quieres decir que se trata de una especie de castigo nuevo? ¿Un artilugio para matar? Dios mío, ¿qué más se dice por ahí?

— Se trata, por lo visto, de un adelanto muy moderno, aunque la verdad, tanta modernidad no va conmigo. A la hora de ajustar cuentas con esos miserables que explotan al pueblo, a mí me gustaba más el método antiguo. Donde esté una buena procesión de condenados y luego las confesiones públicas y más tarde el bamboleo de un cuerpo moribundo estremeciéndose en el extremo de una cuerda… ¡Muerte a los traidores! ¡Muerte a todos!

Me horrorizó oír estas palabras en boca del buen François, aunque no puede decirse que fueran poco habituales en aquellos días. Todo el mundo hablaba de justicia y de castigo, de traidores y de muerte en las calles de París. ¿Pero a qué se refería él con lo de una nueva máquina? ¿No había la Asamblea aceptado hacía poco más de un año los Derechos del Hombre siguiendo el ejemplo dado al mundo por los patriotas de América? ¿No eran la mayoría de los diputados, incluido Robespierre, opuestos a la pena de muerte?

— Y precisamente eso es lo que intentan nuestros patriotas–me explicó entonces Frenelle-, que el «artilugio» se ocupe de matar de forma más acorde con los Derechos del Hombre.

— ¡Qué cosas dices, Frenelle!

— Sólo las que cualquiera puede escuchar en la calle, madame. Por lo visto, hace ya unos meses que la Asamblea encargó a un médico de nombre Guillotin que ideara una máquina que procurase una muerte más humana, más…

— Eso que dices no tiene ningún sentido–la interrumpí.

— Yo no entiendo nada de asuntos médicos, madame, pero Jean Michel, el barbero, que también se ocupa de extraer muelas cuando es menester, dice que esa máquina, con su cuchilla transversal, procura una muerte indolora, mucho más dulce por tanto que la de la horca, con sus largas agonías.

No pude por menos que sentir otro escalofrío. Mientras departían, François y Frenelle siguieron con sus labores como si tal cosa, puesto que conversaciones como ésta comenzaban a ser algo habitual en nuestras vidas. Se hablaba de picas, de muertes a cuchillo, de cabezas cercenadas, de traidores que eran colgados de la lanterne porque todo eso y más estaba ocurriendo en las calles, con el pueblo de París erigido en juez y también en verdugo. Aquella misma tarde, escuchando como siempre lo que se decía en la calle tras mi ventana entornada, pude completar la información de Frenelle y de François con nuevos datos. Por lo visto, la Asamblea, alarmada por el cariz que estaban tomando la violencia callejera y los ajustes de cuentas, había intentado buscar una alternativa más benévola a eso que comenzaba a llamarse «acción popular» y que no era otra cosa que el pueblo tomándose la justicia por su mano. Sí, así fue como entró en nuestras vidas la guillotina (y bien que luchó el buen doctor Guillotin para que no se llamase como él) y una vez que lo hizo comenzó a ser parte de nuestro hacer cotidiano, primero tímidamente y más tarde…

***

Pero volvamos por un momento a la Asamblea para saber qué estaba pasando tras la destitución de Luis XVI. Ésta produjo a su vez la caída en el desprestigio de la llamada alta burguesía y la nobleza liberal que hasta ahora capitaneaban la Cámara. Desde ese momento, Danton, por ejemplo, figura notable del espectro político y tribuno de voz potente, pasó de ser un agitador callejero a convertirse en ministro de Justicia. A instancia suya se votó entonces una ley que autorizaba lo que eufemísticamente se llamaba «visitas domiciliarias», y gracias a éstas y en el curso de tres días, tres mil personas, entre las que había sacerdotes refractarios, partidarios del Rey y otros enemigos de la Revolución, engrosaron el censo penitenciario.

Ahora, el principal problema de los responsables políticos era encauzar la violencia popular y conducirla para que actuara a favor del Estado en lugar de hacerlo en su contra. Pero esto resultaba cada vez más difícil, puesto que los ánimos se exaltaban de día en día con soflamas y discursos como los de Marat, cuyas palabras no hacían más que añadir combustible a las ya de por sí muy encendidas llamas de los patriotas.

Por si esto fuese poco, el 10 de agosto se constituyó la llamada Comuna Insurreccional de París, con sede en la alcaldía, y se hizo como un claro desafío a la autoridad de la Asamblea. Se crearon además diversos comités, como el de Vigilancia (una forma de espionaje policial para salvaguardar los principios de la Revolución), que inmediatamente comenzó a actuar de modo implacable. A partir de entonces toda la prensa afín a la monarquía fue puesta fuera de la ley, y cada día eran más las personas a las que se encarcelaba sin pasar siquiera por un interrogatorio. De todos los que fueron arrestados de la noche a la mañana el caso más notable fue sin duda el de la princesa de Lamballe, íntima amiga de María Antonieta (demasiado íntima según las malas lenguas). En la prisión del Temple, a la que la familia real había sido llevada después de los últimos acontecimientos luctuosos, la ci–devant princesa se ocupaba por aquel entonces de atender directamente a la Reina y a sus hijos. Allí la fueron a buscar y, ante el horror de la soberana, se la condujo a la prisión de La Force.

Pero no sólo eran los vivos cercanos a la familia real los que acaparaban las iras del pueblo. Caían también los muertos, incluso los más amados, como la estatua del Rey Sol y la del muy popular Enrique IV, que fueron arrancadas de sus pedestales entre gritos y cánticos, como un claro presagio. Porque todo lo que tenía que ver con el monarca, que tan cobardemente había intentado abandonar a sus súbditos, resultaba ahora odioso, y en las calles de París se oían más que nunca las estrofas de aquella canción nacida dos años atrás y que ya se estaba haciendo realidad:

Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!

Les aristocrates á la lanterne.

Ah! Ça ira, ça ira, ça ira!

Les aristocrates on les pendra.

TENGO QUE SALVAR A MI HIJO

Si Ça ira era la canción que acompañaba nuestras vidas durante esos días, también era la que acompasaba la marcha de multitud de personas camino del exilio a medida que languidecía el verano. Hasta las cerradas puertas de nuestra casa en París llegaba el eco de sus nombres: en el grupo de los primeros en marchar estaba, por ejemplo, el ci–devant obispo de Autun, ya despojado definitivamente de sus hábitos. El ahora llamado ciudadano Talleyrand, que siempre fue un maestro en el arte de nadar y guardar la ropa, ya fuera talar o seglar, se había inventado para escapar sin que aquello pareciera una huida, una misión «diplomatique» que lo llevase a Londres. Mi amigo y muy admirado La Fayette, por el contrario, fue al exilio de modo más vergonzoso. Acusado de negligencia (o peor aún, de complicidad) al no haber evitado, como jefe de la Guardia Nacional, la fuga del Rey y su familia, tras muchas vicisitudes, decidió pasar la frontera con Austria, donde fue tomado prisionero. De este modo, el que fuera comandante en jefe y héroe del Nuevo Mundo ya nunca cumpliría su sueño de serlo también del Viejo.